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3 de marzo de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Titulitis

- "¿Cómo dijiste que te llamabas?

Titulitis
¡ Refréscame la memoria...!
¡Ah sí, ahora caigo... ! ¡Qué tiempos!"

Aquella manifestación, a las puertas del instituto, la vivimos como una victoria contra la estéril pedagogía del palmetazo, y de " la letra con sangre entra".
Fue una revuelta silenciosa, un esbozo de cruzada, que a todos nos marcó.
Cansados del acoso al que les sometía el puntero de un profesor desabrido, los alumnos de Letras solicitaron nuestra ayuda.
Allí los Frutos, los Congregado, los Aguirre, y los Jazmín, entregados a la causa, formaron piña, y defendieron sabiamente sus derechos.
Allí nuestro director, el bueno de D. Gonzalo, dando carpetazo al problema, y acogiéndonos bajo su sombra, cual gallina clueca con sus pollitos.
Aquella tarde unos cuantos de aquellos contestatarios marchamos en procesión hacia el chalé de un condiscípulo.
Era éste un tipo de mirada enérgica, de tez clara, flequillo rebelde, y gafas de intelectual.
El motivo de la reunión pareciera incongruente hasta al más espabilado, y más apropiado quizás para un festival cómico- taurino: asistíamos como espectadores a uno de esos teatrillos de cachiporra donde un fuerte griterío infantil anticipa la tragedia.
Reinaba la sensación de que un duendecillo travieso nos hubiera asignado el papel de gladiadores, de " empujadores" del metro de Tokyo, o de un oficio similar.
Probablemente el olor a azahar sevillano, o la impronta del mayo francés, embriagara nuestro espíritu, y lo empujara a la locura
Tan sólo recuerdo que, traspasado el umbral de la casa, aquella especie de trueno arremetió alucinado contra toda una procesión de gigantes y cabezudos, dándose a la tarea de entrar y salir de las habitaciones, de subir y bajar escaleras, y de recorrer pasillos, con la decidida intención de arrebatarle a su padre el título de Conde, para hacer de él mil pedazos.
Para decepción de los invitados aquel furibundo Quijote no encontró lo que buscaba.

Mucho ha llovido desde entonces; y un año va a hacer que sufrimos la epidemia que echó el cerrojo al país, y expulsó de nuestro lado a familiares, y amigos.
Un año y medio, tal vez, en que la casualidad me llevó a toparme con un cartel que anunciaba una exposición de arte.
Sobre fondo rojo, las imágenes en negro de dos viejos conocidos que, a sus 17 años, ya eran considerados por la crítica como adelantados del arte: la flor y nata de la anarquía juvenil, como parecía subrayar el simbolismo cromático del cartel.
En " Como agua para chocolate", apunta Laura Esquivel que "cada uno se convierte en lo que mira, en lo que recuerda, en lo que anhela, en lo que transmite".
Probablemente sea cierta la aseveración; y en todo caso el arte es como una voz interior que actúa de correa de transmisión de ideas, miradas, recuerdos, y anhelos, dignos todos del mayor de los respetos.
Pero que una prestigiosa sala de arte coloque en un pedestal unos recortes de tebeos, unas flechas indicadoras, unas líneas hechas a lápiz, una letra A mayúscula, un brochazo de pintura verde, una banderita francesa, o un calcetín, ni me mueve, ni me dice, aunque no sea yo un Aristóteles, capaz de medir la plata que esconde una corona de oro.

- "¿A quién va usted a creer, a mí o a sus propios ojos?", que diría Groucho Marx.

Si al menos, pensé, aquel rebelde hubiera hecho gala de sus ideales, habría sido la ocasión de seducirnos a todos, de destapar la botella de las vanidades, de abrir brecha en el arte conceptual, y de mostrar, al desnudo, lo que carece de valor.
¿Qué es un título si no lo enmarcan la justicia y la virtud?
Se queda en nada: en una herencia familiar; en un fallido premio; en un escalafón del arribismo; en un pretencioso máster; en un regalo de amigos; o en esa " temerosa luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza".
 

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