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21 de febrero de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El espíritu de la música

- "Si se calla el cantor, calla la vida"

El espíritu de la música
Nadie sabría decir si aquel joven quedó prendado de la música, o si en realidad fue la música la que se quedó prendada de él.
Desde su más tierna infancia la música para José Manuel era la expresión más cabal de unas verdades íntimas que no requerían de grandes explicaciones ni alharacas, ni era preciso manifestar a voz en grito; tan sólo dejarse llevar de sus matices, sentirla, y tararearla "por lo bajini".
Su único maestro en el arte del solfeo, la composición, y la armonía, lo había sido su progenitor, un humilde dependiente de una tienda de tejidos que, en una familia de cuatro hijos, conseguía estirar su salario hasta el punto de permitirse el lujo de agasajarse con un disco de música clásica, y un librito de bolsillo, que solía adquirir los domingos en el quiosco del barrio.
Resultado de tan cultural inversión fue que una tarde, a la vuelta del trabajo donde ejercía de aprendiz, el joven José Manuel fue abordado por un señor que venía siguiendo sus pasos desde la Plaza del Museo, hasta ya mediada la calle San Vicente.
Aquel desconocido resultó ser el director del Conservatorio Superior de Música, todo un hito en el ámbito de la cultura hispalense.
Su intención era felicitar a aquel chico por el "oído único" del que hacía gala, expresar su admiración por su gusto hacia la ópera, e invitarle a ingresar como alumno en el Conservatorio.
Pero no siempre es posible hacer lo que se quiere, por más empeño que se ponga.
A la caída de la tarde, y libre ya de la tarea de llevar a casa un salario, el joven se abrazaba a su sonanta para disfrutar de un cante entre amigos.
Solían reunirse en la plaza de San Lorenzo, donde en otro tiempo lo hiciera el poeta Gustavo Adolfo Bécquer; o bien, al abrigo de los fríos, en el soportal de un colegio que la generosidad de unas monjas les había procurado.
Por efecto del azar, que todo lo rige, muchos fines de semana aquellos chicos, y chicas, estaban invitados a cantar en colegios e institutos, en algún club juvenil, en una agrupación de teatro independiendiente, en una Asociación de pueblo, en el Pabellón Domec, o en el Pabellón de Chile, entre otros.
Muy del gusto de todos ellos era el Club de Hispano Aviación, constituido por jóvenes trabajadores de una fábrica de aviones, venida a menos, ubicada en el popular barrio de Triana.
Tenía su sede el citado Club en un viejo edificio, de traza regionalista, que formaba esquina entre las calles Chicarreros, y Álvarez Quintero, a pocos pasos de la sevillanísima Plaza de San Francisco.
Por aquel local, de cálido ambiente, solía pasar en no pocas ocasiones José Manuel que, a sus cortos dieciséis años, como buen aprendiz de comercial, ya tenía asimiladas las reglas de la cortesía y el buen trato.
Con el cigarrillo en la mano, y una aparente y recatada timidez, el joven se había hecho de la estima y admiración de aquellos jóvenes, dispuestos a cambiar el mundo con la fuerza de la cultura, y con los latidos de su corazón.
Aquel día de primavera era yo quien acompañaba a José Manuel en su acostumbrada visita.
En cartel un interesante espectáculo en el que había de intervenir una cantante de moda, adelantada a su tiempo, y musa de la llamada " canción protesta", junto a las Julia León, Soledad Bravo, Elisa Serna, y otras.
Un numeroso auditorio, pegado a su asiento por devoción a unas ideas se aplicaba en seguir la voz solista, como quien escucha al oficiante de una misa, o como quien espera oír una interesante revelación.
Tras larga y rimbombante espera, que la cantante aplicó a lanzar consignas al aire, y a despotricar de su padre, policía de profesión, uno de los presentes, se dirigió en secreto diálogo a José Manuel, para buscar solución a aquella plaga de Egipto que se les venía encima.
Con un cierto aire de timidez , la cara escondida entre las cuerdas de su guitarra, y un decidido deseo de darse a los demás, como era su estilo, la frágil figura se acomodó al escenario, se amoldó a la silla, se agarró a la sonanta, y se fue agrandando por breves instantes, sacando de sus adentros los trinos de un ruiseñor:

- "He venido, Telesita,/ como aquel que no hace nada, / a dejarte el corazón, / y llevarme tu mirada"...

Fue entonces que los allí presentes entendimos que no existe una clara distinción entre lo divino y lo profano, entre lo clásico y lo popular, entre los sones estéticos, y los sones de combate; que en realidad sólo existe la buena, o la mala música; y que todo lo demás son rótulos imprecisos, estrechos, e innecesarios.
La música, con su magia, y su poder de bilocación, había transformado aquellos dolientes tonos en un poema de amor, y el escenario en un punto de encuentro de almas gemelas.

Hay muros feos, tristes, y anodinos, que el arte revitaliza dándoles un nuevo sentido.
Como en un juego de magia lo que era un tapón, y un obstáculo para la vista, se convierte en pocos segundos en una salida hacia el paisaje, y hacia la luz.
Como en la famosa leyenda sevillana, en la que Maese Pérez era la única persona capacitada para arrancar sus más íntimos secretos al órgano de Santa Inés , así mi inolvidable José Manuel asomado a su guitarra.

(P.D.: En la foto el órgano al que Bécquer refiere los maravillosos sucesos ocurridos en la Iglesia - convento de Santa Inés, en su conocida leyenda: "Maese Pérez, el organista").
 

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