7 de febrero de 2021 | Joaquín Rayego Gutiérrez
EL tío de América
"Oyendo esa música /allá en tierra extraña /eran nuestros suspiros/ suspiros de España"
A pocas fechas de estallar la Guerra Civil les llegó la noticia envuelta en sombrío titular de periódico:
"El multimillonario español Andrés Ibarra Ureta, apaleado y muerto en una playa de Acapulco".
El dramático suceso, capaz de alimentar un sinfín de cábalas y conjeturas entre los más avispados lectores, venía a poner punto y final a las aventuras y desventuras de un español, cuyo nombre y posición destacaba la crónica.
¿ Un punto y final, dije? Posiblemente entre los suyos sólo fueran unos puntos suspensivos, habida cuenta de la tensión del momento, de la fuerza de la sangre, y del rescoldo de los sentimientos, capaces de sobrevolar las barreras del tiempo, y de la distancia.
Andrés era el miembro más joven de una humilde familia vasca enraizada en Gueñes, pequeño municipio de la comarca de Las Encartaciones, donde el valle de Salcedo expande el verdor de sus fresnos y sauces hacia la sin par Cantabria.
Ya en los primeros veinte años del siglo pasado la idea de "saltar el charco" tuvo entre los vascos miles de seguidores: individuos que huyendo de los males del país buscaban refugio en otros lares, allende el Atlántico, por el notable precio de 500 pesetas, que era el importe de un pasaje de tercera en barco.
Una cifra impensable para un joven de corta edad; a no ser que embarcara de acompañante, o de polizón; que se prestase a realizar las tareas más habituales en un barco - las de camarero, mecánico, o grumete - ; o que resultara beneficiado por una de aquellas bonificaciones que ofrecían los países de destino, y que gestionaban las navieras, los consignatarios de buques, y unos persuasivos "ganchos", a cambio de sustanciosas "primas".
Por ello, cuando a pocas fechas del conflicto civil la noticia de la muerte de Andrés llegó a oídos de la familia, su cuñado - viudo de Andrea, y casado en segundas nupcias con otra de las hermanas del difunto- se dispuso a escribir a aquellas embajadas que pensaba que podrían informarle acerca de tan extraño suceso, y de la suerte que había de correr la fortuna del finado.
No hubo lugar para tanto: la omisión, la negligencia, la incompetencia, el interés, o la guerra con sus desastres, vendrían a poner una nube que el paso del tiempo jamás desveló.
Desde 1880, sucesivas oleadas migratorias habían llevado a millones de " gallegos" y "gachupines" a "hacer las Américas".
La imperiosa necesidad de escapar del hambre, y de las "quintas"; la ineficaz política protectora del emigrante, y la ausencia de registros, posibilitarían aquella sangría que dejó desolados nuestros campos, y desprovistos de sus mejores brazos.
Como en la lechera del cuento, en todos los que marchaban anidaba la ilusión de volver convertidos en ricos "indianos", o en generosos benefactores de la familia.
Todo hablaba de un paraíso, donde lo fácil era prosperar, si no se ponían pegas al trabajo; pero nadie hablaba de las penalidades que habían de sufrir, de la travesía en barco - de la enfermedad, el hacinamiento, la mala alimentación, la suciedad, los conflictos...-; de las consecuencias del fracaso; de la nostalgia; de las dificultades de adaptación; y de la explotación económica, y moral, del individuo.
Sabido es que en países como Méjico, y Argentina, las jóvenes españolas de 13 a 17 años tenían buena prensa, y eran requeridas como carne de prostíbulo.
El eterno relato de siempre: de amos y esclavos; de verdugos y víctimas; un capítulo destacado en la Historia de la Humanidad.
La de Andrés fue una más de esas historias que esconde la Casa de las Brujas, en el valle de Salcedo, allí donde las aguas del río Cadagua alimentan las leyendas de sus hijos - héroes y villanos; inquisidores y mártires- escritas con gotas de sangre y sudor; de proyectos y ambiciones.
La historia del hijo pródigo que regresa al hogar convertido en rico indiano; la del hijo fracasado que, por mor de las circunstancias, ya nunca volverá a casa.
En su pecho, y en su mente, grabados a fuego, le acompañarán los olores , los colores, los sabores, el paisaje, el paisanaje, las canciones, las costumbres..., raíces todas ellas de las que brotaría ese tibio sentimiento que da en amar a la tierra - patria, y matria a un mismo tiempo- que un día les vio nacer.