12 de octubre de 2019 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Autómatas
─ “Pasa la turba de arlequines, / escaramuces, / turlepines/ rebates y pantalones, / en un vértigo de confetis, serpentinas”
La he visto cruzar la calle con paso solemne y breve; su mirada inexpresiva se posó en un imaginario cable, cual convendría a una efigie, o a una diosa vestal; tan sólo unos simples detalles me generaron serias dudas sobre su condición de mortal: una sonrisa dulce derramada sobre un niño, o la posición de sus pies ante la espera de un semáforo: abandonado uno sobre otro a la manera elegante en que posan sus delgadas patas los flamencos.
La he vuelto a ver otro día en la cola de una oficina bancaria. Asomaba a su rostro esa sombra de preocupación de quien está pendiente de un pago; por lo demás su mirada mística y desvaída no tenía nada que ver con el grado de nerviosismo que los restantes clientes volcaban sobre su móvil.
Todo sucedió en un santiamén: una chica joven entró en la oficina y en menos que canta un gallo ya estaba acodada en la ventanilla resolviendo sus asuntos.
Y allí el llanto y crujir de dientes cuando uno de aquellos se percató de la picaresca.
En defensa propia la joven argumentó que la señora le había dejado la vez, y que cuando la invitó a pasar aquélla dijo: “Estoy esperando a Alfonso”.
Eso fue todo. Y que luego ella entendió lo que quiso entendender.
Ante tamaño dilema de coger la realidad por los cuernos, o de reconocer como propia una forma de estupidez, el grupo optó por reprender al más débil; por mi parte también le hice la rosca “a Vicente”, si bien en el tono más comedido que pude:
─ Verá, señora en esta oficina regalan televisores en color, y los aquí presentes hemos venido a por uno. Por ello estábamos a la espera desde las primeras horas. Si usted cede su lugar al último los demás corremos el riesgo de quedarnos sin televisor. Y será usted la perjudicada, porque se quedará sin regalo.
Por lo demás no se preocupe: usted ha dado claras muestras de ser una mujer generosa.
Puesta su mirada en la mía, como quien agarra una mano amiga, aquel espíritu puro se despachó en una frase que no destocó mi cabeza porque no llevaba mascota:
─ Generosa ha dicho usted, ¿verdad? Pues entonces hice algo bueno…, que la generosidad es una virtud que no la tiene cualquiera.
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Decía Gómez de la Serna, que a todo sacaba punta, que “los demás nos ven como las máquinas fotográficas: de revés”, lo que no deja de ser una ocurrente greguería.
Y hasta es posible que la mentira y la verdad sean un problema de cristales y espejos, o una simple cuestión de perspectiva, como diría Campoamor.
Personajes de un relato especular todos formamos parte de una pequeña historia que, a su vez, se inserta en un relato aún mayor, cual “matrioshka” rusa; tal vez sólo eso: seres de ficción destinados a vivir un breve sueño; pero en todo caso eslabones que conforman una cadena de favores y ofrecimientos, de debilidades y heroísmos, que trascienden nuestra realidad y que nos hacen partícipes de un único latido.
No ha de faltar la memoria, que alimenta nuestro espíritu, y que es la nube virtual donde se ubican los recuerdos del autómata; la diferencia para quienes soñamos está en que los recuerdos son reelaborados con trozos de fotografías, y con restos deslavazados que aún conservaba nuestro magín. El resultado final será el que nos invite a visitar el pasado, o a huir de él cual amarga pesadilla.
La memoria, alimentada de la ideología, no deja de ser un arma letal si conduce a la obsesión; letal contra nosotros mismos, vulnerables que somos a toda aquella forma de propaganda que refuerce nuestra opinión.
En semejante situación hasta el mejor escribano corre el riesgo de echar un borrón. Un borrón imperdonable que nos aboca al fanatismo (la palabra deriva de la latina “fanum─ fani”, “templo de un dios”), y a la injusticia.
En la otra punta del dilema, la punta afilada de un cuerno amenazador, el peligro de pecar de inocentes, y aplicar la consigna de: “No ver. No oír. No hablar”.
Que tampoco es eso.
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Hay en Toledo una calle que da nombre a una leyenda que allá por el s. XVI se afincó en esta ciudad: según dice “Hombre de Palo” ─ un invento atribuido al ingeniero Giannello della Torre─ transitó por estos lugares de camino al Palacio Arzobispal con la única finalidad de recoger el almuerzo de su dueño, al tiempo que saludaba a los transeúntes que se encontraba a su paso.
Después vendrían otros muchos autómatas, como el de Torres Quevedo que jugaba al ajedrez, y ensayaba el jaque─ mate,
Y así, en el transcurso del tiempo, surgiría el feliz slogan de “¡Pon en tu vida un robot!”.
En la actualidad es posible personalizarlos a nuestra conveniencia, organizar reuniones de empresa, saraos, o viajes en coche, con un simple mensaje de voz:
─ “¡Pedro, limpia el suelo!, ¡Pedro trae el periódico! ¡Pedro, pon un disco de los H.H.!”
Tanto abundan en la ciudad que a menudo tropezamos con ellos, y conviene estar prevenidos para que no nos atropellen personajes de la talla del Doctor Splendiano Accorambini ─ de cabeza disforme, y enormes carrillos de comedor de macarrones ─, capaces de recitar “de corrido” un sinfín de enfermedades, sin ofrecer la solución de un diagnóstico, ni acertar con la receta.
Medio─ seres, como los llamaba D. Ramón Gómez de la Serna, los hay de muy diverso calibre: listeros de “listas negras”; robots sectarios, e individuos inquisidores a los que el alma se les escapó como a una gaseosa el carbónico.
Presentadores del tiempo, y afamados periodistas; personajes de un guignol que presenta “a bombo y platillo” lo estomagante de la noticia; martillos de herejes, y usuarios de Aero─ red en las horas sombrías de una mala digestión; juglares del “Frère Jacques”, ávidos de elogios, y amigos de decir pamplinas.
“Nunca se sabrá hasta qué punto puede influir en los individuos el vivir en la misma calle”, que diría el genial autor de “Don Clorato de Potasa”.
Para quien no la recuerde la obra trata del asesinato de una excéntrica baronesa, que al no considerar que su fortuna fuese tan insignificante como para no despertar la codicia del robo, alienta a sus invitados a cometer su propio crimen.
El resultado del acto supondrá un cambio total en la vida de los protagonistas; y así el Sr. Margarita de Borgoña se hará conductor de tranvías para ponerse a salvo de toda clase de preguntas, habida cuenta de que está prohibido dirigirse al conductor; el Sr. Burgomaestre de Londres se hará pasar por un niño abandonado en una inclusa; y D. Clorato, herido en lo más profundo de su ser, se convertirá en policía para interrogarse a sí mismo.
¿No es ésta la historia que leemos cada mañana en los periódicos: la que afecta a pederastas, a corruptos de oficio, a titulados y eméritos, a usureros de bolsa, y tal y tal..? Una historia surrealista que semeja un sin sentido y ante la que una persona de orden sólo se acierta a gritar: “¡Socorro!”.
Que ya me dirá usted quién es el listo de la clase capaz de enterarse de algo en un mundo donde triunfa la mentira, donde se vive como pollos hacinados en ponederos, donde la TIA y la CIA tejen y destejen los virtuales hilos del poder, donde “quien en conflicto pretende la última palabra de moral convierte al otro en inmoral”, y donde las conductas obscenas ─ la palabra, en su raíz, significa “fuera de escena”─ la determinan oscuros oficiantes bajo cuya protección se encomienda el país, y nuestro espíritu de “creyentes”.
Es de suponer que estos señores no inventaron la dramática historia de Chaplin resignado a meterse en la boca un trozo de cuero para mitigar el hambre; ni las de las Guerra de las Galaxias, ni las de tantas otras…
La culpa la tiene el robot; y nosotros, por habernos acomodado a las mieles del progreso, y la basura; como aquel matrimonio del chiste que nos regaló la pluma del magistral autor de “Mafalda”:
Para que su mujer no descubra que la ha abandonado un hombre escapa del matrimonio sustituyéndose a sí mismo por un robot. El referido individuo cuenta la historia a un amigo, y éste, entusiasmado por la idea, decide sacar un dinero del banco para hacer frente a la compra del robot; es entonces que comprueba que ya se la había gastado su esposa comprando uno, y que desde mucho tiempo atrás él había estado viviendo con una máquina.