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11 de marzo de 2019 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Té con yerbabuena y jazmín

─ “El primer té es suave como la vida, el segundo dulce como el amor, y el tercero amargo como la muerte”

Té con yerbabuena y jazmín
La vida es un viaje colmado de sensaciones en el que nunca faltan encuentros y desencuentros, olvidos, reconciliaciones, y mil obstáculos que vencer.
Un viaje al que nos incorporamos desde el instante mismo de nacer llagados por tres heridas─ “la del amor, / la de la muerte, / la de la vida”─ que proclaman el dulzor y la amargura del camino, como afirma un dicho bereber:

─ “El primer té es suave como la vida, el segundo dulce como el amor, y el tercero amargo como la muerte”.

Que la vida es un viaje lo dice la experiencia personal de cada uno, y lo subrayan las más logradas páginas de la literatura.
Un viaje en el que, en ocasiones, el ingenio y la astucia resultan triunfantes sobre toda clase de escollos; tal el Ulises de Homero, vencedor de troyanos, ninfas, cíclopes, y cantos de Sirena…
Un viaje hacia la luz como el que, en “La Divina Comedia” realiza Dante Alighieri con el apoyo moral de su maestro Virgilio, en pos de un ideal largamente soñado: el amor de Beatrice.
Un viaje hacia las cloacas de las dependencias y la drogadicción, en una sociedad donde la felicidad y el consumo constituyen el único norte; tal el que vive en propias carnes el escritor William Burroughs en “El almuerzo desnudo”.
Un viaje “en busca del tiempo perdido”, como el que recorre Marcel Proust; o un viaje detectivesco que busca reinterpretar todo un mundo repleto de símbolos, como el de nuestro fray Luis de León, o el de Guillermo de Baskerville en “El nombre de la rosa”.
Sabios, héroes, locos, místicos…, pero también personas normales que cumplen unos códigos socio─ morales, que viven su cultura sin ninguna clase de fanatismos, que trabajan honradamente, que se desvelan por su familia, y que procuran una noble educación y un futuro para sus hijos.
Tal sucede con Mohamed Limmigri, emigrante marroquí en la ficción de “El retorno”, libro del que es autor un escritor nacido en Fez Tahar Ben Jelloun, Premio Goncourt de novela en 1987.
De manera intercalada, cual retazos de un tejido que abarca desde lo individual hasta lo colectivo, en el libro se subrayan los hitos más reseñables de la vida de Mohamed “El Emigrante”.
El casamiento con su prima, de tan sólo quince años de edad, sin que medie el amor entre ellos, y atendiendo confiados los consejos de sus progenitores:

─ “Me casé con mi prima (…) Mi madre sabía lo que me convenía. Siempre le estaré agradecido. Hay que confiar en los padres, ellos saben mejor que sus hijos lo que les conviene. No siempre es verdad. Lo sé: los tiempos cambian, pero yo, no”.

Después vendrá la emigración a Yvelines, un pueblecito francés donde trabaja un tío suyo al que Mohamed sueña ir antes incluso de conseguir el tan ansiado pasaporte, documento que, en la época, tan solo estaba al alcance de las familias más acomodadas, o reservado a la cuota de trabajadores que establecía el Gobierno.
Durante cuatro décadas, la vida de Mohamed y de su familia transcurre en un barrio de trabajadores, en un edificio de viviendas de renta limitada donde conviven magrebíes y subsaharianos, y donde, a causa de la pobreza, cada vez son más frecuentes los brotes de racismo, los insultos, y las peleas entre los jóvenes.
Semejante situación la vive nuestro personaje con unas contradicciones que no dejan de ser sintomáticas en un individuo creyente, trabajador, y fanático de la justicia.
La primera vez que Mohamed oye la palabra “moro” usada como un insulto es en boca de un revisor de tren, dirigida a un argelino que ha cometido el delito de no encontrar su billete.
Tamaña actitud le resulta muy desagradable a nuestro hombre, si bien su espíritu crítico no deja de reconocer en él mismo, y en su sociedad de origen, las raíces de este cáncer. De hecho, su tío había traído al pueblo a una senegalesa a la que todos consideraban como esclava por la mera razón de ser negra, y así mismo por su idioma:

─ “En Marruecos llamamos a los negros abid, esclavos, y no nos mezclamos con ellos (…) Yo no tengo nada en contra de los africanos negros, incluso me caen simpáticos, pero no soporto su olor, sí, todos tenemos un olor corporal, pues bien, yo soy alérgico al olor de esas gentes de África, es superior a mis fuerzas, yo no soy racista, además, seguro que ellos tampoco toleran nuestro olor”.

Al abandonar su país alguien dijo a Mohamed que “Lala Fransa”─ La Princesa Francia ─ era “un sueño donde ya no sois vosotros”; y esa frase, adobada por los jazmines de la nostalgia, habría de acudir muchas veces a perturbar sus mejores sueños.
En Marruecos se podía disfrutar al menos del calor de la palabra compartida; en el metro nadie saludaba a nadie; unos distraían su tiempo leyendo, la mayoría callaba.
“El tiempo es oro” solía decir la gente, pero él se orientaba por las cinco oraciones que rigen la vida diaria de todo buen musulmán, mientras se decía para sus adentros que “el tiempo era un invento de la gente con prisas”.
No obstante, a “Lala Francia” le tenían ellos que agradecer muchas cosas, tales como que los médicos les dispensaran un magnífico trato, que las medicinas fueran gratis:

─ “Lo estupendo de este país, (…) es que cuando entras en el hospital te tratan como a los demás, ahí no hay racismo, soy testigo de ello”.

Hasta tal punto le encantaba a Mohamed que sus hijos disfrutaran de una buena educación que, de pequeños, les ayudaba a forrar sus cuadernos, y a instalarlos después en una estantería que él mismo les había hecho…
Él, hombre de pocas palabras, e incapaz de mentir, durante décadas fue un eficiente trabajador, puntual en su trabajo, al que nunca faltaba ni aun estando enfermo; no obstante le habría gustado saber leer y escribir, y que su hija menor no tuviera que ayudarle a rellenar los documentos bancarios, de la Seguridad Social, etc…

─ “Me siento como un borrico, ese animal noble, sigo cada día el mismo camino, repito los mismos gestos, incapaz de desviarme de la rutina por miedo a perderme…”

Los domingos Mohamed se veía en la mezquita con sus amigos, para después compartir charla con ellos en el café de Hassan, donde servían bebidas alcohólicas.
El Corán, que envolvía en un trozo del sudario de su padre, y que le habría gustado leer, encerraba para él todo su mundo, su cultura, y sus raíces; sin embargo, cuando hablaba con los amigos de su peregrinación a La Meca, no ahorraba críticas a los modos con que algunos fanáticos aspiraban al título de “hach”, apartando de su camino, sin contemplaciones, a los pobres peregrinos:

─ “Tendríamos que aprender a ser tolerantes, ¿ves?, tú te estas bebiendo una cerveza y no te lo reprocho, es asunto tuyo. ¡Deja, pues, de criticar a los que tienen el valor de criticarse!”

A Mohamed se le encoge el corazón al recordar las comidas de Marruecos: el olor de las especias; el té con yerbabuena, perfumado de jazmín, y bendecido con una buena porción de azúcar; el amlu, pasta para untar hecha a base de almendras, etc...
Y aunque hombre agradecido, no deja de comprender las posibles consecuencias de aquel choque de culturas en que algunas sociedades se debaten.
En Marruecos los hijos eran el escudo protector en la vejez de sus padres; en Francia, en cambio, la gente moría en la más triste soledad.
Él besaba la mano de sus padres, y les pedía su bendición; sus cinco hijos, en cambio, no mostraban hacia él el más mínimo sentimiento:

─ “Nada circula entre nosotros, hablan entre ellos de sus amigos, de sus proyectos (…) salvo algunas frases de cortesía, entre nosotros no circula nada”.

Tal vez el problema había sido ─ pensaba ─ que los mimó demasiado; o que no tuvieran confianza con él, pues lo normal era que compartieran con la madre sus problemas, y sus esperanzas.
Lo cierto era que le entristecía que los hijos se dirigieran a él en francés; que se burlaran cuando cometía incorrecciones de uso; que no hablasen su idioma, ni sintiesen la menor curiosidad por saber de sus ancestros; que se considerasen turistas en la tierra de sus padres.
Desconfiaba Mohamed de aquellos extraños imanes que solían rodearse de jóvenes delincuentes; de aquellos ricos saudíes que, embutidos en túnicas blancas, se hospedaban en hoteles de lujo, viajaban en vehículos de alta gama, y se pagaban de toda clase de vicios.
Confiaba en los beneficios de una buena educación; y sin embargo aquel día en que se dirigió a su hijo para advertirle de sus amistades, aquél le replicó que precisamente él no era un modelo de vida: que “tú estás ahí y ni se te ve”.
En tan penosa encrucijada Mohamed se preguntaba si constituiría un delito el no ser un hombre agresivo, ni derrochón, ni bebedor.
Decididamente sus hijos pensaban que la independencia se conquistaba trabajando, y por esa misma razón fueron abandonando el instituto, y posteriormente su casa, por distintos motivos: el uno, para trabajar de empleado en unos grandes almacenes; la otra, para casarse con un italiano…

─ “Aquel día, al acabar el azalá, lloré a escondidas”.

Tan sólo en Nabil había encontrado Mohamed la recompensa a tantos esfuerzos.
Nabil, el hijo mongólico de su hermana, figuraba en el libro de familia, como si fuera un hijo más. Su propia madre había renunciado a él para que no quedase en la aldea convertido en un vegetal; y Nabil, incapaz del rencor, dueño de “una risa que borra toda la tristeza del mundo”, se había convertido en un chico “elegante, divertido e inteligente”, capaz de decir “te amo” a aquél que necesitase una expresión de cariño.
Por ello, y cuando a Mohamed le llega la hora de jubilarse, le acuden a la mente extrañas preguntas ─“¿Qué he hecho con mi vida? Trabajar todos los días y, el resto del tiempo, dormir para recuperar fuerzas. Es una vida que tiene el color de mi mono de faena”─ que le invitan a pensar que la jubilación es un pozo de oscuridades que le alejan de la rutina, de esa humilde realidad en la que se siente seguro.
A Mohamed “El Emigrante” el corazón le dicta la conveniencia de volver a la aldea, y de levantar allí un hogar que le cobije, y que sea punto de encuentro de su desperdigada familia.
Y dicho, y hecho; si bien el problema es que su aldea no es la Ítaca añorada; ni Mohamed es Ulises; ni sus hijos son Telémaco, capaces de renunciar a la seguridad de un trabajo por arropar a su padre; ni todos los libros de viaje presentan un final feliz.
Hay héroes que, por parecerlo, necesitan un Potosí; otros, en cambio, tienen su paraíso en la familia y en los amigos, en escuchar cada día el murmullo de una fuente, o en tomar unos sorbitos de una amable taza de té con yerbabuena, perfumada de jazmín.
 

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