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14 de febrero de 2019 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Preludio de Primavera

─ “Entra la luz dorada de Sevilla/ abierto/ el corazón al mundo”

Preludio de Primavera
Como diría D. Antonio Machado estas mañanitas “doradas” son un anticipo cordial de esos “primeros verdores” con que la naturaleza nos regala.
Por calles, plazas, parques, y jardines, los naranjos aligeran su dulce carga frutal para inaugurar un futuro colmado de jazmines.
“Dios está azul”, y esta mañana, por la calle Padre Damián, un arrullo de pichones, o un agitado revuelo de palomas, aligeraba la expresión adusta del personal, ensimismado en los pormenores de una factura, o en recordar la inevitable lista de la compra.
En la Frutería Isabel un grupo de niños del “Colegio San José”, arremolinados en derredor de su profesor Nacho García, tomaba nota del precio de la fruta.
Predicando con el ejemplo, fruteros, maestros, y alumnos, componían al azar un hermoso trazo de ese iluminado manuscrito que es la vida.
En un reverbero de luz las palabras, las imágenes, y los conceptos, se acoplaban unos con otros desvelando diferencias y semejanzas. “Metáforas”, que llaman los exquisitos a esa figura retórica que se basa en identificar palabras y objetos aparentemente muy distantes, en amoroso mestizaje que maridan a los dientes con las “perlas”, a los senos femeninos con “limones”, y a los escolares con una “bandada de palomas (…) anhelantes de saber”.
Mestizaje, y sinestesia ─ “procedimiento que consiste en una transposición de sensaciones, es decir, en la atribución de una sensación a un sentido que no le corresponde”─ que empujan al menos artista a mirar la vida con otros ojos, a “besar con la mirada”, o a identificar un sonido con un color, como el “trino amarillo del canario” de que hablaba García Lorca.
Psicología “metafórica” que sugiere Ernest H. Gombrich, ilustrando su propuesta con un pasaje de la “Teoría del color”, de Goethe.
Psicología de la imagen, soporte acústico y visual de la memoria. Mnemosyne, madre de las nueve Musas.
Psicología de calle, de la experiencia, de los sentidos, de la luz,…
Pan nutricio de nuestro pueblo, tan contrario a recurrir a la cultura del libro, a al “libre examen interior” que preconizan los protestantes; tan amigos que somos de resumir vivencias en un refrán, en un dicho, o en unos versos:

─ “Várgame San Rafaé, / tené l´agüita tan serca/ y no poerla bebé”.

“Cantares.../ Son dejos fatales de la raza mora”, que diría Manuel Machado con toda esa aleve carga de indolencia, senequismo, y sensualidad que da el ver el mundo a través del cristal de una copa de manzanilla.
“Quien dice cantares dice Andalucía”, llegaría a decir el más flamenco de los Machado; y tal afirmación la confirmaría con pelos y señales el estudioso Julián Ribera quien, en “La música de las Cantigas. Estudio sobre su origen y naturaleza”, sostendrá que “la música que ahora tiene como propia todas las regiones de la Península procede de un fondo común, hechura de un sistema artístico y genuinamente español, producto del poderoso e incomparable ingenio andaluz”.
Y son esos cantares la música de cámara de mi infancia, el preludio luminoso de un vergel en primavera; lugar donde confluyen todos los caminos, “la Itálica famosa” de Cervantes y Teodosio, el Patio de los Naranjos de Maimónides, la Santa Hermandad de Monipodio, las marismas de Tartessos, las salinas de Alberti, o la fragua de “El Fillo”, donde se grabara a fuego lento el alma de los gitanos sobre las hablas andaluzas que van de aquí a Ultramar.
Cantares de adolescencia, postales en blanco y negro en cuya melodía se forjó el espíritu de toda una generación de andaluces, viajeros de la ilusión atrapados en la lectura rápida de las ondas de Marconi.
Herencia de nuestros padres llamada a desaparecer en un oscuro trastero, como en el siglo pasado ya apuntara el folclorista D. Francisco Rodríguez Marín:

─ “En esta región de España, como en todas aquellas por donde cruzan los ferrocarriles, se van perdiendo a más andar las supervivencias folklóricas seculares. Vientos de generalización, antiartísticamente niveladores, soplan de todos lados barriendo y aniquilando cuanto, por tradicional, se conserva en la memoria de las gentes”.

Seculares encinas y viejos olivos que esperan dar brotes nuevos, como apunta el flamencólogo Eusebio Cobo:

─ Se ha hablado con harta injusticia de los escritores antiflamenquistas de hace un siglo, desconociendo algo evidente: que el ámbito social en el que se desarrolla el flamenco, y su repercusión, y, desde luego, la sociedad misma, con sus valores y sus creencias, con sus fobias, que eran muchas, guarda nula relación con la sociedad actual. Ni la sociedad es la misma, ni el ambiente del flamenco es el mismo. Resulta, por tanto, un disparate juzgar con ojos de hoy el flamenquismo o el antiflamequismo de ayer.

Gracias a ese mar de la infancia, marinera en las ondas de la radio, nuestro espíritu se alimentó de metáforas y sinestesias, de “suspiros de España”, de barqueritos de Lora, de “pico y barrena”, de bandoleros y migueletes, de morenas de ojos verdes, y hasta de “los harapos piojosos de la delincuencia gitana”, que diría el triste de Alfonso Daniel Rodríguez Castelao, sin que la lengua se le pegase al paladar, y sin que se le secaran las tripas “del cagalar”, según rezan las viejas maldiciones del Tío Caniyitas.
Y gracias a Tesla, o Limière, la primavera entró de nuevo por mi ventana.
Fue la voz de una mujer envuelta en papel de regalo: Rosalía, jardín de flores; el “rosa─ rosae” de mis clases de Latín; el “amor constante más allá de la muerte” de que habla Quevedo; la mujer de la naranja, de Julio Romero, o la imaginería lorquiana de naranjas y limones, de caballos y cuchillos, de Bernardas y Camborios, de toros y de toreros, transformados por el cine en suburbios, en Montescos y Capuletos, en jóvenes tatuados, en individuos varados, en la cruz de un mal sino, en coches, motos, moteros, camiones de basura, etc…

─ “Cuando yo me muera / mira que te encargo
Que con la cinta de tu pelo negro/ me amarren las manos”.
 

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