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17 de diciembre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

¡Se armó el belén..!

“Recordar tu infancia podrás/ al llegar la blanca Navidad”

¡Se armó el belén..!
Se acercan las fechas en que el Cristianismo celebra el nacimiento de un niño que, como todos los niños representa la ternura de la humildad, el sentimiento de belleza que alimenta los sueños, y la palabra liberadora que nos defiende de nuestra condición de “mortal”.
Se acerca la Navidad y la ciudad se engalana con rutilantes estrellas, con abetos luminosos, y con adornos colgantes de las más logradas formas.
Los escaparates compiten en imaginación y colorido pregonando las excelencias de un robot de limpieza, y en los televisores se anuncia el cambio de hora de una cultura ancestral donde la ubre nutricia, la familia, o el calor de la piel, delegan su personalismo en favor de la Banca, el Estado, y las más modernas y asépticas incubadoras:

─ “¿Pensaba Dios, cuando montó el misterio,
que doblando por Belén la historia
seríamos al final mejores que al comienzo?
¿No tuvo sensación de inútil tanto esfuerzo?”

Atendiendo a la consigna de “¡Ponga un belén en su vida!”, se armó el belén en España, en Francia, en Italia, en Bélgica…., y hasta en la Cochinchina.
Al anuncio se sumaron jueces, médicos, taxistas, constructores de misiles, farmacéuticos, hipocondríacos, y hasta comerciantes chinos que se manifestaron al grito de: “¡No hay más cera que la que arde, ni más tela que cortar ..!”

En los aledaños de la catedral la “Asociación de Belenistas” proclama a bombo y platillo la novedad de un “caganet” que, prescindiendo de la tradicional barretina, muestra su orondo trasero, sus gafas de niño pijo, y su melena “a lo escarabajo”.
Cual matrioshka rusa que encierra en su arquitectura una historia multiplicada, el belén es una creación de la cultura popular que esconde en su interior el número mágico, la proporción áurea, y el misterio mismo de la vida.
En delicadas formas de barro este pequeño Arca de la Alianza muestra a quien lo quiera ver los trabajos y los días que transcurrieron desde que nacimos, los que vivimos a diario, y los que aún nos quedan por vivir: todo un espejo de armonías que nos proyecta hacia el infinito en palabras tan sencillas como madre, padre, hijo, hermano…, capaces de sacar a flote las “madres” de una cultura, y su geografía más íntima:

─ “Ya le llevan al recién nacido
mantillas, pañales, faja y fajetín,
porque vienen los fríos de enero
y el Rey de los cielos está pobretín”.

Y el meollo de la cuestión, la semilla de esta ciencia, no es otro que un niñito desnudo que, en su inmensa humildad esconde el misterio de ser nacido de virgen, y sin intervención de varón. ¡Ahí es nada lo del ojo!
En este sentido la cultura que amamanta a los cristianos, y en la que han bebido incluso aquellos que no lo son, se anticipa en siglos a las teorías de John Stuart Mill, Friedrich Engels, Carlos Marx, Sigmund Freud, Henry Ibsen, y demás filósofos y escritores que aunaron sus diatribas contra la sólida fortaleza de una sociedad estructurada a imagen y conveniencia del hombre.
Cultura colonizadora de cuya influencia pocos escapan, incluidas las mujeres; ni siquiera los santones que en el mundo fueron; y mucho menos personalidades de la talla de los Pablo Neruda, Pablo Ruiz Picasso, Diego Rivera, Ernest Klimt, Auguste Rodin, o Rembrant, calificados de “artistas depredadores” por sus propios biógrafos, o por frases como la que Nora ─ la protagonista de “Casa de muñecas”─ se atreve a lanzar a la cara a Helmer, su marido:

─ “Tengo que educarme a mí misma. Tú no sirves para ayudarme. Tengo que hacerlo sola. Por eso te dejo”.

Sostener al Niño en brazos no es peso para hombros débiles, como por propia experiencia conozco, y como también pudo comprobar el bueno de San Cristóbal.
Por ello en todo belén es fundamental la figura de una madre, a quien no sólo la literatura y el arte dedican toda clase de panegíricos, también nuestras voces la nombran y la memoria las sueña ─ a no ser que uno padezca de “afantasía”, esa extraña enfermedad en que la mente es incapaz de almacenar imágenes─, y en situaciones extremas el hijo la santifica con la expresión: “¡Ay, mi madre!”
Hasta el más reticente se santigua al escuchar el “Ave María” de Schubert, un “lied” que nada tiene que ver con una oración religiosa al estilo de Bach, o del Padre Tomás Luis de Victoria; que no es otra cosa que la Tercera canción de Ellen, perteneciente al ciclo de Siete canciones sobre La Dama del Lago, basada en una obra de Walter Scott que dice:

─ “Ave María piadosa/ escucha el ruego de una doncella.
Desde esta roca dura y salvaje/ mi plegaria llegará hasta ti”.

Pero para una mayoría de nosotros se asemeja a la oración que uno le dedicaría a su madre.
¿Entiende ahora aquello de que el belén nos sugiere una “matrioshka”, una forma de alegoría, o una sala de espejos en el que las imágenes se proyectan al infinito?
En este mismo sentido “El doctor Zhivago”, la novela de Boris Pasternak, nos sugiere un belén donde cada figura adquiere su particular simbolismo: el padre, la madre, el hijo, los pastorcillos, y hasta el propio Herodes están presentes allí.
Allí la belleza, y la dureza de un paisaje, que condiciona un determinado modo de ser; allí la conjunción mágica de los astros ─ “Se amaron porque así lo quiso todo cuanto les rodeaba: la tierra a sus pies, el cielo sobre sus cabezas, las nubes y los árboles”─; la presencia de seres de luz que ponen en valor nuestras vidas, como viene a decir Yuri Zhivago:

─ “¿Acaso la vida de cada uno de nosotros, junto con los personajes principales que en ella figuran, requiere también la participación de una fuerza ignota y secreta, de un individuo simbólico que acude en auxilio sin haber sido llamado, y el papel de ese resorte benéfico y oculto, en mi vida, está representado por mi hermano Yevgraf?”

Y allí la figura de María ─ “¡Ah, cuántas muertes en el cuerpo alado / desde el cordón umbilical al hueco!”, que diría Manuel Gahete ─, que viene representada por las tres mujeres que compartieron sus vidas con Zhivago, como expresión del amor, del compromiso con la vida, de la fuerza de la maternidad….

─ “En cada mujer que da a luz se vislumbra el mismo reflejo de soledad, de dejadez, de abandono a las propias fuerzas. El hombre, en ese instante, resulta tan ajeno a lo que acontece como si nunca hubiese participado en ello y todo llegara caído del cielo.
La mujer alumbra por sí sola a su criatura, y juntas se retiran a un segundo plano de la existencia donde todo es más silencioso y donde, sin temor, se puede instalar una cuna. Y sola, con silenciosa humildad, la nutre y la hace crecer”.

Y allí Larisa Guichard (“Lara”) se nos muestra como un espíritu sensible a la belleza que emana de la propia tierra; así, cuando en la casa de Duplianka, ─propiedad de sus protectores los Kológrivov, que la acogen como institutriz─ siente la necesidad de pasear por los alrededores:

─ “Ese aire le era más querido que el padre y la madre, mejor que el hombre amado y más inteligente que los libros. En un solo instante el sentido de la existencia se le revelaba de nuevo. Ella estaba allí─ lo intuía─ para comprender la demente belleza de la tierra y llamar a cada cosa por su nombre y, si las fuerzas no le bastaban, entonces para engendrar, en nombre del amor, la vida, a sucesores que lo hicieran por ella”.

En todo momento Larisa da muestras de su silenciosa generosidad. Es generosa con el deportado Antípov, padre de su marido, a quien envía dinero para ayudarle a sobrevivir; abnegada y generosa con Pasha, su marido; generosa con su madre, con sus hijas, con su hermano Rodión, con los enfermos del hospital de guerra, con la gente que sufre, con las que, al igual que Zhivago, gusta de compartir:

─ “Constataba que sólo la vida que se asemeja a la de los demás, la que se hunde sin dejar rastro entre las otras, era una vida auténtica, que una felicidad aislada no es felicidad…”.

La novela de Pasternak, amén de plasmar toda esa revolución ─ tanto interior, como exterior─ que a todos nos mueve en determinados momentos, plantea también los duros escollos que condicionan el decurso de una vida.
Así la de Pavel Pávlovich Antipov (Pasha), profesor y marido de Lara, que en su juventud fue un idealista militante, y en la guerra, un comisario militar con el nombre de Strélnikov:

─ “Desde niño Strélnikov aspiraba a lo más elevado y luminoso. Consideraba la vida como una enorme palestra en la que, respetando honradamente las reglas, las personas competían por alcanzar la perfección. Cuando resultó que las cosas no eran así, no se le pasó por la cabeza que podía haberse equivocado al simplificar el orden del mundo. Tras mucho tiempo anidando en su corazón lo que consideraba una ofensa, comenzó a acariciar la idea de erigirse algún día en juez entre la vida y los principios oscuros que la deforman, de salir en su defensa y vengarla.
La desilusión lo embruteció. La revolución lo pertrechó de armas”.

Divagaciones que todo un Premio Nobel pone en boca de sus personajes, haciéndonos reflexionar sobre esas figuras indispensables que animan nuestro belén: el intelectual, y el político, entre otros:

─ “Pero apenas se sublevaron las capas bajas y se suprimieron los privilegios de las clases altas, ¡con qué rapidez palidecieron todos, con qué ausencia de pesar se habían separado de sus ideas originales que, evidentemente, ninguno de ellos había tenido nunca!”

─ “En cambio resulta que para los inspiradores de la revolución el tumulto de disturbios y transformaciones constituye su auténtico elemento. Para complacerlos, necesitan algo a escala de globo terráqueo. La construcción de mundos, los períodos de transición, son para ellos un fin en sí mismo. No han aprendido nada más, no saben hacer otra cosa. ¿Y sabe de dónde proviene la inquietud de estos eternos preparativos? De la falta de capacidades definidas, de la ausencia de talento. El hombre nace para vivir, para prepararse para la vida ¡Y la vida misma, el fenómeno de la vida, el don de la vida es algo tremendamente serio!”

“El doctor Zhivago” es una obra magistralmente llevada al cine por David Lean (1965), y cuya proyección en el cine “Zorrilla” brindó unos momentos únicos al público allí presente; así los preciosos escenarios que entonces sólo podían verse en el cine, como el que la familia Zhivago recorre en tren hacia Varíkino, o el paisaje invernal de la estepa rusa; pero sobre todo dejó abierta a la imaginación todo un mundo de belleza, donde brillaba el amor, y la alegría de existir:

─ “Comprobó y anotó una vez más que el arte sirve siempre a la belleza, y que la belleza es la felicidad de poseer una forma; que la forma, a su vez, es la llave orgánica de la existencia, pues todo ser vivo debe poseer una forma para existir, y de ese modo el arte, incluida la tragedia, es el relato de la felicidad de existir”.
 

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