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28 de noviembre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Una nota discordante

Una nota discordante
Cuando a finales de años los veinte el musicólogo alemán Kurt Schindler le pronosticaba corta vida al rico folclore español, no debió caer en la cuenta de que muchas de aquellos romances y viejas canciones tradicionales habrían de reencarnarse en la música culta, tal y como ocurrió con aquélla que dice:

─ “Una mañana de mayo/ cogí mi caballo/ y salí a pasear
Me fui cogiendo la ría/ de Villagarcía, / que es puerto de mar…”

La composición, cuyo estribillo aún recuerdan los que son de mi edad ─ “Yo te daré, te daré, niña hermosa/ Te daré una cosa, una cosa que yo solo sé”─ se enriquece con un añadido popular ─ “¡Café!” ─, que si bien en principio tenía unas connotaciones amorosas, durante la Guerra Civil se habría de convertir en santo y seña de la Falange ─ “¡Camarada Arriba Falange Española!”─ y en el “abracadabra” de una nota discordante que condenaba a morir fusilado en un paredón.
El rítmico soniquete de esta tonadilla debió acompañar a los españoles de la égida ─ ya fueran los republicanos del exilio, ya los presos que habían formado en las filas de la División Azul ─ para desembarcar en los fríos de Rusia, donde llegaría a oídos del compositor Dmitri Shostakóvich.
De la mente creativa del músico tan airosa letrilla había de ser motivo de inspiración para un precioso vals que, por un bien intencionado error del violinista Rostropóvich, todo el mundo conoce con el nombre de “Suite para orquesta de jazz n. 2”, cuando en realidad es una pieza que formó parte de una composición bien distinta ─la “Suite para orquesta de variedades”─, construida con trozos de distintas obras que conforman la banda sonora de “El primer Escalón”.
“Por sus frutos los conoceréis”, dice la célebre frase. Y muchos nos preguntamos por alguien que, sin recibir nada a cambio, alegró nuestras vidas con esta hermosa canción.
Las razones de toda una trayectoria vital son un asunto complicado de conocer, máxime cuando el hombre no es un mero peón de ajedrez carente de voluntad, de sentimientos, y de libre albedrío; y cuando las palabras son tan solo una manera torpe de justificar nuestros comportamientos.
Una buena biografía novelada de Shostakóvich es la que plantea el inglés Julián Barnes en “El ruido del tiempo”, obra en la que toma por referentes sendas biografías: “Shostakóvich: A Life Remembered” (1994), de Elizabeth Wison, y “Testimonio: las memorias de Dmitri Shostakóvich”, obra del periodista Solomon Volkov (1979).
Dmitri nace en San Petersburgo, en 1906; crece en Leningrado, que es el nuevo nombre con el que rebautizan a su ciudad; y fallece en Moscú, en agosto de 1975.
Su madre, Sofía Vasílievna, fue una destacada pianista que además poseía la gracia y la disciplina del baile pero que, por necesidad, fue una mujer de criterios poco flexibles.
Su padre, Dmitri Bolwalávovich, también tocaba el piano y poseía una hermosa voz de tenor; falleció relativamente joven, con tan solo cincuenta años, dejando a su mujer, a sus dos hijas ─María, y Sofía ─, y a un hijo de quince años, “a la luna de Valencia” como vulgarmente se dice, o lo que es lo mismo sin recursos materiales de los que echar mano para sobrevivir.
Por ello ese mismo año, mientras la madre se emplea en dar clases de piano para aliviar la maltrecha economía familiar, Dmitri, que desde los nueve practica el piano con relativo éxito, ingresa en el Conservatorio.
En 1.923 el joven contrae una tuberculosis que le habrá de llevar a la sala de operaciones, y posteriormente al sanatorio de Koreiz (Crimea), donde conocerá a Tania.
Al año siguiente, y gracias a una beca del Estado, podrá continuar sus estudios de música en el Conservatorio.
Por entonces ya trabaja en un cine como pianista de películas de cine mudo. La nota, graciosa, y triste a la vez, que nos muestra el carácter fluctuante de su genio, tuvo lugar durante el acompañamiento de un documental sobre “Aves de marisma”, en el transcurso del cual el piano se lanzaba a imitar el canto de un pájaro, o el rumor de su vuelo, o tal vez los cambios de la naturaleza; y en todo caso sin escuchar la airada protesta de un auditorio que solicitaba airadamente la expulsión del artista de aquella sala.
Con diecinueve años ya el joven compone su primera sinfonía, “Sinfonía n. 1 en fa menor. Opus 10”, un trabajo de graduación que muy pronto será aceptado por músicos de la talla de Toscanini, y Bruno Walter…, pero que tiene como rémora la desaprobación de sus condiscípulos que, arropados en criterios ideológicos, piden su expulsión del Conservatorio.
Por entonces ya ha topado con un fiel admirador de su música, el mariscal Tujachevski, un experto militar al que los periódicos llamaban “el Napoleón rojo”, que amén de tocar el piano, fabrica violines, y manifiesta una personalidad fuerte, sensible y abierta.
Es en ese tiempo, en que vuelve al balneario de Koreiz, cuando Dmitri convive con Tania como marido y mujer, contraviniendo la firme opinión de su madre, que se opone a estos escarceos amorosos.
Tan sólo por unas semanas, pues pasados los días felices el joven volverá a Leningrado, y ella regresará a Moscú, al albur de las circunstancias que llevan al pairo al mejor de los veleros.
El final de aquel precioso cuento es que ella se casa, mientras él le ruega desesperadamente que se divorcie, amenazando incluso con su suicidio; pero todo aquello pasa a un segundo plano cuando la joven queda embarazada de su primer hijo.
En 1929, a sus veintitrés años, Shostakóvich encuentra en su música un nuevo motivo de alegría: ha terminado de componer “La Nariz”, una ópera inspirada en el irónico cuento de Gógol.
Una vez más su música es denunciada por desviacionista, al tiempo de recibir la noticia de que Misha Kvadri, el amigo a quien dedicara su “Primera Sinfonía”, ha sido fusilado.
Y una vez más el joven Dmitri pedirá perdón por sus pecados, y se arrodillará ante los esbirros del Sumo Sacerdote de la Gran Secta, y renegará de sus “desviadas” doctrinas; pero el gran problema es que el Poder no fía ni medio pelo del heterodoxo, aunque éste pida perdón, y confiese estar arrepentido ─ aquello de “Quien nace lechón, muere cochino”─, que no sólo será el penitente, sino también el resto de su familia, quien arrastre el sambenito y el estigma de un apestado, por los siglos de los siglos, amén.
Años después, y con la reiterada desaprobación de su madre, Shostakóvich se casará con Nina Varzar, una joven fotógrafa y deportista que representa la vitalidad, la libertad, y el optimismo que a él mismo parecen faltarle.
Pero su corazón permanece aún prendido al gran amor de su vida, y duda; y el mismo día de la boda no hará su presentación, hasta meses después en que recapacite y determina casarse, para separarse después, y para volver a casarse al término de seis semanas.
Y un 26 de enero de 1936 se estrena la ópera “Lady Macbeth de Mtsensk”, inspirada en la conocida obra dramática del inglés William Shakespeare, y escrita dos años antes.
En el palco de autoridades, oculto a las miradas por una cortina, el camarada Stalin, y sus asesores musicales, Mólotov, Mikoyán y Zhadánov, asisten a la representación.
Al principio del cuarto acto el séquito abandona el palco, dejando en el aire la extraña sensación que deja la presencia de una “troupe” de inquisidores.
La obra triunfa fuera de la Unión Soviética, motivo más que suficiente para que sea tachada de burguesa, y calificada de desviacionista. El periódico “Pravda”, principal órgano del poder, la descalifica burdamente hablando de “Bulla en vez de música”.
Razón de peso para que quien pensaba alabarla adopte muy diferente criterio; para que tan indigno “fistro” y “pecador de las praderas” vuelva a disculparse públicamente; y para que la obra permanezca durante veintiséis años en el más negro de los ostracismos.
Ese mismo año nace Galina, y Shostakóvich retira del repertorio su “Cuarta Sinfonía”, por miedo a incurrir en un nuevo y no pretendido error que perjudique a su hijita.
Y no son vanos sus miedos como habrá de comprobar cuando sea llamado a declarar contra su amigo y protector, el mariscal Tujachevski, acusado de conspirar contra Stalin.
Su interrogador Zahrevski le preguntará sobre las visitas que ha tenido, sobre quiénes estaban presentes en el momento del acto, de qué hablaba con el mariscal, qué escuchó acerca de sus planes de asesinato. En definitiva, lo que se dice una confesión post tridentina, una confesión “bien hecha” y como mandan los cánones.
Y como viera el inquisidor que las respuestas obtenidas eran cuando menos “tibias”, ordenó un receso de cuarenta y ocho horas, para dar tiempo al “entrevistado” de volver con la lección aprendida.
Suerte que, cuando Shostakóvich se presentó a la cita, Zahreski ya no estaba allí: había sido apresado por conspirador. Y como su nombre no figuraba en ninguna lista…
Tres semanas después serían fusilados Tujachevski, y un amigo de ambos: el musicólogo Zhilyayev.
Es por entonces que el músico sufre las terribles pesadillas de que la KGB viene a buscarle de noche; y es por ello que se acuesta vestido, con una pequeña maleta junto a la cama, a pocos metros de donde descansan su esposa y su hijita, para tener tiempo de despedirse; no olvida unas cajetillas de los cigarrillos “Kazbek”, que son los únicos que le ayudan a dominar sus miedos, pues le desespera pensar que su hijita sea internada en un orfanato, portadora del estigma de quien el Poder considera “Enemigo del Pueblo”.
En 1938, año del Gran Terror, nacerá su hijo Maxim. En ese tiempo sufrirán arresto los Koltsov ─ enviado político a España, e íntimo de Rafael Alberti─, Bábel, y Meyerhold, quienes serán ejecutados dos años después.
Durante dos años esperan los condenados a que el Gran Líder decida colocar dos rayitas verticales junto a sus nombres─ lo que significaría la pena de diez años de internamiento en un Gulag─, o una raya tan solo para subrayar su sentencia de muerte.
En tan largo sufrimiento se verán obligados a confesar contra Pasternak, Zahrevski, Volkov, y el propio Shostakóvich; si bien, como se denota en las declaraciones de Meyerhold al fiscal, los torturadores aseguraron que le convertirían “en un pedazo de carne sangrienta y deforme”. Y concluye su declaración el famoso director teatral: “Y firmé lo que quisieron”.
Para Solomon Volkov la Quinta Sinfonía de Shostakóvich “se puede leer como un relato en clave de los años del Gran Terror”. Y algo habrá de verdad en esta crítica cuando la poetisa Ajmátova, opositora de Stalin y gran amiga de Dmitri, deseaba que Shostakóvich le pusiera música a su “Réquiem”.
En 1939 Hitler y Stalin firman una extraña alianza que les hace compañeros de juego, y que les permite deleitarse con el oro de los nibelungos, y con la música de Wagner.
En octubre de 1941, y por cambio de planes, los tanques alemanes se plantan a las mismas puertas de Moscú. Es entonces que los bravos defensores de la ciudad escuchan con entusiasmo las notas de un himno patriótico compuesto por Serguéi Prokófiev.
Pero algo ha tenido que hacer mal el famoso compositor cuando el espíritu voluble del Gran Experto Musical, ve en su música un cierto tono “disonante”; y ello es motivo de que el “Premio Stalin” recaiga en Shostakóvich y su Quinteto para piano, compuesto un año antes. Una obra de cámara de estilo neoclásico, y en la onda de la tradición occidental.
Sin tiempo alguno de paladear el éxito, nuestro hombre verá su foto en la primera página de la Biblia: el periódico “Pravda”.
A finales 1941 Stalin es informado de que Shostakóvich ha concluido su “Séptima Sinfonía”, dedicada al Leningrado sitiado por los nazis.
En avión especial, y por orden del líder, Dmitri sale de Leningrado, con la clara finalidad de poner en valor la cultura rusa ante los aliados de Occidente.
Una de las pocas cosas que al parecer se llevó de su ciudad fue la “Sinfonía de los Salmos” de su amado Stravinski.
Quería que un coro entonara fragmentos de los Salmos de David, capaces de conmover hasta los mismos cimientos de la sensibilidad rusa.
Y tampoco queda suficientemente claro que el primer movimiento de la Séptima retrate los ataques nazis a Leningrado; pues si hemos de creer lo que tan repetidamente el autor insinuó a sus amigos, bien podría referirse a la expansión del aparato represivo estalinista.
Como diría Sigmund Freud, el artista denuncia en su obra las tremendas sinrazones que no son fáciles expresar ante la boca de un fusil.
Como quiera que sea, en marzo del 42 la obra será interpretada en Kibyshev, y posteriormente en Moscú, sin ensayo previo y con la presencia del compositor.
El mundo entero verá en la Séptima una bandera de resistencia contra el nazismo.
En 1943 la familia se traslada a Moscú, donde Dmitri compone su “Octava Sinfonía”.
Pero poco dura la alegría en casa del pobre: en 1948 el Congreso organizado por la Unión de Compositores critica la Sexta de Prokófiev y la Octava Sinfonía de Shostakóvich, porque califican la guerra de conflicto trágico, en lugar de mostrarla como un acontecimiento glorioso.
Pero como en los continuos vaivenes bursátiles que tienen lugar en las sociedades capitalistas, en marzo del 49 Shostakóvich recibe llamada de Stalin para comunicarle que tiene que viajar a América como embajador cultural.
Nuestro hombre se niega, alegando distintos motivos como estar enfermo, carecer de un frac, no estar preparado para contestar a las preguntas que le hagan, o que sus composiciones figuran en una larga lista de obras que no podían interpretarse, según decreto de una Comisión Estatal, etc…
No hay ninguna excusa a la que pueda agarrarse. A los pocos días el mismo Stalin firma la rectificación del decreto, y deja todo arreglado para que Shostakóvich asista al Congreso Cultural y Científico de la Paz Mundial.
A la llegada a Nueva York el músico encuentra una buena acogida por parte de artistas como Arthur Miller, Mailer, etc…; e incluso recibe un pergamino firmado por cuarenta y dos músicos.
Desde su habitación del Waldor Astoria Shostakóvich ve las pancartas que le invitan a que salte hacia la libertad, y escape por la ventana; pero, o no tiene el valor suficiente para volar, o piensa en el capitalismo negrero que ha hecho del dinero su Dios, la causa última, y el principal motor de la “dicha”.
En semejante dilema Shostakóvich se ve obligado a leer un discurso no escrito por él, donde vierte “sus” opiniones sobre la paz y la música; donde acusa a Estados Unidos de construir bases lejos de sus territorios, y de fabricar armas de destrucción masiva; donde ataca a quienes defienden “el arte por el arte”, principalmente a su amado Stravinski, a quien califica de reaccionario y de enemigo del pueblo ruso.
Incluso arropa la idea de proscribir a Stravinski de las salas de concierto soviéticas, lo mismo que otros autores, como Tolstoi, aplaudieron en sus escritos la purga de los detractores políticos en campos de concentración.
A su regreso de Nueva York, y como hicieran en su momento Miguel Hernández, Rafael Alberti, Pablo Neruda, y tantos otros, puso música a las virtudes de su líder en la “La canción de los bosques”, canto que habla de la regeneración de las estepas bajo la mano maestra del gran jardinero Stalin.
No obstante, y en su interior, siempre sintió verdadera admiración por los que se rebelaban contra semejante estado de cosas, y un gran odio hacia aduladores de la talla de los Rolland, Malraux, Sartre, etc…
El 5 de marzo de 1953 fallece Stalin, y ese mismo año sale a la luz la “Décima Sinfonía”, cuyo segundo tiempo, se dice, es toda una caricatura del dictador.
Al año siguiente fallece su esposa, y seis años después se afilia al partido en una de esas veces en las que el músico confiesa que lloró de vergüenza; es por entonces que enferma de poliomelitis.
En 1964 las autoridades de Leningrado someten a juicio a un jovencísimo Joseph Brodsky. Le acusan de “parasitismo perverso”, y en las notas del juicio, divulgadas por una periodista en el extranjero, se advierte la estupidez de los jueces.
En apoyo de Brodsky se levantan las voces del propio Shostakóvich y de la poetisa Ajmátova.
Según Solomon Volkov “en años posteriores a Stalin, los intelectuales comenzaron a admitir que habían sido obligados a colaborar con la KGB”, y una gran ola de publicidad amenaza con arruinar la gloriosa imagen del “Partido” cuando el “Doctor Zhivago” sale a la luz en Occidente, y cuando su autor recibe el “Premio Nobel de Literatura”, sin que nada se pudiera hacer en su contra.
Y en 1966, “Los niños de Arbat”, novela sobre El Gran terror que sería publicada veinte años después.
Ya Solomon Volkov, en su magnífico libro “El coro mágico”, admite que “a principios de los años 70, la comunidad intelectual occidental empezaba a sentirse desilusionada con el experimento comunista”.
En 1989 el Politburó autoriza por fin la publicación de “Archipiélago Gulag”, libro del que su autor había dicho catorce años antes que si se distribuía libremente por la U.R.S.S. “las cosas se pondrán muy feas para la ideología comunista (…) en muy poco tiempo”.
Pero como bien saben los dictadores los libros, las opiniones, y las sociedades, tienen su tiempo de caducidad; un tiempo más que suficiente para que tengan cabida nuevos métodos de castración social, y nuevos errores, como para que gran una montaña quepa en una pequeña lista de olvidos.
Como refleja Barnés, Shostakóvich fue un hombre dominado por su madre, al que le pudo el miedo a gritar contra sus verdugos, algo que es totalmente humano y legítimo.
Probablemente le hubiera gustado tener el valor del poeta Mayakovski, que se suicidó antes que vivir en una sociedad de los horrores; pero como recalca Volkov, “Shostakóvich poseía, sin embargo, una disciplina inigualable y una extraordinaria confianza en su talento creativo, lo que le ayudó a sobrellevar los ataques personales de Stalin en 1.936 y 1.948”.
Pese a todo hay que ver en su música lo que puede un solo hombre. Lo que decía el viejo aquel: “Nunca podremos saber lo que nuestros hombros pueden aguantar si las circunstancias obligan. Que no te pidan llevar sobre ellos un burro, que lo mismo eres capaz…”
 

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