27 de septiembre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Querido Minotauro
─ “Hemos aprendido a volar como los pájaros, a nadar como los peces; pero no hemos aprendido el sencillo arte de vivir como hermanos.” (Martin Luther King)
A menudo, cuando una injusticia nos lleva a gritar, siempre oímos a nuestro alrededor el eterno soniquete que nos anima a callar; que “desde que el mundo es mundo, siempre fue así, que el pez grande se come al chico”, y bla, bla, bla…
Mucho de verdad hay en ello, que ya antes de que nos vendieran la moto de “Pueblo Elegido” por Dios para mangonear al personal (monarquías, aristocracias, y demás ínfulas…), los antiguos mitos y leyendas nos hablaban de unos seres monstruosos, extraños “prodigios” con los que un dios tronante “avisaba” a la Humanidad de sus dos grandes argumentos: el de “autoridad”, y el de “puedo castigar y castigo por la fuerza del garrote”.
Y fueron los celos de un dios anterior al Cristianismo quienes dieron a la publicidad el extraño mito de un ser, mitad hombre y mitad toro, que se alimentaba de carne, y al que cada año los cretenses le habían de ofrecer siete mujeres y siete hombres jóvenes para saciar sus instintos.
Cual “monstruoso” Minotauro, el hombre se habría de encargar de perpetuar el mensaje de los celos, y el del “argumentum ad baculum”, o lo que es lo mismo: “¡Tentetieso y a callar!”.
Eso explica que ande por esos mundos de Dios tanto lechuguino suelto, asustando a niños de pecho, abriéndose la bragueta en público, o insultando a jovencitas ─ “piropos” les llaman ellos─ porque sí.
Nos lo cuenta el sevillano José María Requena en un delicioso cuento que lleva por título “Crimen”.
Cayetano “El Quincallero” se alegraba la vida soliviantando al personal, y pregonando su mercancía: “Braguitas de todas las tonalidades y sostenes para todos los divinos tamaños”.
Pero tan encantadora labia en poco debía estimar la valía de ese monstruo de los celos, pues suscitando recelos entre sus propios congéneres lo único que terminaría consiguiendo es que acabaran con su vida.
Oculta en su billetera alguien encontró una nota explicativa de tan peculiar conducta: “Doctor especialista en casos de impotencia, máxima discreción. Teléfono…”
Y en ese eterno soniquete de que “desde que el mundo es mundo, siempre fue así, que el pez grande se come al chico”, y bla, bla, bla…, estamos todavía.
Los gobiernos aligeran sus Constituciones de polvo y paja, actualizan sus leyes, y se ponen sobresueldos y dietas, pero que si quieres arroz…
Ya en “1984”, George Orwell anticipaba decretos y nuevas formas de vida, tal que “los niños debían ser engendrados por inseminación artificial (…) y educados en instituciones públicas”; pero para mí que ni las programaciones cibernéticas, ni la castración de pertinaces violadores, ni las pulseras anti─ delincuentes, ni los correccionales, ni el aborto a tutiplén, supondrán la solución, si no ponemos pie en pared echando mano de una buena educación familiar, de la justicia sin partidismos, del ejercicio práctico del amor y la empatía, etc…
Hubo un tiempo en que a la mujer se la condenaba a servir de criada, o a la prostitución (“¡Pa´mundo!”, decía irónicamente el pueblo llano…) por carecer de medios con los que hacer frente a la vida.
En su papel de Minotauro, el hombre siempre encontró una salida en el oficio de “chulo”.
Y a estas alturas de vida seguimos con la historia del “pez gordo que se come al chico”, con la mayor capacidad de trabajo del hombre (… los hay orondos y lustrosos que no pegan un palo al agua), de la desigualdad de sueldos a igualdad de méritos, de la dedicación a los hijos, etc…
Recientemente leí en el periódico que del salario de sus concejales “Participa Sevilla” había donado 18. 131 euros para proyectos sociales, culturales y demás. Una magnífica iniciativa, en línea con los pequeños créditos y los estímulos a gente capacitada y emprendedora que se mueven por la vida con el estigma del pez pequeño.
Qué lejos de la ejemplaridad que imaginábamos en aquellos Pablos ─Pablo Neruda, y Pablo Picasso─ a los que Alberto Cortez pintó “con palomas en las manos”. Qué preciosa canción "Eran tres", qué buena voz la de Alberto, y qué inocente mentira versificó en aquel verso que decía: “Pablo de todos (…) y Pablo nuestro”:
─ “Para dibujar a una paloma, primero hay que retorcerle el pescuezo”, decía sin ninguna clase de prejuicios el malagueño que, según ejemplificaba con sus acciones, ni a sí mismo se quería.
Y semejante criterio lo confirma una manera de ser propia de ser un infeliz y egocéntrico que sólo vivió para su ombligo.
Lo cuenta la escritora Victoria Combalía en su libro “Dora Maar”, editado por Circe Ediciones.
Al parecer Pablo se acercó a Dora para captar sus aristocráticas maneras, y poder ser alguien en la más alta sociedad.
Luego, en su afán de aparentar, desvinculó a su inocente discípula de la fotografía para aficionarla a la pintura:
─ “Voy a partirle la cara a este tipo que se encierra en el cuarto oscuro con mi novia”, dicen que discurseaba en sus arrebatos de celos cuando veía a Dora compartiendo el “cuarto oscuro” con el fotógrafo Emmanuel Sougez.
Más tarde, Picasso dejaría tirada aquella “aventura” para echarse en brazos de Françoise Gilot.
Ni siquiera la enfermedad de Dora, que la llevaría a pasar por un fuerte tratamiento psiquiátrico, le haría al malagueño más sensible a los problemas de los demás; incluso la representó en sus cuadros como una histérica, como un perro, con la cabeza adornada de extravagantes sombreritos. ¡Qué grandes detalles de hombría!
Similar a la de Dora fue la visión que del artista sacó su propia nieta, Marina Picasso, como se expresa en el libro “Picasso, mi abuelo”, de Plaza y Janés:
─ “En ningún momento mi familia pudo sustraerse al yugo de este genio que necesitaba sangre para firmar cada una de sus telas”.
En su domicilio de “La Californie”, vedado a su propia familia, la cabra Esmeralda y un viejo bóxer, gozaban de más cariño por parte del pintor que su hijo, sus nietos, su nuera…
─ “Mi abuela Olga (Kokhlova) humillada, mancillada, degradada por tantas traiciones, terminó su vida paralítica sin que mi abuelo fuera una sola vez a su lecho de desamparo y desolación. Sin embargo, ella lo había abandonado todo por él: su país, su carrera, sus sueños, su orgullo”.
Qué lección tan importante le quedó por aprender al monstruo de la pintura. De gratis se la habrían dado personalidades “de derechas”, tan “odiosas” y burguesas como el padre del doctor Marañón quien, en su situación de viudo y sin alardear de nada, supo sacar adelante a sus hijos y ser un ejemplo en sus vidas.
Para Pablo, como para esos otros tiranos que no disfrutaron del regalo de una infancia, todo se resumió en falacias, en argumentos de autoridad, en argumentos de garrote, y en aforismos del tipo del “Magister dixit”:
─ “Aquel dios, que hablaba en sagrado, insultos, desprecios, que decía que limarse las uñas con una lima era ridículo. ¡Haz como yo, ¡límatelas contra la pared! Me ponía roja y enferma de vergüenza”.
Pues otro tanto habría de hacer su camarada de partido Neftalí Reyes Basoalto (“Pablo Neruda”). Tan unidos estuvieron en vida que hasta habían de fallecer el mismo año.
En el capítulo V de su biografía “Confieso que he vivido” refiere el chileno cómo, invitado a una comida en casa del magnate Natalio Botana, a los postres no perdió comba en asaltar a una rubia y alta poetisa, a la que invitó a folgar en el suelo del mirador de una torre.
De celestino García Lorca quien, en su precipitación por hacer un buen papel en la comedia, resbaló escaleras abajo, y hubo de estar cojo por espacio de quince días.
Pues así se las gastaba el plagiario de Tagore, y del poeta cubano Miguel Ángel Macou.
Neruda fue uno de los llamados a hacer la selección de los exiliados que habían de viajar a Chile. A Miguel Hernández ni pajolera cuenta que le echó, tras la crítica que hizo a los Intelectuales por la República, seguida de una sonora bofetada de María Teresa León, por las juergas que se corrían mientras el pueblo moría de hambre y de sed.
Los sobrantes del reparto, y los odiados anarquistas, estarían condenados a sobrevivir en campos de refugiados, en suelo francés.
─ “Sobre mi corazón llueven frías corolas.
¡Oh sentina de escombros, feliz cueva de náufragos!”
Pero con quien peor se comportó el chileno sería con su propia hija, Malva Marina, afectada de hidrocefalia.
Fue la hija que tuvo con la holandesa María Antonieta Hagenaar, y a la que por falta de medios su madre hubo de dejar en manos de una familia que ya soportaba el peso de tres hijos.
Malva Marina murió con tan sólo ocho años en el pueblo holandés de Gouda.
─ “En ti se acumularon las guerras y los vuelos.
De ti alzaron las alas los pájaros del canto.
Todo te lo tragaste como la lejanía.
Como el mar, como el tiempo. ¡TODO EN TI FUE NAUFRAGIO!”