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12 de septiembre de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La canción del molino

La canción del molino
─ “La cítola del molino sigue entonando su canción. Todo en la gran corriente de las cosas es impasible y eterno; y todo, siendo distinto, volverá perdurablemente a renovarse.”

Los grandes dramas humanos, o la nota que hizo pública un padre a través de los medios de comunicación agradeciendo las atenciones mostradas en el hospital con sus hijos, es un claro indicio de hasta qué punto el poder y el dinero son luminosos reflejos del gran río de las apariencias, pero no la vida con todo su poderío, el venero del que beben el amor, la virtud, la naturaleza, la familia…

Antes de que las máquinas nos llevasen a la luna, antes de que los robots nos diesen lecciones de ajedrez, y antes que Lotus pusiese a la venta su primer catálogo de relojería, el gallo era el almuédano encargado de anunciar el triunfo de las primeras luces.

Antes del “hunting fox”, de las pastas de té, y del aristocrático deporte de alancear seres vivos, hubo un tiempo en que el hombre cazaba para comer, y sus escudos heráldicos lucían animales y plantas como símbolos de una manera de ser.

Un tiempo en que a falta de los rudimentos básicos de la alta cocina el hombre del campo majaba los avíos de un reconfortante gazpacho─ pan duro, sal, tomate, aceite, vinagre y ajo─ a la umbría de un regato, en una clara demostración de su adaptación al medio.

Un tiempo en el que se valoraba lo que se tenía: los bienes muebles no eran presa fácil de la moda y corrían su turno de padres a hijos; y los aperos y objetos de uso diario ─ los filos de la guadaña, de la hoz, o del cuchillo─ tras ser debidamente usados, se limpiaban con unas briznas de forraje, y se dejaban disponibles.

Un tiempo en el que se rendían honores a los dioses protectores de la Madre Naturaleza; y la matanza del cerdo, y las romerías, amén de vivificar viejas y arraigadas costumbres, invitaban a compartir, y propiciaban el buen rollo entre generaciones.

Sin contar con la ayuda de gestores, oradores, consejeros, y eficientes políticos, la diosa Minerva se encargaba de gestionar las complejas relaciones entre los fenómenos naturales hasta aglutinarlos en un todo: un conjunto de relaciones entre los seres vivos que bien por simbiosis, amistad, o antagonismo, representan la más perfecta armonía, o el drama de lo que Darwin dio en llamar “la lucha por la vida”.

Un tiempo en que los pueblos no pretendían ser un reflejo de las ciudades, ni sentían la tentación de imitar su arquitectura, ni su modo de vida, ni su endiablada maraña de mentiras y ascensores; en que el pasado se asumía sin ninguna clase de rupturas ni complejos.

En el que a los niños se les bautizaba con nombres familiares, que representaban realidades y conceptos asimilados a un entorno ─ Azucena, Rosa, Jazmín, Flor, Espino, Monte, Valle, Robledo, Victoria, Consuelo, Esperanza…─; no con esa especie de “neolengua” de que hablaba Orwell, ni con “motes” trasplantados de otras lenguas y culturas, que amén de su dulce fonética nada dicen.

Un tiempo en que el ventalle de un álamo temblón simbolizaba para algunos la señal de una traición: la de Judas Iscariote; la savia del viejo roble, la fiel representación del espíritu de Guernica aferrada a sus raíces desde tiempos medievales.

Que hasta para el diseño de espacios ajardinados se debiera de tener en cuenta el aspecto ético, simbólico y utilitario de los árboles y de las plantas, como apunta Julio Caro Baroja en “Ritos y mitos equívocos”: que no todo ha de ser la cuestión estética de adornar nuestros parques con especies exóticas poco adaptadas a un ecosistema que no es el suyo.

Cierto que, en ocasiones, el hombre culto, el sabio varón, y el avezado proyectista, viven encerrados en su mundo, alejados de la naturaleza y de la realidad del común.

No así el escultor Manuel Huguet, quien antes de morir confiaba al Padre Capuchino Josep María de Vera una hermosísima idea:

─ Mi vida ha sido larga y humillada, y por eso me gustaría comparar mi cuerpo con un cedro, que es un árbol que cuanto más le maltratas y más hachazos recibe, más perfume exhala y más olor desprende.

Que es interesante saber que hubo un tiempo en que los colegios lucían graciosas cerámicas que llamaban a la sensibilidad de los niños, a respetar a las plantas y a los animales, y a no convertir la naturaleza en un parque temático de especies en peligro.

Un tiempo en el que los jóvenes bachilleres nos sabíamos de corrido los principales accidentes geográficos, el curso de los ríos, y el nombre de sus afluentes ─ “el Guadiato nace en Fuenteobejuna, pasa por Peñarroya, y desemboca en el Guadalquivir por Posadas”, decía mi libreta de apuntes─; y como cosa flaca es la memoria hasta se inventó la “rabona” para faltar a clase, para hacer una inmersión en los conceptos aprendidos, para gozar de la experiencia del paisaje, o para bañarnos “en pelotas”.

Un tiempo en que los anuncios de carretera se limitaban a un toro, o a una botella de “Tío Pepe”, con un mensaje concreto: el de iniciar a los abstemios en el rito social de la bebida. Algo menos complicado que interpretar la joroba de un mástil de acero instalado en una rotonda─ “El Jugador”─ con un mensaje por descifrar que, lejos de toda experiencia sensible bien podría aludir a la “Contaminación Visual”, al “Triunfo del Vacío”; o “Lo que espera su turno para desaparecer sin pena ni gloria”.

Mucho ha cambiado la vida, el carácter de las personas, y las sensibilidades artísticas.

Para los “futuristas” un coche de carreras era una forma de arte de una belleza superior a la Victoria de Samotracia; por ello a las esculturas las encierran con llaves en el interior de los museos; y el coche, el móvil, y el televisor se han convertido de la noche a la mañana en símbolos de poder; en el Norte más al Norte de nuestras vidas.

Progreso cibernético que lo mismo sirve para pintar un cuadro de arte abstracto que para diseñar una estrategia de poder; tan es así que en algunos locales ya no se admite la presencia de niños por lo latosos que son, se les niega su presencia hasta que adquieran el derecho al voto; preferible es un robot elegantemente cromado, polivalente y servil, que pueda ejercer a un tiempo de camarero y de repartidor de butano, de profesor de Universidad y de pinche de cocina. Y sin necesidad de pluses, ni contratos de trabajo.

La fuerza imparable del chip, capaz de adaptarse a lo que venga.

Hoy pocos nos amoldaríamos a vivir en un cortijo, con una mullida lana de borrego haciendo las veces de colchón, en la más creativa soledad, y sin coche en la puerta, o sin un teléfono móvil que llevarnos a un oído.

Que no es tiempo de Quijotes ni Robinsones Crusoe, historias antiguas donde la haya; y menos aún de hidalgos de los de “papar aire”, de los que preferirían el brillo de la causa al color del dinero, como aquel personaje de “El Lazarillo de Tormes”:

─ “¡Oh, si supieses mozo qué pieza es ésta! No hay marco de oro en el mundo porque yo la diese.”

Hoy en día se admite que el medio más eficaz de evitar incendios en el monte es el pastoreo, que existe una arquitectura popular asimilada a las características del terreno y a la meteorología, y soluciones sostenibles en consonancia con la realidad que vivimos.

Que las tradiciones tienen sus ventajas de las que es necesario aprender, aunque no todo el monte sea orégano; que vivimos en un mundo en continuo cambio donde proliferan las catástrofes naturales imposibles de evitar por más meteorólogos que haya: rayos, truenos, tsunamis…, o plagas de langostas y saltamontes de que las que hablaba la Biblia, el pacense Felipe Trigo, o el francés Alphonse Daudet en el capítulo dedicado a tan voraces insectos de “Cartas desde mi molino”, de cuyos efectos se defendían los agricultores “haciendo sonar con palos, bieldos, mayales, todos los utensilios de metal que encontraban a mano, calderos de cobre, cubetas, cacerolas”…

Cierto es que las mayores plagas las dicta el televisor con sus cuentos y mentiras, que nos importan un pimiento, y que actuamos según el refrán─ “Como cada cual va a su avío, yo voy al mío”─; pero en el “reino del número” que es la democracia, lo convenible sería consensuar intereses, establecer criterios en beneficio del común, y no tener que mirar hacia atrás, convertidos en estatua de sal como Edith.

Pero si hay razones objetivas que muestren que el uso indiscriminado de antibióticos y de pesticidas no conducen a nada, o que los abusos contaminantes de determinadas industrias propician el desarrollo de enfermedades como el saturnismo, la asbestosis, el cáncer,… no hay razón que justifique una mala política ambiental; ni números, ni letras, ni tan siquiera la tan consabida frase de “Más cornadas da el hambre”.

Ante cualquier circunstancia la vida debe primar, y la necesidad de buscar soluciones a los problemas que se plantean.

Que en una sociedad deficitaria como la nuestra la contención del gasto público esté mal vista, y que el despilfarro se haya convertido en un seguro de voto, es cuestión que también afecta a la ecología, digo yo.

Que haya montañas de oro para Alí Babá, para los hermanísimos, y para los vende vidas por entregas, y que haya ni una palabra de apoyo para investigadores de la talla de la colombiana Nubia Muñoz, es un auténtico sin sentido.

Que la graciosa expresión “que no nos falte de na” sea el lema de nuestras vidas es la cinta de salida del “¡Atrápalo como puedas!”; la mejor manera de convertir nuestra casa en un bazar, con todo lo que conlleva depender de bagatelas, o del apetito insaciable de tanto lobo camelista.

Ecología que todo lo engloba y todo lo discute; que busca soluciones sostenibles adecuadas a las necesidades, al entorno, y a la relación del individuo con los demás.

Ecología que abarca desde los planteamientos políticos de un grupo a la naturaleza salvaje de una tribu de Brasil; desde los cultivos transgénicos a la agricultura reglada; desde el uso de pesticidas al de los remedios naturales; desde la obsolescencia al reciclaje; desde los localismos a la globalización, etc…

Ecología deriva del griego “oikos”, casa, y de “logía”, tratado. Me perdonarán pues si me tomé la licencia de hablar como quien anda en zapatillas por casa.

Un heterogéneo grupo de personas, que ni hace ostentación de una oratoria ilustrada, ni luce fanatismo de vena gruesa, me animó a pensar así, tal que a la buena de Dios.

Individuos transigentes, moderados, amigos de compartir, que se enfadan como niños cuando el insufrible ruido de unos motores, o la polvareda de unos quads, hace imposible el disfrute de los Pinares de Oromana.

En su compañía me fue fácil advertir que entre amigos no debe haber nunca un mal gesto, ni rumores de salsa rosa, ni estúpidas suspicacias; que la buena relación es posible por encima del cómo y del por qué; que entre gente educada y sensible es más fácil plantar un árbol, distinguir el canto de un pajarillo, o escuchar “la voz eterna, incomprendida de las cosas” que diría Azorín.

Y como el ojo del amo engorda al caballo, y hay quienes dedican su tiempo a lavar el coche y a acariciar la carrocería, así esta gente se emplea en la promoción y defensa de su río: el Guadaíra, con sus ciento y pico de kilómetros de suave recorrido.

Que desde su nacimiento, allá por tierras de Cádiz, pasada la Sierra de Morón, hasta su desembocadura por Gelves, nada ha de pasar desapercibido para este grupo de personas: ni el castillo de Cote, ni el de Alcalá, ni el de Marchenilla, allá por la Banda Mozárabe; ni el Palacio, ni los dólmenes del poblado de Gandul; ni los vertidos de alpechín, que bajan provenientes de Morón de la Frontera, Arahal, o Mairena del Alcor; ni los problemas de contaminación creados por las cementeras; ni las canteras de albero; ni el estado de conservación de los molinos mudéjares; ni el trazado de cordeles, veredas y caminos reales; ni las mil y una historias de Washington Irving, de Jorge Bonsor, o de aquellos molineros que contribuyeron a dar prestigio al pan de “Alcalá de los Panaderos”.

Conocimiento del Medio, sin necesidad de aula ni apuntes. Educación ambiental en vivo, sin trampa y cartón. Ni iluminados, ni pasotas, ni quienes se sientan a la puerta a ver pasar a su enemigo: gente que confía en la capacidad de los demás, y que reclama de los poderes fácticos soluciones técnicas, pedagógicas y políticas. Si puede ser…

Y al pan, pan… Como cuando se plantan cada año ante el Parlamento de Andalucía, tras llegar andando desde Alcalá, para plantear sus reivindicaciones, y cantarle sus coplas al lucero del alba.

Deliciosos paseos campestres en la grata compañía de Joaquín, de Prudencio, de Antonio Gavira,… del animoso espíritu de tantos jóvenes y mayores que conforman la Asociación “Alwadi─ ira”, y que alegran los caminos en fértil conversación; que como diría Azorín en un delicioso libro:

─ Hay en los pueblos hombres y mujeres vulgares, anodinos, insignificantes, que os han encantado con su afabilidad, con sus palabras sencillas, y cuya desaparición os causa tanto pesar como la de un héroe o la de un gran artista.



Así lo viví, y así lo escribo, con mis mejores deseos para la admirable labor de este grupo de amigos.

¡Salud y alegría para seguir siendo siempre como sois!
 

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