14 de marzo de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¡Viajeros al tren..!
─ “Esos rostros, esas siluetas, espumas de siglos, me traspasaron el ánimo y los recordaré mientras viva”
Hasta la llegada del ferrocarril viajar era incómodo, y un lujo al alcance de pocos.
En el “Manual del viajero en Cádiz”, de Adolfo de Castro, se puede ver cómo a mediados del s. XIX los medios de transportes terrestres se limitaban a carros, mulas, caballos, calesas, y diligencias que “de esta ciudad parten para San Fernando, Chiclana, y otros puntos”.
Y un siglo después, ya en el año 1922, los hurdanos llamaban al burro “la jacienda”, según cuenta el doctor Marañón en un manuscrito que lleva por título “Viaje a Las Hurdes”; e incluso en el reportaje fotográfico llevado a cabo por el camarógrafo de Alfonso XIII se deja ver el papel que jugó la caballería en esta expedición “sanitaria” a la Extremadura profunda.
Hasta mediados del siglo XIX no se construirán en España las primeras líneas de ferrocarril; y ello gracias al interés de importantes accionistas y empresas privadas, tales como la Compañía de Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y Alicante, la Compañía de los Caminos de Hierro del Norte de España, o la Compañía de los Ferrocarriles Andaluces.
Así al menos lo confirma el acuerdo firmado “entre la Compañía de los Ferrocarriles de Madrid a Zaragoza y a Alicante, representada por su Director el Sr. D. Nathan Süss, y la Sociedad Minera y Metalúrgica de Peñarroya, representada por su Director D. Pablo Gal”, que afectaba al “emplazamiento de la Estación cabeza de línea”, y que incluía sendos planos, plasmados a mano, “del terreno a arrendar a la Sociedad Minera y Metalúrgica de Peñarroya, así como la Estación de Fuente del Arco”. El referido documento, y las fotografías que ilustran este artículo, me los allegó mi paisano Manuel Montes Mira, y pertenecen a su archivo personal.
No es de extrañar pues que la cuestión del ferrocarril, y su inestimable aportación al tejido económico y social del país tenga tan grandes defensores; como es el caso del madrileño Antonio Manuel Sanz, ingeniero, hijo de peñarriblense, y toda una autoridad en el tema.
Ventajas, e inconvenientes, son también sacados a colación por periodistas, escritores y pintores de la época.
Digna de reseñar en esa lista es la labor de Eusebio Blasco, con su “Impresiones de viaje”; de Ramón de Mesoneros Romanos, con “Recuerdos de viaje”; de Eduardo Zamacois, con “El misterio del hombre pequeñito”; de José Martínez Ruiz, con “Castilla”; y de los Cigés Aparicio, Pío Baroja, Felipe Trigo, y tantos otros que constituyen un claro ejemplo de amor al ferrocarril; entre los cuales también habría que incluir a Leopoldo Alas, autor de preciosos cuentos como “¡Adiós, Cordera!”, y “En el tren”; y poetas de la talla de Ramón de Campoamor, autor del conocidísimo poema “El tren expreso”, y el sevillano Antonio Machado:
─ Tras la turbia ventanilla, / pasa la devanadera/ del campo de primavera.
La luz en el techo brilla/ de mi vagón de tercera.
En su novela “En la carrera” el médico extremeño Felipe Trigo además de hablarnos del tipo de vida del joven estudiante Esteban Sicilia, y de su primer viaje en tren a Madrid para estudiar Medicina, nos refiere unas costumbres que eran propias de aquel tiempo, como la que fuese habitual entre los hombres de frecuentar el Casino, la Fonda, o el Café, donde todos los domingos “se congregaba para hablar de toros, de sementeras y de política; jugar al dominó o echar un rato a carambolas”; “en cambio, la mujer, que vive recluida y en perpetua inquietud de ensueño, prefiere caminar, sentir el aletazo de las cosas que violentamente llegan y huyen, y se va a la estación. Como en todos los pueblos, (…) durante los meses invernales y de estío, y aun en los comienzos del otoño, el andén era el Casino de las mujeres”.
En aquel año de gracia de 1909 el autor de “Jarrapellejos” no entraba en consideraciones de lo que actualmente es considerado como “políticamente incorrecto”; simplemente se limitaba a documentar una realidad que afectaba a las mujeres solteras, y que se resumía en la expresión “errar el tren”, o “la dejó el tren”, que sabido es que los trenes no esperan, ni siquiera a los más guapos, ni tampoco a quien “está como un tren”:
─ Abajo, en la planicie, vibraba de regocijo el minúsculo andén: las mozas conversaban en alta voz, formaban corros bullangueros o se paseaban. Un gran zumbido de colmena llenaba la estación. ¿Por qué tanta alegría? Había en este regocijo inclasificable una emoción de ensueño, un nervioso deseo de romancescas sorpresas, hiladas, bordadas, durante horas interminables de soledad. El tren que esperaban impacientes, como a un Rey Mago, jamás faltó a la cita. Un silbido lanzado tras un boscaje de castaños lo anunciaba, y de súbito aparecía negro, fragoroso y humeante. Pasaba la máquina jadeando, chorreando agua hirviendo; rechinaban sus frenos y, cual por ensalmo, deteníase el convoy. Las ventanillas de los vagones se llenaban de caras curiosas; algunos viajeros requebraban á las vírgenes lugareñas que les miraban sonriendo, a la vez, alegres y tristes, sin saber por qué.
En lo concerniente a los avances que trajo el ferrocarril también los había reticentes, como ese colaborador de “D. Quijote” ─ periódico editado en 1923, en Pueblonuevo del Terrible─, que en la columna que lleva por título “Porque nos da la gana” destaca que “desde Cercadilla a Belmez, y en un canasto desvencijado con vistas a ferrocarril”, el tren en el que viajaba, necesitó seis horas para llegar a Belmez después de inutilizarse en el camino tres locomotoras.
Pero para disfrutar de un tranquilo viaje en tren, reviviendo en mil detalles la historia de nuestros abuelos, lo ideal sería que leyéramos las “Memorias de un vagón de ferrocarril” (1921), libro debido a la pluma del hispano─ cubano Eduardo Zamacois.
Es éste un relato en primera persona de un vagón de primera clase que, procedente de “los famosos talleres de Saint ─ Denis, nos abre su alma de hierro, y nobles maderas…
“El Cabal”, que así se llama el vagón, entrará a formar parte del tren expreso Madrid─ Hendaya, y posteriormente de otras líneas que ese tiempo recorrían la piel de toro:
─Conozco bien las principales regiones españolas, he observado todas las cordilleras, desde la Cantábrica a la Mariánica, y bajo mis ruedas han pasado todos su ríos, desde el Bidasoa al Guadalquivir.
Como vagón de primera clase que es “El Cabal” se extiende en consideraciones que subrayan el parecido del tren con la sociedad humana. Algunas de ellas, de tipo sociológico:
─Un tren es una imitación de la sociedad: la locomotora simboliza el Poder Público: las “terceras” son el pueblo; “las segundas”, la clase media; nosotros, la nobleza…
Otras son apreciaciones “poéticas”, como cuando habla del vagón destinado a llevar el correo:
─ Allí van los periódicos, difundidores de la actualidad, y las cartas, con sus palpitaciones de amor o de ambición, que el tren irá luego dejando en las estaciones del tránsito cual si repartiendo fuese apretones de manos”.
Otras son reflexiones de tipo técnico, como cuando se dice que “la máquina, es el alma del convoy, su voluntad embestidora, su verbo”.
Otras, simples curiosidades, como la de que hubo un tiempo en el que “las compañías ferroviarias imponían a su locomotoras nombres de ciudades o de ríos”, para pasar a llamarlas después con un nombre más acorde a los nuevos tiempos: un número; pero que quienes conocían a fondo la particular psicología de la máquina, acabarían humanizando con muy distintos apodos: La Recelosa, La Fanfarrona, La Tirones, La Caliente, La Impetuosa, etc…
Y en otro apartado se alude al peculiar lenguaje de signos que usaban las locomotoras: “dos silbidos cortos, apretar los frenos; pitido breve, aflojarlos; muchos cortos, peligro inminente; tres prolongados, que tomará la vía de la derecha: un solo silbido, la zurda…”
Y así, al rugiente ritmo de la máquina, nuestro vagón de primera nos va descubriendo el arte, la historia, las costumbres y el paisaje que dan su impronta al país:
─ Dejamos atrás la Tierra de Campos, que bien pudiera llamarse “el granero de España” (…) Paredes de Nava. Donde nació Alonso de Berruguete, (…) y Sahagún, la romana, en que reposan los muy removidos huesos de Alfonso VI. El convoy llega a León, que más que con su catedral, modelo de arquitectura gótica, se enorgullece de haber visto naceral guardador de Tarifa, don Alfonso Pérez de Guzmán”.
Y hasta se lanzará a bosquejar la singular psicología de sus individuos:
─ El regocijo del andaluz es epidérmico; el andaluz se ríe por la piel; ríe por elegancia, por altruismo, porque sabe que el dolor es desagradable; pero su carne, toda su carne sensual es trágica. No incurramos en la vulgaridad, harto extendida, de confundir la alegría con la gracia.
Todas las demás cuestiones que afectan el interés del lector quedarán esbozadas mediante esa figura literaria que consiste en atribuir cualidades humanas a un objeto que no las tiene; gracias a tan original recurso será un vagón quien nos ilustre acerca de las viejas estaciones de pueblo; de sus cantinas; de la multitud de viajeros que hasta allí acuden ─bandidos, frailes, toreros, amantes, salteadores, galanes, tipos raros, interventores…─; de sucesos cómicos y amorosos; del asesinato de un hombre a manos de su amante; de historias folletinescas como aquella de Emma Sensori que, tras acabar con la vida de su esposo y de la amante, se tira del tren en marcha; de personalidades concretas como los escultores Julio Antonio, y Pedro Juan, o el escritor Leonardo Ruiz─ Fortún; de sucesos catastróficos, como el choque de Chinchilla ─entre el correo de Valencia y un mixto de Cartagena─, o el descarrilamiento del tren Vallecas─ Vicálvaro.
En definitivas cuentas: un vagón de primera clase al que espera un final feliz, y que acabará sus días convertido en hogar, o en caseta; o tal vez en tibio rescoldo, de ése que calienta el cuerpo, alimenta el alma, y da alas a los recuerdos:
─ “Esos rostros, esas siluetas, espumas de siglos, me traspasaron el ánimo y los recordaré mientras viva”.