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2 de enero de 2018 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Libre te quiero

Son fechas muy íntimas en las que apetece estar entre amigos, y disfrutar del calor del hogar, y de la comunión en familia, a ser posible

Libre te quiero
Por fin llegó la Navidad, tiempo que en la cronología cristiana se extiende desde los días anteriores al nacimiento de Cristo hasta la celebración de la fiesta de los Reyes Magos.
Son fechas muy íntimas en las que apetece estar entre amigos, y disfrutar del calor del hogar, y de la comunión en familia, a ser posible.
La experiencia nos muestra que los hechos de mayor trascendencia en nuestra historia personal son pequeñas historias de amor que a fuerza de alimentar la llama de los buenos momentos vividos se nos hicieron incombustibles.
Son caras, paisajes, apariencias y motivos que a fuerza de participar de la caricia de un dulce sueño entraron a formar parte de nuestra cotidianidad.
Y en tan vasto panel de retratos, la familia, los amigos, los compañeros de juego, nuestros vecinos, el conocido del bar, los compañeros de trabajo, los viejos condiscípulos, y aquel otro desconocido que vaya usted a saber por qué extraña razón nos miró con buenos ojos…
Ángeles que en fugaz vuelo llegaron a nuestras vidas, y a quienes se haría necesario dedicar una oración cada día, y devolver tanta utopía como ellos nos regalan.
Luminosos reflejos de un dios─ niño, que “se hizo carne y habitó entre nosotros”, cuya legendaria inocencia cantara el poeta de Moguer:

─Qué tiempo el tiempo! ¿Se fue con el niño Dios huyendo?
¡Y quién pudiera ser siempre lo que fue con lo primero!
¡Quién pudiera no caer, no, no, no caer de viejo;
ser de nuevo el alba pura, vivir con el tiempo entero,..!

Inocentes somos todos, como tiernos “plateros”, mientras no se demuestre lo contrario. Como dirían en "la mili", "el valor se le supone".
Inocente es el que espera y desespera en las filas del paro; inocente quien sufre los zarpazos de una guerra; inocente quien murió por olvido en los pasillos de un hospital; inocente la víctima de esa “Fiera Corrupia” que tan a menudo alimenta la voracidad de la “Sección de Sucesos”; inocentes los niños con los que se ensaña el rey Herodes de esa Babilonia criminal que se toma a guasa el día de “Los Inocentes”.
¡Qué teatro del absurdo, qué Gran Inquisición, hacer del martirio una fiesta!
“Pesce d´aprile”, “poisson d´avril”, que traducido a otras lenguas consiste en cebar la caña de pescar, en señalar con el dedo a quien no piensa ni es como tú, a quien no sabe porque no le enseñaron, al que no se puede defender porque es débil, al “tonto del pueblo”…
¿“Historia Natural de la Maldad Humana”, o “Historia General de las Virtudes”?
Historias de amor tan sólo; historias de abnegación de ahora y de siempre, como la que nos regala la surcoreana Sun Ni ─ Mwang en “La gallina que soñaba con volar”, libro publicado en el año 2014 por la editorial Nube de Tinta.
La obra es una preciosa alegoría acerca de la vida, en que el principal protagonista es una gallina ponedora que, sobreponiéndose a su triste situación, abriga el sueño de ser madre.
Tras ser condenada al “Agujero de la Muerte” por el dueño de la granja, el ave consigue sobrevivir gracias al estímulo de un precioso ánade real, sobreponiéndose a su extrema debilidad y haciendo frente al ataque de la comadreja.
Y por un extraño avatar del destino la deleznable gallina conseguirá pese a todo realizar su sueño de ser madre, una utopía grabada a fuego en el nombre que ella misma se impuso:

─ “Brote era el mejor nombre del mundo. Un brote se convertía en hoja y abrazaba el viento y el sol antes de caer, descomponerse y transformarse en mantillo para dar vida a fragantes flores. Brote quería hacer algo con su vida (…), por eso se había puesto ese nombre”.

En lo más fragoso de un desolado territorio Brote encontrará la razón de vivir: un huevo abandonado al que, con la ayuda de su buen amigo “Rezagado”, incubará noche y día hasta el feliz nacimiento de un precioso y colorido ánade real.
La historia se resume en el rol desprendido y generoso que implica el ser padre, y en el extraordinario reto y en la gran magnanimidad que significa el hecho de ser madre: una vida de sacrificios en permanente alerta contra toda clase de peligros; una cuidadosa atención hacia el querido “Bebé”; un procurar lo mejor para la cría, incluida la libertad de abandonar el nido familiar cuando sea llegado el momento.
El final del apólogo es el de una historia de amor y de leyenda: el de la madre pelícano de que se hirió a sí misma en el pecho, para procurar comida a sus extenuados polluelos.
¿Martirio chino, o “testimonio” de vida?
Hay madres tan abnegadas que incluso se dejan atrapar por la feroz comadreja─ que a la postre también ejerce el papel de madre─ para servir de alimento a sus crías que, de otro modo, no tendrían qué llevarse a la boca.
Como esa otra historia de Cristo, el “hippie” que hizo el milagro de dar de comer al hambriento; el que hizo frente a la escandalosa conducta de esos “sepulcros blanqueados”, que llamamos “fariseos”; el que resucitó a los muertos, devolvió la vista a los ciegos, y consintió en ofrecerse como víctima propiciatoria para la salvación del común.
Qué preciosa alegoría que supera en bondad y heroísmo a esas otras que escribiera el griego Sófocles, y que nos interpretara Freud, que dieron nombre a dos extraordinarios complejos─ el de Edipo, y el de Electra─ que son flores muy comunes en el subconsciente colectivo.
Qué esperanzada sabiduría la de llamar a las cosas por su nombre. Ni expresión “herida”, ni expresión “hiriente”, sino palabra de luz, promesa de vida, proyecto asumido en el tiempo, y en lo más íntimo de nuestro ser:

─ “Si abrí los labios para ver el rostro
puro y terrible de mi patria,
si abrí los ojos para desgarrármelos,
me queda la palabra”.

En las fechas que corren el Diccionario de la Lengua tiene la extraña virtud de recoger una gran cantidad de anglicismos, de siglas, y de otras tantas manipulaciones con las que el “ortodoxo” de turno se esmera en vendernos la moto a los de siempre: los “tontos” del pueblo.
Y por alambicadas estrategias comerciales a los confiados creyentes se nos niega con mil ardides “el pan y la palabra”, como diría en sus versos Blas de Otero.
Se bendice la mierda y la nada con sofisticados nombres que se nos muestran en los escaparates, o en las estanterías de los supermercados, sin ofrecernos ni tan siquiera la posibilidad de decir que aquello es solo una mentira, un robo descarado, una broma inmoral, o un simple aditamento de la incompetencia y de la necedad de unos malos comerciantes.
Y si como dice Luther King “nuestras vidas empiezan a acabarse el día que guardamos silencio sobre las cosas que realmente importan”, qué calidad de vida nos espera aplaudiendo semejantes inventos.
Quien se preste a llamar a las cosas por su nombre─ “Fray Gerundio” al zote y engaña bobos; y “Herodes” a quien sacrifica a niños sanos cual si fuesen pollos de granja─ se haría merecedor, cuando menos, al título de Doctor en Lenguas Clásicas con Sobresaliente “Cum Laude”.
¡Libre te quiero, palabra! Libre sin silencios cómplices. Libre para expresar con tu arte y con tu ciencia las necesidades y los afectos del hombre, la alegría y el sufrimiento, la razón y la incongruencia: las distintas estaciones por las que a lo largo de una vida los individuos transitamos portando sobre los hombros nuestro ángel de la guarda, nuestra brillante estrella, nuestro particular demonio, y nuestra cruz.
 

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