16 de diciembre de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Lápices de colores
A María José Guillén. “In memoriam”.
Como escribe Claudio Magris en su libro “Utopía y desencanto” vivimos en un mundo en continua evolución, y de límites imprecisos, en el que “no sólo existen las fronteras entre los estados y las naciones”, también las que trazan las leyes, la religión, y la moral de cada uno.
Y es con ánimo de recrear esa identidad que nos define como un “alguien” especial y distinto a todos, que a menudo los individuos trazamos “rayas”, escribimos puntos suspensivos, y nos damos a la tarea de resolver todo un cúmulo de dilemas, hasta dar en la comprobación de que un suceso casual, o una inesperada arruga en la frente, dan al traste con una placentera sensación de equilibrio y seguridad.
Vista desde tal perspectiva la escritura misma es un viaje en la que la propia experiencia nos anima a borrar fronteras inexistentes, a trazar otras nuevas, o a explorar nuevos paisajes que, sin saberlo, formaban parte ya de nuestra manera de ser.
─ “Pero la frontera es un ídolo cuando se usa como barrera para rechazar al otro. La obsesión por la propia identidad, que cuanto más persigue una propia, imposible y regresiva pureza más se rodea de fronteras, conduce a la violencia, de la que la atroz y obtusa guerra de la ex Yugoslavia es un ejemplo extremo, pero no único en Europa”.
En busca de sus orígenes los salmones regresan al agua dulce para poder desovar, y para poner punto y final a un ciclo que les lleva a dar en la mar, “que es el morir”.
Pero la presencia de continuas cortas, embalses, y diques, nos habitua a los seres vivos a desviarnos de nuestros ciclos vitales, a cambiar de modo de vida, a sufrir nuevos miedos, y a echar mano de una competitividad que convierte al más débil en un serio peligro contra el “enemigo”, y en “breve combate de importuna guerra”, que diría el poeta.
A menudo las circunstancias nos llevan a ponernos a un lado u otro del mostrador, y a asumir indistintamente el papel de agente, o de paciente; de enfermo, o de sanador; de mandador, o de mandado.
A nuestro Juan Ramón Jiménez, “El Cansado de su Nombre” siempre le surgió el dilema de corregir lo ya escrito; lo mismo nos sucede a los demás, que continuamente nos preguntamos por cómo lo habrían hecho nuestros padres, cómo le habría gustado al “otro” que fuese, cómo habrían actuado los demás , y si lo estaremos haciendo bien, o no.
─ “Quien ya no tiene nombre, vive en lo No─ sucedido y nada le puede ya suceder; está desligado de todos los lazos y los vínculos…”
Atados a tantísimos lazos y adornos de Navidad, a tantos conceptos hueros, a tantas hojas de ruta trazadas por el “Gran Hermano”, y a tantísimas fórmulas vacías, a menudo nos da por asumir en propias carnes las obras de misericordia─ tantas veces impuestas por quienes nunca ceden sus privilegios en la cola del convite─, pretendiendo aliviar un problema de siglos, o resolver por la vía rápida un entuerto al que nadie nos llamó.
Y entre dimes y diretes, se nos olvidó de vivir.
Confundimos el culo con las témporas; el precepto de "visitar a los enfermos", con el dolor de ver al país en unas tristes angarillas, mientras el toro “Islero” lanza terribles cornadas a los pocos que se atreven a bajar al ruedo.
Mientras, gozosos en exclusivo palco los maestrantes se hacen guiños de inteligencia, queman la flor de un Cohíba, o juegan al “Monopoly” bajo el errático humo de un Montecristo.
Fronteras a un lado y otro de la barrera; fronteras que alimentan el odio que se encierra en los corrales; vallados que no defienden de nada; chiqueros que no protegen del miedo.
Se hace necesario viajar, salir a la calle, conversar con los demás, dar rienda suelta a la alegría de vivir, pintar la vida en colores, vivir en las alegres fronteras del color y de la ilusión…
Como cuando éramos niños, y esperábamos por Reyes una enorme caja de lápices “Alpino”, que nos diera para pintar los mismos motivos de siempre. ¿Recuerdas?
Para muchos era una casa, con su puerta de entrada, sus ventanas, su chimenea, su humo...
El campo vestía de verde, las montañas de gris, el tronco del arbolito en marrón, y la copa en grecas amarillas, mezcladas con otros colores.
Y allí arriba, en el cielo, una nube de algodón.
Qué pocas cosas necesita un niño para ser feliz: un bocadillo de chocolate, el cariño de los suyos, y una caja de lápices de colores para pintar su alegre mundo interior.
─ “Pero antes los padres tenían niños; hoy los niños tienen padres”, me dice mi interlocutor en una especie de oscuro trabalenguas.
Interpreto en tales palabras que los niños de antes, sin la presión de sus padres, y en contacto con otros niños y con la madre naturaleza, eran libres de imaginar, y de proyectar en el juego su propia imaginación; y que los de ahora más que padres tienen “mánagers”, representantes artísticos que les estimulan, robots que les roban su tiempo de ocio, máquinas cuenta─ cuentos que les miden y limitan su capacidad de chillar, padres que les llevan al médico cada tres días, que les aconsejan, les estresan, les protegen, les vacunan contra todo─ incluido el profe de Mates ─, les llevan a entrenar, y les trazan su hoja de ruta hasta verlos brillar en el “pódium”.
Y, sin querer, he pensado en el oriolano Miguel Hernández, poeta y pastor de ovejas; en el extremeño Gabriel y Galán, y en sus alumnos de entonces; en el macharatungo Salvador Rueda, y en la vez primera que, tras la prematura muerte de su progenitor, bajó a Málaga en busca del pan con que alimentar a su madre, y a sus dos hermanos:
─ De pronto una tronera de rudos montes
dejó ver la llanura de olas rugientes,
y el mar abrió a tu vista sus horizontes
llenos de sol, de espuma y de rompientes.
Me he acordado de Benaque, el pequeño caserío donde viera sus primeras luces Salvador Rueda, perdido entre aquellas suaves lomas de la Axarquía malagueña, y a tan solo unos kilómetros del bullicio de la capital.
Me dio por pensar en el “plenairismo”, y en todos esos grandes artistas que hicieron de la pintura al aire libre el mayor acicate de su inspiración, de la naturaleza el mejor de los modelos, y de la mirada la ciencia encerrada en sus cuadros, y en sus escritos:
─ Cual si de pronto se entreabriera el día
despidiendo una intensa llamarada,
por el acero fúlgido rasgada
mostró su carne roja la sandía.
Carmín incandescente parecía
la larga y deslumbrante cuchillada,
como boca encendida y desatada
en frescos borbotones de alegría.
Tajada tras tajada, señalando
las fue el hábil cuchillo separando,
vivas a la ilusión como ningunas.
Las separó la mano de repente,
y de improviso decoró la fuente
un círculo de rojas medias lunas.
Pensaba también en que lo más florido de mis Reyes Magos siempre se reducía para mí a una caja de colores Alpino.
Y para qué más, si con doce lápices había colorido más que suficiente como para pintar una casita de campo, un árbol, una montaña, una chimenea, y una nube.