11 de julio de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Con noticias de Ziryab
En 1922 el “Concurso de Cante Jondo”, organizado en la Plaza de los Aljibes de La Alhambra, supuso una muy considerable reivindicación del arte flamenco.
La intervención de acreditadas personalidades, como la del gaditano Manuel de Falla, o la del poeta y músico granadino Federico García Lorca, dieron a esta manifestación artística un impulso hasta ese momento desconocido.
Y pese a que desde varios siglos atrás las bailarinas gaditanas eran solicitadas en Roma, por su valía; y a que el historiador Ibn Hayyan ya decía que las cantoras andalusíes brillaban por su talento, alguna razón habría para que de esta forma de arte hubiera tan escasas noticias.
Que ya el antropólogo guipuzcoano D. Julio Caro Baroja revelaba que, pese a las continuas denuncias de los clérigos, los moriscos del Reino de Granada habían seguido bailando la zambra.
A pesar de los muchos obstáculos el pueblo seguía expresándose como mejor sabía.
Y es en ese significativo año de 1922 cuando el americano Irving Brown, amén de dar muestras de su pasión por España, y de su conocimiento de la lengua calé, nos procura jugosas noticias acerca del mundo del flamenco en el libro que lleva por título: “La senda gitana. Viaje por Andalucía y otras riberas del Mediterráneo”.
Entre otras cosas dice que el maestro Otero había aprendido a bailar de María “la Cazuela”, una gitana de la Cava Vieja de Triana, a la que vio bailar el Vito, “una parodia del toreo que posteriormente sería desarrollada y llegaría a hacerse famosa”.
También allega noticias de celebrados “cantaores”, de la talla de Silverio, de la Niña de los Peines o de Manuel Torres; e incluso de bailes ya desaparecidos, de los que él mismo fuera testigo presencial:
─ Bailaron el “zacatín”, nombre que trae consigo el recuerdo de la ocupación árabe de Granada; también el “tango de la flor”, el “meringaso”, la “abuleá”, el “achuchón”, y muchas otras danzas…
Y en el capítulo VII del libro, el que lleva por título “Tánger salvaje”, nos muestra el escritor del Bronx las concordancias que existen entre el baile andaluz y el árabe; si bien él prefiere los aires andaluces:
─ La danza árabe, por el contrario, era impersonal y abstracta, simbólica y espiritual más que humana, y recordaba los lujosos trazos de la ornamentación árabe, que siempre generan un efecto preciso y geométrico.
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En su “Crónica de los emires Alhaquén I y Abderramán II entre los años 796 y 847” el historiador cordobés Ibn Hayyan nos deja numerosos datos de interés acerca del florecimiento cultural de Al─ Ándalus en tiempo de los Omeyas.
Entre otros personajes Ibn Hayyan menciona al sabio, filósofo, poeta y astrólogo Abulqasim Abbás Ibn Firnás, de cuyos admirables inventos nos deja unos breves apuntes.
Abbas Ibn Firnás fue un humanista de su tiempo, y precursor del espíritu renacentista que representaron artistas de la talla de Miguel Ángel, o de Leonardo da Vinci.
Fue el primero en desarrollar en Al Andalus la industria del vidrio; practicó la magia y la alquimia; conoció encantamientos; se las ingenió para volar, vestido de plumas, desde La Arruzaba hasta un lugar muy distante del punto de partida; fabricó, sin plano ni modelo alguno un reloj de agua, una clepsidra, para conocer la hora; construyó una esfera armilar, e hizo en su casa una reproducción del firmamento.
Y, para poner la guinda al pastel, tocaba el laúd, componía hermosas melodías, y enseñaba música.
Que, al contrario de lo que podemos leer en nuestros libros de Historia, en las Crónicas de Ibn Hayyan ocupan un lugar privilegiado los cantantes y los músicos de Al Ándalus.
Así el capítulo que lleva por título “Noticia de Ziyab, mejor cantante del país de Al Ándalus”, que constituye la más completa biografía del músico iraquí, autor de el “Muqtabis”.
Según refiere Ibn Hayyan lo de Ziryab era un apodo que el cantante recibió por el color oscuro de su tez, y por similitud con el de un pájaro canoro de su tierra,
Lo que animó a nuestro hombre a abandonar su país fue un asunto que le procuró la envidia de su maestro, el gran cantante Ishaq Ibn Abrahim Almawsili.
Por petición expresa del califa, que quería escuchar una música bien distinta a la que normalmente oía, Ishaq le recomendó a un intérprete muy innovador y creativo: su discípulo Ziryab.
Llegado el momento de la actuación, el califa Muhammad Almahdi mandó traer el laúd de Ishaq, ofrecimiento que el joven rechazó, por contar con “un laúd hecho por mis manos y afinado con mi arte”.
Las razones de Ziryab eran que para interpretar sus propias melodías necesitaba de un laúd que pesara la tercera parte que el de Ishaq; amén de usar unas cuerdas de seda no hiladas en agua caliente, que las hacía más blandas; y el bordón y la tercera “de tripas de cachorro de león, por lo que tienen varias veces más claridad, resonancia, intensidad y agudeza que la de tripa de otros animales, soportando mucho mejor que otras el impacto del plectro que las tañe”.
El impacto que la música de Ziryab tuvo sobre la sensibilidad del califa provocó la envidia de su maestro, quien le amenazaría de muerte si no abandonaba el país.
Con sus mujeres e hijos Ziryab salió de su casa rumbo a Ifriqiyyah, región africana que comprendía el actual Túnez, y parte de Libia, y de Argelia; allí tendría referencias de Alhakam ibn Hisam, señor de Al Ándalus, y apasionado de la música.
Para cumplir sus deseos viajó Ziryab hasta Marruecos, atravesando el Estrecho de Gibraltar hasta llegar a Algeciras. Y fue en esta ciudad andaluza fue donde recibió la triste noticia del fallecimiento de tan sonado mecenas.
En ese momento pensó en desandar el camino emprendido; pero pronto lo disuadió el cantante judío Mansur, que iba en su compañía, y que se ofreció de mensajero para llevar su misiva al emir.
Y al tener noticias de su competencia, por palabras de Mansur, Alhaquén escribió una carta al Gobernador de Algeciras para que le ofreciera su hospitalidad a aquel músico, y para que le acompañara hasta cruzar los límites de su territorio.
Ya en Córdoba, el emir le aposentó en “La Casa de la Limosna”, edificio situado junto a la Mezquita, que previamente ya había encargado acondicionar, tapizar, amueblar, y llenar de alimentos la alacena.
Transcurridos unos días fue el propio emir quien le hizo el honor a Ziryab de comer junto a él y sus cuatro hijos: Abdarrahman, Gasfar, Uubaydallah y Yahya.
A partir de ese momento no le faltarían motivos al emir para tener al músico en la mayor consideración.
Se decía que, cada noche, los genios visitaban a Ziryab regalándole con su música; y que él se despertaba del sueño, y llamaba a sus esclavas Gizlan y Hunaydh ─“las registradoras de Ziryab”─ para captar con el laúd tan hermosa melodía.
Al día siguiente eran ellas las que cantaban, y él quien recordaba la melodía, corrigiendo los defectos que encontraba.
En Córdoba fue donde Ziryab inventó el plectro de plumas, una púa hecha de ala de águila, en lugar de la madera afilada, que facilitaba el sonido, a causa de “la sutilidad, limpieza y ligereza para los dedos de la corteza de la pluma”.
Y en esa corte de los Omeya fue donde Ziryab añadió al laúd la quinta cuerda roja intermedia ─ expresión del alma en el cuerpo─ haciendo esta adicción a las cuatro originales, que representaban los cuatro elementos─, “logrando su laúd concepto más sutil y más completo sentido, pues la prima es amarilla y corresponde en el laúd a la bilis del cuerpo, y la segunda que la sigue se hizo roja, ocupando en el laúd la posición de la sangre en el cuerpo y siendo en grosor el doble de la prima, y por eso se llama “doble”, mientras la siguiente es negra, correspondiente en el laúd a la atrabilis del cuerpo, y se llama bordón, siendo la cuerda superior del laúd, doble de la tercera que está debajo y carece de tinte, quedando según ello blanca, pues equivale a la flema del cuerpo y es en grosor doble de la segunda…”
Tras tan filosófica y confusa exposición, que bien pudiera obedecer a algún desarreglo del texto, concluye diciendo Ibn Hayyan:
─ El canto para Ziryab era para los entendidos como la geometría para la filosofía y como la gramática para la retórica.
Y es que, amén de sus múltiples aportaciones en el terreno de la música, Ziryab fue un gran conocedor de la Astronomía, un Petronio de la elegancia, un magnífico conversador, y un entendido gastrónomo, que transmitió sus conocimientos a las generaciones futuras.
Alcanzó los setenta años de edad, y falleció en el año 243 durante el califato de Abderramán II, siendo enterrado en el cementerio cordobés del Arrabal.
Que su Dios sea con él, y que en su memoria resuene aquel poema del fuego del hispano─ musulmán Ibn Sara As─ Santarini:
─ ENCANECE en el hogar el fuego
cuando su vida alcanza
la madurez y el apogeo,
y, al extinguirse, sus ascuas se parecen
a una fragante rosa marchitándose.