12 de junio de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Una rosa amarilla para Emi
─ “No hay que llorar/ que la pena se vuelve alegría/ volviendo a empezar”
Cuando a José Francés le preguntó el periodista que cómo querría terminar la vida, el novelista asturiano contestó sin dudar:
─ En Asturias, en una casita blanca muy cerca del mar, entre el vuelo de las gaviotas y el paso de las golondrinas.
Si hace tan sólo un mes le hubieran hecho la misma pregunta a Emiliano Bonilla Pozo, el conocido coplero posiblemente habría dicho que querría terminar su vida en Peñarroya─ Pueblonuevo, el pueblito cordobés donde nació un día de finales de diciembre “en que el Parque de las Ranas estaba cubierto de nieve”.
O tal vez en su casa malagueña de “El Guardián del Camino”, asomado cual Juan Salvador Gaviota a aquellos acantilados desde donde se divisa África.
Pero esto ya no podrá ser, porque a Emi le sucedió en carnes propias aquella penosa anécdota que un buen día me refirió el rapsoda Armando Gutiérrez.
Estaba el hombre recitando el poema lorquiano de “¡Ay, amor, que se la lleva el agua!”, cuando la casualidad hizo que un tremendo vendaval les echara abajo el tablado.
A Emi Bonilla la vida le gastó una mala broma, y sólo le queda ahora agarrarse con fuerza a la letra de su canción:
─ “No hay que llorar/ que la pena se vuelve alegría/ volviendo a empezar”
Con fecha de 30 de mayo, los periódicos malagueños se hacían eco de la trágica noticia:
─ “El Ayuntamiento derriba la vivienda del artista Emi Bonilla”.
Me lo comentó el amigo Manuel Montes, a quien había informado a su vez nuestro común paisano Carlos Laos.
Y rápidamente me puse en contacto telefónico con Emi, para transmitirle el cariño de su gente.
Las lluvias del pasado invierno habían propiciado un pequeño derrumbe de su célebre tablao, memoria y orgullo de los malagueños.
Y con él, la casa colindante, donde Emi vivía en familia; y donde acumulaba sus más preciados recuerdos.
Al parecer la zona ha sido declarada “espacio libre”, y obstaculizado todo tipo de obras.
Y aunque Emi, y su hermana Mari Nieves, gritaron por aquellos montes, pretendiendo hacerse oír como aquel Pedro del cuento, nadie les hizo caso.
Como diría el poeta Juan Luis Panero, si en vez de Emi hubiera sido Antonio Banderas, otro gallo cantaría:
─ Si todos los miembros de la “beat generation” hubieran nacido en Mauritania nadie los conocería ─ afortunadamente─, pero la capacidad de Estados Unidos para fabricar mitos con las materias más deleznables y la estupidez generalizada de los europeos han hecho posible estos ídolos de pacotilla.
Que vaya usted a saber qué ajustadas razones, o qué clase de intereses, animan las historias de los cuentos de lobos.
Decía Julio Camba que “la humanidad se divide en dos clases de infelices: los menesterosos, que quieren ser acaudalados, y los acaudalados, que de ninguna manera quieren ser nunca menesterosos”.
Sabido es que el poder no tiene alma; que tan sólo es “una estrategia compleja en una situación dada”, como alguien dijo,
Pero “la ciudad del Paraíso” ─ como la llamó Vicente Aleixandre─ es algo más que un grupo de niños pijos que visten chaqueta de paño, y medran de la “legalidad”, como hace el banco de Santander, o como esos camisas viejas de tornasolada frivolidad.
─ “Me estoy muriendo y no tengo
un sitio en tu corazón
adonde caerme muerto.”
Una ciudad es tal la Comedia Humana de Balzac: personajes que entran y salen de escena con el objetivo fundamental de sobrevivir al cuento de la mala pipa, y de buscar solución a algunos de sus problemas.
Pero una ciudad es algo más: son signos de identidad que nos identifican con el grupo; es la psicología de unos modos, y de unas formas, que el individuo sensible interioriza; es una escuela de educación que nos hace a todos más corteses, más espléndidos, más humanos…
Se augura que, dentro de poco, habrá máquinas inteligentes que tomen decisiones por nosotros; e incluso que sean capaces de analizar feromonas, y distinguir los olores humanos.
Cuando llegue ese momento es posible que nuestros políticos sean unos encantadores robots, capaces de enamorarnos.
Y quién dice que el bidé no sea entonces un lugar de culto, capaz de reconocer nuestra fragancia corporal, y hasta de regalarnos ─ como los “discos dedicados del oyente”─ con nuestras lecturas, y con nuestras canciones preferidas.
Hasta tanto llegue ese tiempo se impone una solución para quien, como Emi, solía compartir su pan con otros cantantes, para quien hablara con amor de su pueblo diciendo que se pondría con “los brazos abiertos en cruz, para que no pudiera entrar la piqueta en el Casino”.
Porque Emiliano Bonilla nunca pretendió ser rico, a no ser de sentimientos:
─ “Que nadie se llame a engaño
todo el que vive por dentro
por dentro se va matando”.
Incluso a estas alturas de vida, Emiliano aún se considera joven, y capaz de hacer frente a un recital, que “la vejez es como la línea del horizonte, que se aleja a medida que nos acercamos a ella”.
Como cuando era un niño, y cogía “La Maquinilla” y su cestita de mimbre, para llevarle a su padre Lucas la comida, y regalarle, de paso, el cariño de sus coplas.
Una música que animara a propios y extraños, y donde se fundieran los más armoniosos ritmos de que es capaz el mejor de los hijos.
Emi salió de su pueblo por necesidad, como otros tantos emigrantes; para demostrar al mundo que era cantante “por la gracia de Dios”, y “para regalar al que me escuche mi amistad y mi amor”.
Que, como aquéllos, fue hijo de una educación triste y deficiente, donde los más nimios conocimientos tenían forma de letanía, y la necesidad era ley, que diría el escritor palaciego Joaquín Romero Murube :
─ Yo no he podido olvidar en toda mi vida a Juan Zamaralla Domínguez. Mi vecino de “Catón”. Descalzo y casi desnudo. El rostro tan canijo que al mirarlo siempre me recordaba al galgo viejo de las casas de mis tío. Un día me dijo que en su casa apenas había qué comer. Y yo le daba todas las tardes mi merienda de pan y chocolate, que él devoraba ávidamente a carrillos llenos. El pobrecillo no pasó nunca de curvas y palotes, y me acompañaba, sin decirme nada, hasta mi puerta.
Y es que Emi aprendió a escribir en el pizarrín de la música, y con los compases de su alma; y no en tinteros cibernéticos, que diseñan artistas como si fueran churros:
─ “Pero a la música hay que aproximarse con mayor pureza, y solo desear en ella lo que ella puede darnos; embeleso contemplativo. En un rincón de la sala, fijo los ojos en un punto luminoso, quedaba absorto escuchándola, tal quien contempla el mar. Su armonioso ir y venir, su centelleo uniforme, eran tal ola que desalojase las almas de los hombres. Y tal ola que nos alzara de la vida a la muerte, era dulce perderse en ella, acunándonos hacia la región última del olvido”.
El mismo pizarrín en el que aprendieran sus primeras lecciones Pepe “Peregil”, Niño Ricardo, Antonio Machín, Manolo “Caracol”, la “Niña de los Peines”, Pastora Imperio, y todos esa pléyade de artistas a los que Sevilla erigió la estatua de su reconocimiento.
El mismo pizarrín en el que Romero Murube evocaba a su “Pueblo lejano”:
─ ¿Lejano? ¡No! De acacia y sol, de risa y ternura, de azahar y estiércol, de cal y matojos silvestres.
Esa delicada fragancia de pueblo que a Emi le pone nostálgico:
─ No tengo el orgullo de tener una placa que diga que soy de allí, como me lo prometió un alcalde.
Querido paisano, en tan difíciles momentos para tu familia, y para ti, nada mejor se me ocurre que desear que el Sr. Alcalde de Málaga haga frente a sus promesas; y, al tiempo ofrecerte la rosa de mi amistad.