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9 de marzo de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La mirada rumorosa

La mirada rumorosa
Una imagen vale más que mil palabras. Eso, al menos, es lo que dicen. Pero si se cambia de orden la frase tampoco faltaría a la verdad quien dijera que una palabra vale por mil imágenes; que en no pocas ocasiones una simple metáfora se acredita como la más certera expresión de una imagen; amén de conformar un inventario alegórico del mundo que rodea a aquella representación, informándonos también acerca de su ideología, y de una particular manera de pensar.

Aislado en feroz turbamulta, preso de esa otra forma de apariencia que nunca habría querido adoptar, cansado de que cada minuto de su presente tuviera un sabor de pasado, aquel luminoso día la mirada de Vigil Oldman ─ Geoffrey Rush, en la pantalla─ abandonaba por vez primera los límites de una habitación repleta “hasta la bandera” de magníficas obras de arte.

Quién había de imaginar a tan refinado tasador campeando, cual D. Alonso de Quijano, por el amor de una Dulcinea a la que ni tan siquiera conocía:

─ “Saliendo de las ondas, encendido/ rayaba de los montes al altura /el sol…”

Le bastaba al viejo avaro con poner oídos a las notas juveniles de una voz, al intrigante susurro que brotaba de unos labios, para abandonar su asiento de espectador, y dejar encerrado bajo llaves su más preciado tesoro: el sueño que había construido con toda una galería de retratos.

La película, por si usted la quiere ver, lleva por título “La mejor oferta”.

La historia que cuenta es la misma de siempre: el amante multiforme, adorador de femeninas apariencias; la repetida metáfora del gran teatro que es la vida; la estructura policiaca, azarosa, y laberíntica, con la que en ocasiones se reviste la historia de una pasión.

***

A orillas del río de los Ojos, donde se reposa la vista sobre imágenes que perseguimos, a menudo nos transformamos en cormoranes en vuelo; afanosos en el ejercicio de admirar las azoteas desde el cielo, para entrar en picado después en el más oscuro interior de las casas, en las frías aguas del rio Leteo.

En tan mágico instante cualquier inadvertido gesto, o feliz premonición, nos ayudará a saber que ese mismo espejo con quien casualmente cruzamos nuestra mirada somos nosotros mismos:

─ “Ese tu Narciso / ya no se ve en el espejo/ porque es el espejo mismo.”

Los años vividos nos invitan pues a mirar; a ver el mundo con la ilusión de quien lo contempla todo por vez primera, y en singular ocasión; que como dice la canción "no hay en el mundo nada/ como la pena de ser/ ciego en Granada".

Semejante experiencia estética y personal es la que nos llevará a considerar pintura como una comunicación casi mágica, correlato de fabulosos secretos musitados al oído.

Yo entendí lo que digo al dictado de un joven a quien acompañaba en una visita al Museo del Prado.

La mirada de Pablo, convertida en armónico y apacible diálogo con la obra de arte, y desconocedora de las prisas, fue para mí una lección imposible de olvidar.

La recuerdo ahora que frecuento la pintura de Edward Hopper, evocadora de viejas historias que navegaban por las aguas del rio del olvido, hasta que el artista las rescató para mí.

Son retratos de personas que miran por las ventanas de una casa, o de un hotel.

En algunos de los cuadros son mujeres semidesnudas que se dejan acariciar por un débil rayo de sol mañanero, y que muestran en su desnudez el deseo, y las carencias afectivas.

Son edificios solitarios (“Casa junto a la vía del tren”), y faros, como expresión de la soledad, de la fugacidad de la vida, del misterio que encierran las personas y las cosas que nos son desconocidas.

Como en aquella película de Alfred Hitchcock en la que James Stewart da vida a un “voyeur”.

Son gente “de cromo”, de ficción, y de incómodos sombreros (“Chop Suey”), que no tiene con quien hablar (“Autómata”), y que toma plácidamente el sol en una hamaca, de espaldas a la vida misma (“Gente al sol”).

“Trasnochadores” que hunden su soledad tras las cristaleras de un bar, o en los ahogados gritos de neón de una cafetería.

Personalidades escindidas, más allá de la apariencia; habitantes de la “raya” que separa el campo de la ciudad, la naturaleza de la civilización, las autopistas del progreso de la mirada sencilla (“Autovía de cuatro carriles”).

Ignoro si la desconfianza, si la frialdad del ambiente en que se mueven, o si acaso la aprensión a compartir ideas, experiencias, y sentimientos, lo que les lleva a preferir la lectura de un libro a departir cordialmente con sus vecinos (“Hottel Loby”).

A pesar de todo son figuras entrañables, reflejos de un tiempo pasado, viejas sombras que nos resultan familiares y conocidas.

Mira a la mujer del cuadro que luce su sexualidad al desnudo (“Girlie Show”).

Tras voluptuosos movimientos esa joven esconde una decidida voluntad de ser libre.

La conocí en el Hostal “El Quijote”, en Estepa, donde compartimos la condición de huéspedes, en el año de gracia de 1980.

Aquella semana el bar registró una afluencia masiva de clientes, que hacían acto de presencia al atardecer, como pollo sin cabeza, o cual “extra” contratado en la película “Cabaret”.

A esas horas, y antes de salir hacia algún pueblo vecino, la actriz y dos de sus acompañantes ─ el cantaor de flamenco y el guitarrista─, se pasaban las horas muertas en una interminable partida de cartas.

La mirada obscena y sedienta de cien ojos taladraba el animoso pensamiento de tan frágil arquitectura; en tan delicados momentos ella se empequeñecía hasta parecer invisible.

¿Ves al individuo aquél? Pues ése de pantalón de mil rayas, de mirada franca, y volcada hacia los adentros, ese señor es mi padre.

Está en medio de un hermoso prado, de un verde ceniciento, sentado en una gran piedra; ve pastar a los corderos, que como refiere su nombre en latín ─ agnus, gnoscere ─ son la fuente de la sabiduría donde beben los pastores.

Otras veces ocupa el umbral (“Sunday”), camino de ninguna parte, y en comunión con su yo; como suelen hacer los sencillos y los humildes, cuando rezan a solas, o cuando dialogan en voz baja con el huidizo humo de su pitillo.

A menudo le verás charlando con los meloneros, y con gente sin estudios, que le prestan asiento a mi madre, y que cuentan historias de lobos que ni el mismísimo Rodríguez de la Fuente tuvo nunca la oportunidad de conocer.

Por las tardes, en casa, dirigirá su mirada hacia la lejanía, sentado frente al alféizar de la ventana, y de espaldas al televisor.

Viendo su imagen en blanco y negro recupero mis raíces, el trocito de película en el que yo mismo participé como actor invitado, y como ensimismado espectador de mis días.

Y, por último, te quiero mostrar a una mujer que se sienta cómodamente en espacioso sillón (“Comparment C, Car 193”). Va abstraída leyendo un libro.

Viaja sola en un compartimento del tren, camino de un futuro que al otro lado del cristal aparenta ser oscuro.

Esa figura bien podría representar a la gente de mi generación; mayestática, erguida, y dando una sensación de tranquilidad que está muy lejos de sentir.

Aparenta ser una sombra abierta a los vapores del progreso; pero, si la observas bien, no ha abandonado aún el umbral de su casa y ya hay una plegaria en su corazón: un vacío enorme, pues su mundo va quedando enganchado lentamente a los raíles, y bajo las ruedas del tren.
 

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