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12 de enero de 2017 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Qué bonito nombre tienes

─ FELICIDAD, QUÉ BONITO NOMBRE TIENES/ FELICIDAD, VETE TÚ A SABER DÓNDE TE METES. (“LA CABRA MECÁNICA)

Que bonito nombre tienes
En un luminoso y cobrizo atardecer un cortejo de carrozas bellamente engalanadas iniciaba su salida del recinto de la Fábrica de Tabacos, y enfilaba en dirección al Pabellón de Portugal, y a la Avenida del Cid.
Tanto niños como adultos─ ese “niño interior herido” que todos llevamos dentro ─, alzaban sus manos al cielo implorando un dulce regalo de Reyes. Y como el maná no llegara, por falta de empeño en la entrega, una clara y aguda voz se lanzaba a los aires con brío buscando la complicidad del cartero real:

─ ¡Más fuerte, Briján!

Como un cohete en mitad de la algarabía resonaba en mis oídos la vieja melodía de los aguinaldos que entonan los campanilleros andaluces con su gracia singular:

─ “A tu puerta están las campanillas.
Ni te llaman ellas, ni te llamo yo,
que te llama la boca de un ángel…”

Cuánta riqueza encierran esas voces populares, capaces de desvelar los momentos mágicos de una vida, pensé.
“Recordar tu infancia podrás, al llegar la blanca Navidad”.
Como en hora hechicera se nos viene al pensamiento todo un derroche de palabras, que en breves instantes prestan su nombre a los mejores momentos vividos: padre, madre, abuelo, hijo, armónica, alforja, piedra, tebeo, abubilla, colorín…
Y es en tales circunstancias que tomamos en préstamo la voz del pueblo, que dice que “estamos muy vividos”, para recordarnos a nosotros mismos que nos sostiene el esqueleto una pasión: el espíritu de las palabras, capaces de poner todo un universo en pie, y de dar fuelle a los globos de la imaginación, que revolotea en libertad sobre el cielo de nuestra infancia:

─ “El aire de la calle a mí me huele a goma fresca
Yo lo asumo, me lo fumo, y me escapo por la cuesta
… quién pudiera. Quién pudiera pintar olores en la arena”.

Que, como escribiera el austriaco Rainer María Rilke, la verdadera patria del hombre es la infancia; reservorio donde se aloja el “virus” de la felicidad, al socaire de los malos vientos que, antes o después, teñirán nuestra cara del negro betún de Judea:

─ “…Antes de la amargura sin nombre del fracaso
Que engalanó de luto mi corazón doliente,
Ruiseñor niño, amé, en la tarde de raso,
El silencio de todos o la voz de la fuente”.

***

Cuántos sueños acaricia esa tropilla de a pie en esta noche de Reyes.
Que desde siempre al pueblo─ Sancho, al pueblo─ niño, se le enseñó a confiar en la providencia de sus jefes, del innombrable reyezuelo, y de aquel esforzado paladín, que velaba por su tranquilidad, y por sus intereses.
En el caso concreto de muchísimas familias que en estos momentos mira con ojos niños hacia cielo resultó ser un auténtico líder, de esos que se quitan el mejor bocado del plato para ofrecérselo a los demás; de los que miden su felicidad por el bienestar de quienes le rodean; de aquellos que piensan que hay más felicidad en regalar que en recibir.
Es a esos Reyes, a quienes confían su huérfana vulnerabilidad de niños, a quienes les encantaría poder devolver tanto cariño como en ellos depositaron.
Y qué mejor que una flor, y una música de villanos que tan buena armonía se gasta; unas “sopitas con vino”, y unas “hojas de limón”; un redoble de tambor ─“rompompompón, rompompompón”─ y un “chiquirritín”; un “carrasclás”, y un “din dirin din”; un “olé, y olé, y olanda”, y unas “naranjitas de China”, del color de la ilusión:

─ “De cuanto fue nos nutrimos, / transformándonos crecemos
y así somos quienes somos/ golpe a golpe y muerto a muerto.
¡A la calle!, que ya es hora / de pasearnos a cuerpo
y mostrar que, pues vivimos,/ anunciamos algo nuevo


***
Recuerdo una vieja tira cómica en la que el dibujante Quino escenificaba un interesante diálogo entre Mafalda y su madre; aquélla le pedía a su pequeña que no abriera “la puerta de la casa a nadie, por más que llame”, y la niña respondía con una aserción, y con un simple y comprometido interrogante:

─ ¿Y si es la felicidad?

Tan filosófica pregunta, que pocos individuos tendrían la posibilidad de responder, es la misma que la mayoría de nosotros se hace desde que tiene la facultad de arañarse por los adentros.
En su justa etimología el término “felicidad” procede de las voces latinas “felix─ felicis”, con el significado de “amamantar”, “la que amamanta”.
De aquella raíz proceden varias familias léxicas que engloban voces como: feliz, felicidad, felicitación, felicitar, fecundar, fecundo, feto, femenino, filiación, etc…
Una extensa terminología que, traducida a la jerga médica, sería pues una simple trasposición de una serie de reflejos adquiridos por el lactante ─como el “reflejo de moro”, o el “reflejo de succión”─; y que en la jerga “políticamente correcta”, algún “devoto” calificaría de conservadora, reaccionaria, y de derechas.
Algo así como que “a nivel de calle” se considere un insulto la palabra “mamón”, que tan mala prensa tiene; y que, visto lo visto, debería considerarse menos lesiva que aquellas otras que el día a día nos enseñó: infeliz, chiquichanca, cantamañanas, pamplinas, garabato, o zascandil.

Pensar que la felicidad o la infelicidad es cosa de un simple prefijo nos hace invulnerables a toda clase de desalientos; que el halago y la humillación van a veces de la mano, concentrados en una palabra, que el demagogo de turno aprendió a manejar convirtiendo en una insostenible “revuelta” cualquier idea “disonante”a sus oídos, o cualquier pequeña objeción a su autoridad.
Pues, anda y que les den; que los demás estamos aquí por lo que estamos, para ver con nuestros ojos la sonrisa de los demás:

─ “Felicidad, qué bonito nombre tienes
Felicidad, vete tú a saber dónde te metes.
Felicidad, cuando sales sola a bailar
te tomas dos copas de más
y se te olvida que me quieres”.
 

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