30 de diciembre de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Espejo en la memoria
Quien acaricia con nostalgia las páginas de este libro fue alguien que tuvo la suerte de conocer a un hombre bueno, a un entrañable, e inolvidable amigo.
El profesor D. Luis Gago Fernández (Almanza, 1932─ León, 2009), Doctor en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, fue poeta por amor, viajero por vocación, y una de esas pocas personalidades cuya benefactora influencia quedará por siempre marcada en la vida de quienes tuvimos la suerte de conocerlo.
Porque muy distinto es el arte de “persuadir” ─ palabra derivada del latín “per─ suadere”: “aconsejar intensamente”─, que tan bien conocen los grandes oradores, los vendedores de pamplinas, los profesionales del timo, y los políticos de pacotilla, que el de influir en los demás con un peculiar comportamiento, y con una personalísima forma de ser.
Nos conocimos en San Sebastián ─la “Bella Easo”, como la llaman los entendidos─ acodados sobre el mostrador de la Delegación de Educación, donde ambos coincidíamos para tomar posesión de nuestras respectivas plazas de funcionarios.
Al salir del edificio él se ofrecería a llevarnos hasta la estación de trenes, y para acompañarnos desde allí hasta nuestro lugar de destino: el I.E.S. “José María de Iparraguirre”, en la localidad guipuzcoana de Villarreal de Urretxu.
A partir de ese instante, Encarna María, él y yo, formaríamos ese sólido grupo de amigos que el destino conforma con la firmeza de los mimbres de un cesto, y con la calidad afectiva que transmite el cariño de los otros en un simple gesto, tanto en los buenos como en los malos momentos de nuestra vida.
Las aristocráticas piedras de la ermita de Santa Bárbara, las suaves laderas del monte Irimo, la verde bravura del mar Cantábrico, y la exquisita amabilidad de nuestros alumnos, y vecinos, fueron fieles testigos de tan estrecha hermandad.
Por las aceras de la calle Ipeñarrieta, o en la plaza del bardo José María de Iparraguirre, aún resonarán los ecos de aquel trío de voces que derramaban al aire las más bellas melodías vascas: el “Boda, boga, mariñela”, el “Maitetxu mía”, el “Gure Aita”, el “Gernikako Arbola”, o la preciosa canción de Solozábal que lleva por título “Mayte”.
Luego, cual si los hombres fuésemos aleves semillas volanderas, un viento solano se encargaría de dar letra a nuestras canciones, y de desviar nuestros destinos.
A nosotros el vientecillo aquél nos trajo al lado de la familia; a él lo llevó hasta los palmerales de Elche, a la vera de su amada Josefina.
La última vez que nos vimos fue en su patria natal de León, un año antes de su muerte. Aquel día, tras visitar en feliz compañía la catedral de León, y tras pasear por sus calles y jardines en afable camaradería, el viento cerró de un portazo nuestro alegre cancionero, el que Luis nos enseñó, y que él interpretaba mejor que nadie, como un viejo y apasionado trovero:
─ Vamos a cantar a tres voces aquella preciosa canción que cantan los campanilleros de vuestra tierra, y que dice así: “En los campos de mi Andalucía…”
Hoy viernes, 30 de diciembre, y a solo día de acabar el año 2016, aún evoco en mi memoria aquella sonrisa de Luis, como un trozo deshojado del árbol de la memoria; y echo de menos su sabiduría, su sentido común, su recia fe de creyente, y sus conocimientos del castellano, que él siempre razonaba echando mano de su raíz griega, o latina, con la precisión de un filólogo, y el arte de un cirujano de afamado bisturí.
Me dirijo a la estantería, y recupero para la ocasión las sentidas palabras que aún laten en las páginas de aquel libro que escribió bajo el título de “Espejo en la memoria”.
Entre tan ardientes palabras recupero un folio escrito a mano, con suelta y elegante caligrafía, que hoy quiero dar a la luz para que todo el mundo sepa de las fibras, y de la humildad, de que está hecho el más amable de los poetas.
Está fechado en León, un 27 de marzo de 2001, y dice así:
─ Queridísimos amigos:
Aunque hace mucho tiempo que os prometí enviaros estos poemarios, hoy me propuse hacer las diligencias para cumplir la promesa; y es que tengo toda una biblioteca que traje de Elche “encajonada” aún en el sótano. Y he tenido que revolver bastante para encontrar los ejemplares de los que me quedan pocos.
No recuerdo si ya conocéis alguno; de todas las maneras, como podréis comprobar, no sé si mereció la pena publicarlos, dada su intrascendencia o escaso valor, incluso “material”.
Con “Espejo de la memoria” se cerró el grifo de las publicaciones. Y, sí es verdad que son muchos los poemas y artículos periodísticos que llevo escritos y publicados en Diarios de provincias, también lo es que duermen el sueño de los justos en carpetas y anaqueles, esperando “una mano de nieve” o una “comadrona” que les ayude a nacer. Circunstancias personales me impiden darles a la luz. De todos modos una de las misiones de escribir─ satisfacer una necesidad psicológica de expresión─ ya está cumplida, aunque no la de comunicación que complementa a aquella.
“El papel es mi amigo y confidente”, comienza un antiguo soneto mío.
Entre los libros de verso que Luis Gago escribió recojo los siguientes títulos:
─ "Huellas de mi sombra". Colección "Futuro", nº 68 de Editorial El Paisaje, Aranguren, Vizcaya, 1990.
─ "Sombras de mis sueños". Colección "Futuro", nº 76 de Editorial El Paisaje, Aranguren, Vizcaya, 1990.
─ "Memoria del Silencio". Colección "Futuro", nº 79 de Editorial El Paisaje, Aranguren, Vizcaya, 1990.
─ "Salmodia Dolorida". Colección "Futuro", nº 80 de Editorial El Paisaje, Aranguren, Vizcaya, 1990.
─ "La paz no alza su vuelo". Premio Acentor de Poesía, Edit. El Paisaje, 1991.
─ “El aire ensombrecido". Premio Agustín García Alonso de Poesía. Edit. El Paisaje, 1991.
─ “Espejo en la memoria” Premio Agustín García Alonso de Poesía, 1994. Editorial El Paisaje, Aranguren, Vizcaya, 1995.
Pero hoy yo quisiera traer a estas páginas un soneto que me recuerda otros tiempos: aquéllos en que, siendo estudiantes, regresábamos al pueblo en Navidad, caballeros sin honores ni medallas en un cimbreante vagón de tercera, como fiel expresión de un futuro que vestía de luto, con el asfixiante humo de la carbonilla que penetraba por la ventana hasta nuestros asientos de madera, en las numerosas ocasiones en que el tren hacía su entrada por la oscura boca de un túnel.
El soneto lleva el sugerente título de “Viaje en Nochebuena” (En el tren, por Castilla), y dice así:
Un silencio mojado de tristeza
se abate, ya plomizo, por el llano.
Muerto parece el campo castellano
bajo mortaja gris de niebla espesa.
Chopos desnudos alzan la cabeza
buscando de la luz la fuente en vano.
Raudo el tren, corre ciego hacia el lejano
horizonte con pies de ligereza.
La noche ya se abate con negrura
de ala o crespón mortuorio, y la llanura
queda cubierta en lúgubre mortaja.
Sigue el tren devorando con ansioso
afán largas distancias, En el coso
de la meseta, hoy ya nadie trabaja.
P. D: En incómodo asiento de tercera el viajero aquel que fui yo, soñaba con viajar algún día en el alegre “chachachá” de un tren de lujo que, con destino a París, o a la cercana Lisboa, me representara un ambiente más festivos que aquel de un pobre portal de Belén, forjado por bravos y esforzados mineros sobre negra escoria de carbón.