16 de mayo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
…Yo nunca llegaré a Córdoba
─ “¿POR QUÉ NOS DISTE EL DON DE LA BELLEZA/ Y CORAZÓN ARDIENTE PARA AMARLA?”
En la radio suena la voz de Annie Lennox cantando una romántica melodía: “A whiter shade of pale”.
El espíritu se alimenta de los sentidos y, a través del oído, de bellas y de sugerentes voces.
Atrás van quedando unas pequeñas mesetas en formas de reposados triclinios sobre las que la ciudad de Carmona asienta su condición de romana.
Écija, la de las once torres, se deleita en esta hora del Ángelus viendo pasar las oscuras aguas del río Genil. Allá por el s. II d. C., y mucho antes de que entrara a formar parte de la provincia de Córdoba, estuvo atareada en tan incesante actividad que se convirtió en uno de los principales centros productores de aceite, y de cereales, de todo el Imperio Romano.
Como escribiera García Lorca en negra tinta senequista, desde veintiún kilómetros antes de llegar a la capital las sierras coronan los suaves bucles de cien colinas, que el jinete acaricia en las suaves crines de su caballo:
─ Córdoba. / Lejana y sola. / Jaca negra, luna grande, / y aceitunas en mi alforja.
Aunque sepa los caminos/ yo nunca llegaré a Córdoba.
Por el llano, por el viento, / jaca negra, luna roja.
La muerte me está mirando/ desde las torres de Córdoba.
¡Ay qué camino tan largo!/ ¡Ay mi jaca valerosa!
¡Ay que la muerte me espera, / antes de llegar a Córdoba!
Córdoba. / Lejana y sola.
Ni la voluntad de un Moisés fue suficiente virtud como para merecer el maná de las extraordinarias delicias de Córdoba.
Hasta hace sólo unos años la dolorosa conciencia de la ciudad encontraba su expresión en unas casitas blancas que resaltaban sobre el azul de la sierra, donde, desde el siglo IV, tenían refugio los ermitaños.
Los pinceles de Julio Romero de Torres bien sabían contrastar el solitario eco de las ermitas, con la chulesca y licenciosa flamenquería del Campo de la Verdad.
En esa otra parte del río la Torre de la Calahorra templa el metal de su alfanje en las corrientes entrañas del Guadalquivir.
─ “Oh tú que una mañana ─se diría esta misma─ paseaste conmigo, de mi brazo, mirando los rojos remolinos estrellarse en el puente que custodia impasible un arcángel de mármol”.
Entre los arcos de piedra el agua se derrama con tal ímpetu que convertirá en suave harina la dureza de un grano de trigos,
Bajo los pies del caminante surge la sensación de inestabilidad de lo que desaparece y se hunde, lo que nos lleva a pensar en las palabras de Séneca, y en la atinada interpretación que de ellas hace el granadino Ángel Ganivet:
─ “(…) piensa en medio de los accidentes de la vida que tienes dentro de ti una fuerza madre, algo fuerte e indestructible, como un eje diamantino alrededor del cual giran los hechos mezquinos que forman la trama del diario vivir, y sean cuales fueren los sucesos que sobre ti caigan… mantente de tal modo firme y erguido, que al menos se pueda decir siempre de ti que eres un hombre…”
Un grupito de japoneses lanza intrépidos flashes que, cual avispas de luz, se precipitan sobre el rostro pétreo de un arcángel.
Por el cielo, un negro cortejo de nubes, acompaña en procesión a la Virgen de los Dolores, mientras Amalia Fernández Heredia, “La Gitana”, reza al verles pasar una oración.
En mitad del Puente romano Juan de Mairena explica a sus alumnos la lección; la de hoy trata del estoicismo, doctrina de la que Séneca fue uno de sus mayores representantes.
Comentaba la anécdota de un esclavo al que unos soldados romanos conducían hasta la muerte; negándose a morir como un cordero, de esa manera humillante que lleva al tirano a disponer del cuerpo y del alma de los demás, el esclavo encontró su propia manera de expresar su identidad, y su rebeldía: metió la cabeza en las ruedas del carro que le conducía hasta el matadero.
El pintor Romero de Torres ilustra la filosofía del sevillano reflejando en breves trazos el misterio de unos ojos negros, de una tenebrosa faca en la liga, y en el llanto de un bordón. Al fondo el Campo de la Verdad, y las heridas sangrantes de una corona de espinas que hacen de todo camino un calvario:
─ Várgame San Rafaé/ tené l´agüita tan cerca/ y no poderla bebé.
***
─ “¡Oh excelso muro, oh torres coronadas / de honor, de majestad, de gallardía!
¡Oh gran río, gran rey de Andalucía, / de arenas nobles, ya que no doradas!
¡Oh fértil llano, oh sierras levantadas, / que privilegia el cielo y dora el día!
¡Oh siempre gloriosa patria mía, / tanto por plumas como por espadas!
Si entre aquellas ruinas y despojos / que enriquecen Genil y Dauro baña
tu memoria no fue alimento mío,
nunca merezcan mis ausentes ojos/ ver tu muro, tus torres y tu río,
tu llano y sierra, ¡oh patria, oh flor de España!”
De este modo se expresa un refinado cordobés que, en una visita a Granada, recibiera la reprobación de un amigo por no echar de menos a su ciudad natal.
Después de prestarse al ritual de la tranquilidad de una mesa, y a los efluvios de la comida, el viajero comienza un periplo que le lleva desde la Plaza de la Iglesia en dirección a la Mezquita, a la Plaza del Potro, a la cuadrangular Plaza de la Corredera, y a la calle de Rodríguez Marín, para desembocar en la Plaza del Conde de las Tendillas.
A tan espacioso lugar le lleva el primero de sus objetivos: visitar el Instituto “Luis de Góngora”, donde los jóvenes de su pueblo se examinaban “por libre”.
Allí dos amables conserjes le invitaban a pasar a la antigua capilla, y a echar una añorante mirada al patio principal.
La oscura capilla, construida por los jesuitas en el siglo XVIII, es toda una invitación al silencio, y a la meditación; y el patio, que se mira en el mármol del suelo, y que espejea reluciente su belleza de Narciso, florece en viejas sombras que, como envueltas en sueños de luz, pueblan con su rumor infantil aquellos claustros y galerías: la Señorita Revuelta, el Doctor Cabanás, D. José Miguel Liso; y aquellas pequeñas figuras, encorvadas cual amanuenses sobre un folio en blanco.
Sobre papel pautado, adornado de preciosos colorines, la melodía de una canción, escrita para guitarra, e interpretada por Serranito, con el fondo sonoro de las solemnes campanadas de un reloj, y con el eco de una voz que dice la hora: “Son las doce en punto…”
Saliendo de Claudio Coello, y a la izquierda de la Plaza, nuestros pasos nos llevan hasta una coqueta placita que titula “de la Compañía”, llamada así por obra y gracia de los jesuitas, expulsados de aquel Colegio de la Asunción a principios del XIX.
Al fondo de todo, y a la izquierda, se encuentra la calle Pompeyos, donde en otro tiempo hubo una cálida pensión, hospedaje de jóvenes y bulliciosos estudiantes, y donde aún permanece vivo el recuerdo de su propietario, pequeñito y gordinflón, con un preocupante lunar sobre su incipiente calvicie.
De vueltas a las Tendillas el espectador aprecia que, en las aguas del recuerdo, “cualquiera tiempo pasado es mejor” porque en nada nos incomoda y afecta. ¿O tal vez sí?
La esquina del antiguo “Bar Córdoba” le recordaba a aquel niño que, desde la torre mocha de unos hombros, advertía del peligro de incordiar a un grupito de seguidores peñarriblenses del Atlético de Bilbao, promotores de una extraña algarada al grito de: “¡Aguirre!, ¡Aguirre!, ¡Carmelo!, ¡Arteche!...”
Sobre aquellas apasionadas incluso se aventuraría a reconocer las de Mario, el herrero, y la de su tío Paulino, bajo cuya protección la vida le parecía la aventura más amable.
Bajando por Gondomar, la iglesia medieval de San Nicolás de la Villa se unge de rubio albero, y muestra su porfiada torre que, en tiempos fuese promontorio de defensa, y alminar desde el que convocar a la oración a los fieles.
A la izquierda de la portada principal destaca una alegre placita donde las sombras de los naranjos son la mejor invitación para disfrutar de un breve descanso, del sabor de unas pastas, y de un espumoso café.
Hasta aquella antigua Escuela Normal de Magisterio acudían en otro tiempo los Manolo, Pepi, Aurora, Rafa, Mª del Carmen, amigos todos a los que aún pudo ver divagando por allí, consultando sus apuntes, o acariciando el aire al ritmo de una partitura musical.
Volviendo a tomar el pulso febril de la calle, en dirección a la Victoria, el paseante cree oír a sus espaldas la melodía de un romance de Julián Sánchez Prieto, declamado magistralmente por la rapsoda Julia Gutiérrez; o tal vez el ruido metálico de un potro, que agita los brazos con aires de fiesta, aglutinando en su pecho toda la anchura de la calle:
─ Entre aquella animación, /un grito de admiración / alarmó a la gente seria
cuando por la Concepción/ se vio subir de la feria/ el cuerpo más soberano,
más gallardo, más serrano/ que viera del sol la luz
sobre un potro jerezano/ del mejor hierro andaluz.
Con la premiosa parsimonia de quien no tiene que coger el tren, o tomar el bus en la vieja parada de “Auto Transportes López”, el paseante se toma su tiempo para ubicar la antigua librería “Luque”, transformada hoy en día en Café y Bollería, o el céntrico y destartalado Hotel “Andalucía”, donde los desconchones no le impiden recordar la ternura de unos padres, unas cortísimas vacaciones de dos días, y la consiguiente visita a la joyería “La Milagrosa”, lugar donde su progenitor procuraba a la familia un buen regalo de oro, y una mejor inversión que la del billete encerrado en la caja de un banco, o debajo de un ladrillo.
De vueltas a las Tendillas, donde el torero Lagartijo, montado a caballo, se piensa las respuestas de Gran Capitán, el pasajero toma esta vez hacia su derecha, confiado en la protección del buen Dios, y en dirección a la Mezquita.
Por el camino topará con Rey Heredia, nombre de una calle donde residió uno de nuestros más preciados cervantistas: D. Francisco Rodríguez Marín, autor del estudio “Cervantes y la ciudad de Córdoba”, donde se habla de los orígenes cordobeses de Cervantes.
El halago de Circe tal vez no fuera obstáculo suficiente como para que Ulises se arriesgara a perderse él, y a perder sus naves; pero el embrujo de Córdoba siempre me llevó a pensar que, en una nueva reencarnación, estaría encantado de poder vivir allí, de releer los versos de Juan Bernier, o tal vez de escuchar sentidas palabras, como las que Ricardo Molina deslíe en la interrogación de unos versos:
─ ¿Por qué nos diste el don de la belleza/ y corazón ardiente para amarla?
¿Por qué en la negra noche del deseo sembraste/ constelación de ávidos sentidos?
¿Por qué nos diste ojos para ver este mundo, / y oído para escuchar su voz dulcísima?
¿Por qué nos diste el cielo confuso del recuerdo/ donde arden imágenes, tal nubes,
Cubriendo nuestras almas de sombras y crepúsculos?