10 de mayo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Nubes
─ “NO RECUERDO HABER HECHO MAL A NADIE, NI SIQUIERA EN PENSAMIENTO; SI HUBIERA HECHO ALGÚN MAL, PIDO PERDÓN”
En 1898 los muros de una casa en ruinas, cuyo lamentable estado ya había anunciado casi trescientos años antes D. Francisco de Quevedo, se abaten definitivamente:
─ Miré los muros de la patria mía, / si un tiempo fuertes ya desmoronados
De la carrera de la edad cansados/ por quien caduca ya su valentía.
Por las mismas fechas Ángel Ganivet, cantor de “Granada la bella”, y cónsul español en Riga, se suicida arrojándose a las heladas aguas del Duina, Su último testamento fue una frase entrañable que cualquier hombre de bien suscribiría:
─ No recuerdo haber hecho mal a nadie, ni siquiera en pensamiento; si hubiera hecho algún mal, pido perdón.
Es probable que en este su segundo intento el granadino hubiese querido evitar la pesada soberbia de una losa de mármol, o el ripio de un epitafio como el que Fernández Grilo dedicara a la memoria de un niño:
─ La vida es el morir; la vida humana / es la senda medrosa del desierto;
la vida es el rumor de una campana/ que toca a muerto.
La vida es el morir, es el ocaso/ de un sol que entre tormentas se derrumba;
la vida es una lágrima, es un paso/ de la cuna a la tumba.
De luces y de sombras, de auroras y nubes, de tinieblas en las cumbres, debió de haber cantidad de escritos en el s. XIX, conducentes a expresar un paisaje emocional con imágenes de tal cuño, y a modo de paleta de colores.
Como pudiera mostrarnos un estudio diacrónico de nuestra historia literaria, estas parejas de vocablos vienen rodando de antiguo, con connotaciones muy precisas, que se pueden resolver en la antítesis : " luz / sombra ", "alegría / pesar", fácilmente “espigables” en poetas como Garcilaso de la Vega, Francisco de Rioja, Luis de Góngora, y otros muchos..., hasta llegar a la época postromántica:
─ ¿De qué me sirve el súbito alborozo/ que a la aurora resuena,
si al despertar el mundo para el gozo,/ sólo despierto yo para la pena?
Y es que, en contraposición a las "nubes", pregoneras de la desolación, de los cataclismos, y de las guerras..., "la aurora", embajadora de la luz, es el símbolo de lo que empieza.
El término "nube" encierra, además, distintos sentidos; en uno de ellos, "la nube simboliza las formas como fenómenos y apariencias, siempre en metamorfosis, que esconden la identidad perenne de la verdad superior"; usada en este tono no faltan ejemplos, como el que tomamos en préstamo a José Joaquín de Mora:
─ Luego, disperso en la rugosa falda/ la mole blanquecina,
convirtiendo los riscos/ en pirámides, templos y obeliscos.
En las sucesivas metamorfosis que sufre la nube, la niebla representa: "el oscurecimiento necesario entre cada aspecto delimitado y cada fase concreta de la evolución".
Y siguiendo el discurso que formula Juan Eduardo Cirlot en su “Diccionario de Símbolos”, apuntamos a las posibles connotaciones masónicas que los referidos términos encierran.
En efecto, la palabra "niebla" ─ del griego "nephes"─ es empleada por los masones, en su acepción etimológica, simbolizando el Caos Primordial, el caos sagrado al que alude Hölderlin, la niebla del Amor universal de la que hemos salido, y a la cual volveremos, el Ouroboros, o serpiente que se muerde la cola.
Con qué sencillez lo expresan Carl Sandburg, en su poema “Niebla”; y W.H. Auden, en su “Funeral Blues”.
Y con qué bravía intensidad el peruano César Vallejo, en ese juego de luces que son la expresión de un “vacío” metafísico, de “versos que chirrían”, del misterio de la Esfinge Preguntona, que no sabe qué responder a las cuestiones que el poeta plantea en su poema “Espergesia”:
─ Todos saben... Y no saben/ que la Luz es tísica, / y la Sombra gorda...
Y no saben que el misterio sintetiza...
que él es la joroba/ musical y triste que a distancia denuncia
el paso meridiano de las lindes a las Lindes.
Yo nací un día/ que Dios estuvo enfermo, / grave.
***
Repasando viejas lecturas he dado con un libro que, por su gran originalidad, siempre me ha llamado la atención. Es una obra de teatro irrepresentable, de la que es autor el madrileño Ramón Gómez de la Serna.
“Los Sonámbulos” es una de esas obras iconoclastas, que junto a “Utopía”, “El drama del palacio deshabitado”, y “Beatriz”, plantea el tema de las sombras, y de la oscuridad, en clara conexión con el tema de la muerte, y el de la realización de la utopía.
El hombre, como los personajes de estas obras, vive en un estado de semi─ oscuridad, tal como Platón especula en “el mito de las cavernas” (libro VII), imposibilitado de apreciar la verdad de sus concepciones, por más que ellas puedan proporcionarle esa felicidad que todo el mundo busca.
Dice Francisco Umbral, hay dos cosas que impiden a Gómez de la Serna “hacer de la muerte una meditación transcendental: la estética y el optimismo”.
Relacionada con el motivo de la muerte encontramos la palabra “espejo”, una lexía de carácter plurisignificativo, y símbolo muy recurrente en la obra ramoniana.
El espejo “es por donde se van los muertos y vienen las apariciones”.
“Hay algo lunático ─ dice Ramón─ en la luna de los espejos”; y es esa visión ─ esbozada en forma de greguería, y subrayada con un léxico de magia, de locura, de sueños…─ la que potencia en la obra el fragmentarismo, la escisión ( “Los espejos han cerrado su ojo y viven de su interior”), la ruptura de planos, el caos temporal, y toda una dinámica de desplazamientos: “ese interior con horizontes y largos caminos de los espejos”.
Este perspectivismo, casi fotográfico, en que el espacio se transforma en una suerte de tiempo solidificado, es el mismo que Velázquez plasma en “Las Meninas”, formulando eso que la crítica conoce como “el arte de los espacios infinitos”, bien mediante el recurso técnico de los espejos, bien por la conjunción de luces y sombras, o bien mediante la inserción de la obra de arte dentro de la obra de arte.
Y esa forma de perspectivismo alcanzará fortuna en la época moderna, entre los noventayochistas españoles ─ Antonio Machado, y Azorín, p. e.─ que utilizan el símbolo del espejo en sentido muy cercano al de Ramón.
En “Los Sonámbulos” los espejos constituyen la puerta de entrada de uno a otro mundo; y aquí la experiencia personal de quien, enfrentado a la muerte de forma real o simbólica, relata la vivencia propia de un túnel que ha atravesado, para emerger en una luz radiante, de una belleza sobrenatural.
Y continuando con la alegoría─ que bien pudiera entenderse el texto como una metáfora de la muerte─ “el puente” es el paso que siguen los sonámbulos en su tránsito entre los dos mundos; el camino a través del caos; y aquí las teorías cabalísticas del Yezirah inferior hacia los mundos superiores.
Según la tradición tántrica tibetana, la muerte no es más que una transición de una existencia aparentemente estable hacia otra inestable.
Es nuestra propia ignorancia lo que nos esclaviza, al no llegar a entender que cada momento de nuestra vida es la muerte del anterior, y el nacimiento subsiguiente.
En el “I Ching”, la interpretación del “yin” ─ identificado con la oscuridad, la humedad, y lo femenino ─, y el “yang” ─ asociado con la luz, la sequedad, y lo masculino─ se basa también en un dualismo dinámico y cíclico.
El “yin” y el “yang”, representantes de esa dualidad de la luz y las tinieblas, de lo consciente y lo inconsciente, de lo celestial y lo terrenal, que en algunas modalidades del Cristianismo se llevó hasta el extremo de un completo divorcio entre la carne y el espíritu. Tema éste que abordaremos en otro momento, si la ocasión lo requiere.