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3 de mayo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Cadena de favores

Cadena de favores
El día 12 de noviembre de 1912, a las 13 horas de un mediodía madrileño, y en plena Puerta del Sol, el anarquista Manuel Pardiñas asesinaba de tres tiros por las espaldas a D. José Canalejas, líder del Partido Liberal, y Presidente del Consejo de Ministros, mientras éste se entretenía en mirar los libros expuestos en el escaparate de la librería San Martín.
El extraordinario revuelo que entre los madrileños, y entre los liberales, produjo la noticia, dio lugar a toda clase de conjeturas, como que tan luctuoso suceso se podría haber evitado si los políticos en el poder hubieran usado de mano dura contra los anarquistas, o si Canalejas no hubiera sido tan ingenuo, y se hubiera hecho acompañar de una escolta.
El escritor Alberto Insúa, que estuvo a dos pasos de allí, y que oyó el ruido de las detonaciones, explica los acontecimientos que él mismo vivió de la siguiente manera:

─ El cadáver de Canalejas fue conducido al Ministerio de la Gobernación. Desde donde al atardecer lo trasladaron al Congreso para quedar expuesto en el Salón de Sesiones hasta la hora de las exequias (…) pero asistí casualmente al paso de los correligionarios y amigos de Cánovas, por la carrera de San jerónimo, portadores en hombros del cuerpo exánime de su jefe. Y de todos aquellos señores enlevitados, cariacontecidos, temblorosos, y más de uno llorosos, no hago memoria sino del inolvidable Dionisio Pérez, que recibía las lágrimas en el bigote sin cuidar de enjugárselas. “¡Pobre Dionisio! ─ pensé─. La muerte de Cánovas es quizá el fin de tu carrera política, porque cuando cae una de estas águilas que empollan ministros y hacen diputados ¡a cuántos arrastran tras de sí!...”.

Una historia similar a ésta ─ porque también se trata del asesinato de un destacado liberal, y también Presidente del Consejo de Ministros─, pero con tintes más cómicos, es la que nos ofrece en uno de sus relatos el saleroso andaluz D. Francisco Rodríguez Marín, sobre el velatorio de D. Antonio Cánovas del Castillo.
En aquellas fechas en que los españoles asistíamos al “turnismo” de esa gran cursilada que ahora llaman “gobernanza” del país ─ exactamente lo mismo que hoy reza en el repetido eslogan: “PSOE y PP la misma cosa es”─ aparece la figura del “cesante”, propiciada por las leyes de Cánovas, que dan derechos a unos funcionarios, y que a otros se los quitan porque sí, porque no son de “los nuestros”.
El drama de la “cesantía” lo reflejan varios escritores, entre ellos D. Benito Pérez Galdós, quien en su novela “Miau” refleja las privaciones de D. Lucas Villaamil.
Max Estrella, personaje de “Luces de bohemia”, también se define a sí mismo como “cesante” de pájaro libre, cuando Serafín “el Bonito” le interroga, con métodos expeditivos, acerca de su profesión.
Gracias a Dios ése es un tema que hoy en día no sucede, por la gran eficacia de nuestros sindicatos; por la cintura que muestran las distintas “familias políticas”, en el seno de sus partidos; y por la gran decisión de quienes dicen que no están dispuestos a salir al desangelado frío de una agencia de colocación, ni a que los echen del calorcillo de sus trincheras, ni tampoco con paños templados, ni con agua caliente.

***

DUELO Y RISA EN LA MUERTE DE CÁNOVAS (RODRÍGUEZ MARÍN)

De romper a reír estrepitosamente por un dicho inesperado los que se juntaron para recibir pésames tengo una muestra en otro cuento mío que titulé En el pecado. La penitencia. Véase otra muestra ahora, referente nada menos que a la trágica muerte de don Antonio Cánovas del Castillo.
Asesinado en el balneario de Santa Águeda (1897) el insigne estadista malagueño, apenas se recibió la noticia en la ciudad de Huelva, mi amigo el admirable poeta don Manuel Cano y Cueto, gobernador civil de aquella provincia, se dispuso a recibir, en nombre del Gobierno de la nación, el pésame oficial de las autoridades, las cuales se apresuraron a cumplir este triste deber. Puesto a media luz, como para el efecto convenía, un salón del edificio, y ocupando el Gobernador el sitial de preferencia, fueron llegando los principales funcionarios de todos los órdenes: el alcalde, el gobernador militar, el vicario eclesiástico, el director del Instituto de segunda enseñanza, el ingeniero director de las obras del puerto, etcétera, etcétera.
Cada vez que entraba uno de estos señores se repetía la misma escena: el levantarse, al par que el Gobernador, los antes llegados; el dar la mano al presidente del duelo y las palabras denotadoras del pesar que había causado en el ánimo del entrante el vil asesinato del insustituible y glorioso jefe del Gobierno y del partido conservador. A tales palabras, muy estudiaditas por el camino, contestaba el Gobernador con otras de pesar y de protesta, que, al par que se iban como estereotipando, por la repetición, en la memoria del que las decía, iban perdiendo su calor y espontaneidad iniciales para convertirse en frio tópico y huera fórmula. Y llegaba otro, y otro, y otro más, y repetíase la escena, atravesando alguno de los concurrentes tal o cual frase estudiada; y algunos se llevaban la mano o el pañuelo a la boca para mal disimular el tedioso bostezo del hombre que se aburre.
Sí, porque por mucho que fuese admirado Cánovas y se protestara contra su asesino, la indignación había tenido su momento, y éste pasado, cada cual pensaba, más que en otra cosa, en las resultas personalísimas que para sí y su empleo podría tener la muerte del gran político. El primero que ya se estaba viendo desgobernado era el mismo Cano y Cueto, presidente de aquel fúnebre concurso. Así, embebido cada uno en sus propios pensamientos, hacíase de pronto un amodorrado silencio general, que duraba hasta la llegada de otro visitante.
Uno llegó, algo retrasadillo, como solía llegar a todas partes, entretenido y embebido como estaba en su hogar por su afición al arte de la pintura: don Rodolfo, el presidente de la Audiencia provincial. Al entrar en el salón repítese una vez más, por todos sus trámites, la escena del pésame; pero hubo en ella una importante modificación, que sacó de su soñolencia a los allí reunidos, cuando vieron que don Rodolfo tuvo un pero que oponer, no ya al descuido de la policía, que no veló como debiera por la preciosa vida de don Antonio, sino al lamentable descuido del propio gran estadista. Don Rodolfo repetía con voz alterada por la emoción:
─Porque, señores míos, ¡valgan verdades!: ¿Dónde dejamos la negligencia del señor Cánovas?
Al oír esta pregunta, todos los presentes se removieron en sus asientos para mejor escuchar lo que había de venir tras ella: la explicación de ese descuido. Y vino, en efecto, y fue ésta, enfáticamente dada por don Rodolfo:
─ Sí, señores: descuido imperdonable. ¿Don Antonio necesitaba tomar esas aguas? Pues bien, un hombre de su importancia social, un hombre que no ignoraba tener muchos enemigos, no sólo personales, sino del régimen monárquico, ¿por qué, así como así, lo mismo que un particular cualquiera, se pone en camino y se instala en el balneario? Yo en su lugar, hubiera hecho lo siguiente:
Aquí, mientras don Rodolfo carraspeaba preparándose en forma para proseguir, ya avivada la atención del auditorio, todos los escuchantes aguzaron el oído para saber lo que él habría hecho a ser don Antonio Cánovas. Y el buen don Rodolfo prosiguió, en efecto, poniendo mucho calor en sus palabras:
─ Yo que él, de acuerdo con doña Joaquina y con mi médico, habría fingido que guardaba cama por un fuerte catarro, y que me estaba prohibido recibir visitas, los periódicos habrían publicado diariamente mi supuesto estado de salud, y toda España creería cierta, mi enfermedad y mi reclusión. Entretanto con el mayor sigilo, se me habría proporcionado un traje de obrero y unas gafas oscuras para ocultar la bizquera, y, afeitándome el bigote…
Una carcajada tan general como ruidosa interrumpió a don Rodolfo, que no pudo acabárselo de afeitar.
Ya dio fin toda seriedad en aquella reunión de duelo. La muerte de Cánovas, al figurárselo los concurrentes afeitándose el bigote con la afilada navaja de don Rodolfo, fue reída y reterreída por todos los elementos oficiales de Huelva gracias a la peregrina salida barberil de aquel buen señor, pintor de afición a ratos, presidente de una audiencia provincial y hombre destinado a mantener en su fiel, en cuanto a la delincuencia, en el territorio onubense, la simbólica balanza de Astrea.
 

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