11 de abril de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Un día de perros
Las palabras, como los seres vivos, nacen, crecen, se multiplican y mueren.
Si pusiéramos en valor cada una de ellas veríamos que todas tienen su propio peso, su peculiaridad, una forma especial de mirar, una manera de andar que las delata, y una distinta consideración por parte de quien las dice, las escribe sobre un papel, o las paladea en suave melodía.
A veces una de ellas te asalta si te pilla distraído, y nos rebasa veloz como si de un golpe de mar se tratase, sin dejar ni un ligero resquicio de esperanza en los labios, ni un hilillo de voz, ni una brizna de aire en los pulmones, ni tiempo para respirar:
─ Señor, ¿ha visto usted qué día tan bonito hace? Pues aprovéchelo, mi arma, que no se lo va a creer pero el pasado año, por estas mismas fechas, murieron ocho personas de mi familia, y me he quedado solita…
En mitad de la Calle Mayor, o asomadas a las barandillas del puente, las palabras se hacen junco para servir de contrapunto al rumor del agua que corre, o al murmullo que resuena con voz de cántaro: es la dulzura que encanta con halagos de sirena; o la anea que cimbrea su cintura hasta romperse, y hasta quedar inservible al borde de cualquier orilla.
Hay palabras tan mimosas que desde pequeñitas las acunamos como a muñeca de trapo, o como a un oso de peluche; tan divinas, que les profesamos adoración; tan hermosas, que nos enamoran de un simple vistazo; tan etéreas, que se nos figuran de sueño; tan hostiles, que se nos clavan cual zarpas de fiera, y nos hacen gritar un ¡ A mí la legión!; tan sigilosas que no se las ve venir, hasta que se nos echan encima; tan frágiles y volanderas cual colibríes; tan balsámicas, como beso de madre en la frente; tan piadosas como un cielo; tan bebibles como un “glu─ glu”.
Hay voces contorsionistas, que se estiran como chicles, y que se amoldan a todo lo que sea “políticamente correcto”; y rebeldes defensoras de su particularísma trinchera.
Y las hay, cómo no, con la amistosa nobleza de un perro: familiar cual perrillo bodeguero; fiel como un fiero mastín; cordial como un Labrador; desinteresada, y evocadora de recuerdos, como un perro de ciegos; amistosa como un perrillo faldero, cuyo gesto de ternura todo el mundo reconoce, pero sin que nadie sepa para qué podría servir, si no es para crear molestias innecesarias que nadie esconde.
Qué felicidad la de “Panchito” ─ la mascota de mi amigo Juan Carlos, y de todo hombre de bien que lo necesite─ que corre alegre tras su dueño; y luego, cuando ve una buena poza de agua se lanza confiado al frío cristal, y rompe su espejo cual niño travieso, esparciendo un chaparrón de alegres gotitas, y moviendo su esponjada fisonomía a ritmo de charlestón.
Por él quisiera reivindicar la famosa locución aquélla de “tener un día de perros”, como la expresión más cercana a la de echar una buena jornada entre amigos; un hermoso día campestre; un panorama de vértigo en la Sierra; o un paseo por la playa, acompañado de aquello que nos invita a vivir, tan despreocupadamente como lo cuenta uno de esos relatos de Miguel Gila:
─ “No se mueran nunca, porque después que te mueres ya ni puedes ir al teatro, ni jugar al dominó, ni veranear en una playa, ni ir a un baile, ni nada de nada; lo mejor es no morirse nunca, porque aunque la vida nos dé problemas y a veces depresiones, vivir es muy bonito. ¡Qué puñetas! Se lo digo yo que me he muerto varias veces”.
A los que se han muerto ya varias veces, y aún le queden vidas, como a los gatos, las autoridades les recomiendan que extremen toda clase de precauciones en el transcurso de la feria; que dejen constancia de su presencia llevando el D.N.I en la boca, por si ocurriese un terremoto y hubiera que identificarlos.
Y que no den la mano al primero que se la pida, ni se dejen echar las cartas del futuro por María de Padilla, y su secta de adivinadores:
─ “Por un camino ancho pasé, / Tres cabras negras vi,
Las paré / Las ordeñé/ Pa´ tres quesos le saqué;
Uno pa´Barrabás/ Otro pa´Satanás,
Y otro pa´María Paíya / Y pa´toa su cuadriya.
Que si quieren dejarse llevar por los pronósticos del hombre del tiempo, por los mensajes de alarma de los políticos, o las artes adivinatorias de una ramita de romero, no tienen más que salir a la calle, y llevarse el paraguas, por si acaso.
Las palabras le asaltarán impunemente detrás de cualquier esquina, como pretendiendo robarle lo que realmente tiene: ojos para apreciar la talla moral de la gente, tiempo para regalar caricias, y oídos para escuchar lo que la buena gente quiera decirle.
…
─ M. acaba de irse, y me ha vuelto a preguntar por ti. Hace días que no coincidís.
Desde hace un año, aproximadamente, V. es mi proveedor de pan, la olorosa cafeína de su parroquia, y mi diaria cita con un buen amigo.
Mientras hablo con él oigo una voz lejana a mis espaldas:
─ ¡Hombre, Joaquín! Me alegro de que por fin hayas vuelto de Málaga. Me he acordado mucho de ti, porque eres la única persona con la que puedo hablar, y que pones el contexto adecuado a las cosas que digo.
(Semejante declaración, impropia de quien las dice por lo extraordinariamente comedido de su charla, se me clava en la piel como una picadura de avispa, si dar tiempo ni a pensar).
─ Pero, cómo es posible que digas eso cuando lo único que hago es oírte, y empaparme de ese pozo de sabiduría que en poca gente he visto brillar como en tu caso.
Por desgracia nunca me pillas con una libreta y un blog, para tomarte notas, pero las de hoy las pienso grabar en mi cabeza, para sacarte un artículo. Ya que no dejas que te entreviste…
─ ¡Eres un cachondo mental..! ¿Sabes lo que mis hijas dicen de tan “brillante” cháchara? Que tengo unos temas de conversación muy interesantes. Todos igualmente aburridos…
Tras unas gafas oscuras, mi amigo sonríe, con un gesto entre pícaro y melancólico.
─ Pero, antes de que se me olvide,… ¿cómo era aquella frase que tu padre decía?
Y se echa mano al bolsillo, y saca parsimoniosamente una hoja doblada, y un bolígrafo de tinta negra, dispuestos para escribir.
Dentro de una media hora volverá a hacerse la “quimio”.
Con éste y otros pormenores, hasta el más torpe adivina por dónde van las preguntas de un caballero de los de antes, de esos que, ante un aviso de combate, o crítica situación, no se deja tocar las barbas por nadie.
Disfrazo cuanto es posible la amargura de mi voz, enganchada en un “vibrato”:
─ Mi padre solía decir: “Señores, soy de ustedes pero me retiro”. Sabes que esa forma de comportarse está en completo desuso, y que forma parte de un ritual amistoso, de cuando la gente usaba mascota, o sombrero, y se la quitaban a la entrada de la iglesia, o en un gesto de saludo, y de respeto.
(Y hago el gesto de quitarme el sombrero, como remedando a un mimo).
Observo una mirada triste. Pregunto cómo van las cosas, y obtengo la respuesta de un “mutis”.
Entiendo que es hora de hablar:
─ Ya sabes que por mi parte se te quiere, y que sin ti nada sería igual. Que mientras pueda, me comprometo a traer la mejor de mis sonrisas.
Que sin ti no conocería los detalles del profe aquél que sacaba fotos de los “comunistas y de los facinerosos” con una máquina “Polaroid”; del ascensor del San Isidoro, que sólo usaban los catedráticos; o de la medalla Fields, en cuyo anverso figura la cabeza de Arquímedes.
Ante tan inapropiada verborrea no le queda más que reírse.
Nos damos un fuerte abrazo, y nos despedimos de la esquina testigo de una amistad.
Hasta hoy mismo no estaba nada orgulloso de mi forma de expresarme, pero pienso que en otro tiempo no habría sido capaz de plantear mis emociones, y que de algo sirve envejecer.
Definitivamente, las personas tenemos mucho que aprender del lenguaje de los cánidos, de su ternura al mirar, y de la falta de “lemas” que preside su perruna vida.
Y que si fuera agradecidos, cuando me venga a la mano uno de esos días tan alegres, lo debería reconocer con la sencillez de una frase:
─ ¡Pues hoy tuve un día de perros!