31 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El jardín de las rosas. (A Dani Solano, cronista de esa historia cordial de la que siempre queda un renglón nuevo por escribir)
“JARDINERA, TÚ QUE ENTRASTE/ EN EL JARDÍN DEL AMOR DE LAS FLORES QUE REGASTE/ DIME CUÁL ES LA MEJOR.”
Paseaba en compañía del bueno de D. Antonio Machado por uno de aquellos parques periurbanos que tan agradables momentos de expansión procuran a los habitantes de la gran ciudad, cuando vi pasar junto a mí a un bullicioso grupo de jóvenes empeñados en una especie de batalla medieval, en que no faltaban hachas, espadas y escudos, de un verde─ luz reflectante “made in” Corea, o en Hong Kong.
─ “Jugando a la sombra / de una plaza vieja, / los niños cantaban…
La fuente de piedra / vertía su eterno/ cristal de leyenda”.
Como la edad de los pleiteantes doblaba en mucho a la que siempre fue habitual en esta clase de entretenimientos, pensé si no era éste un viejo juego de rol destinado a satisfacer a quienes no hicieron la mili, o el invento de un sagaz chamarilero destinado a vender sus alegrías de infancia al mejor postor.
En estas consideraciones estaba cuando pensé en lo beneficioso que sería para nosotros, los que ya estamos en edad de riesgo, recuperar esa legendaria ilusión: volver a ser lo que en otro tiempo fuimos; retomar en nuestras manos el taco de billar de los Futbolines de Luciano; recordar hermosas canciones, y cantar sus pegadizas melodías, tomados de la mano en un inexpugnable círculo de la amistad.
El problema para muchos sería que tendríamos que volver a empezar de cero, a rescatar letra y música de hermosos romances, a allegar memoria de aquellos juegos que nunca termina el espíritu de disfrutar, como pasa con una bella historia, o con un ingenioso chiste:
─ “Cuando íbamos al colegio, los niños jugábamos mucho en el recreo; jugábamos a la justicia, a los carabineros, a la correa escondida, a las tabas…
En aquel tiempo había dos municipales que tenían muy mal pataje, y que siempre que jugábamos en el “camarín” ─ que es el túnel que iba desde la Plaza al Ayuntamiento─ nos trincaban en medio, y nos corrían a “bergajazos”.
Cierto día subí por las “quemas” de la pared ─que así llamábamos a las agarraderas ─ hasta llegar al tejado, con el propósito de coger nidos y pajaritos; pero me resbalé, y casi me mato.
Otros juegos de los niños de Olivares eran:
La rueda o corro, en la que cogidos de la mano dábamos vueltas, al tiempo que cantar bellas canciones.
La pipirigaña, juego en que puestas las manos unas encima de otras nos dábamos pellizquitos, a la vez que entonábamos una simpatiquísima canción:
“Pipirigaña, mataba arañas, / Un cochinito, bien peladito. / ¿Quién lo peló?
La pícara vieja que está en el rincón/ Pin pon, ponte la mano en la frente…”
Y así, con la mano en la frente, se iba haciendo lo que indicaba la canción, hasta que al terminar se decía:
“¿Y los pollitos / dónde están?/ ¡Eh, que aquí están, aquí están!”
El juego de las bolas consistía en meter las canicas en un “huche”. Como la Plaza de Olivares estaba por aquel entonces adoquinada, a los agujeros que había entre las piedras les llamábamos así. Cuando un jugador atinaba a meter la bola en el huche, tenía preferencia sobre los demás. Las canicas de barro y cristal las guardábamos en una talega de tela, o bien en una cestita hecha con varetas de olivo.
Para el salto de la piola se necesitaba una enorme agilidad. Se pintaba una raya en el suelo, y el niño que la pisara al saltar tenía que hacer de “rucho”, para que los demás saltaran sobre sus espaldas. La distancia entre la raya y el rucho se incrementaba en cada nuevo salto.
En el juego de La Arcuza el “rucho” se apoyaba en una reja, y el salto que se hacía sobre él era en altura, no en longitud. Según el número de participantes, el “rucho” podía ser de dos o tres niños. El “rucho” que aguantaba el peso de los jugadores cedía su lugar a quien antes perdiese el equilibrio, y cayese al suelo”.
Quien así habla es nuestro generoso informador del sevillano pueblo de Olivares, que bien podría haber sido Muqaddam ben Muafa Al Qabrí, el ciego egabrense que remataba sus poemas con una cancioncilla popular rescatada de labios de nuestras abuelas; o bien Lorca, Alberti, o Juan Ramón Jiménez, fieles representantes de nuestra lírica popular.
Cuánto disfrutarían nuestros primerísimos poetas de esas canciones de cuna, de esos cantos escolares, de viejas canciones de corro, de trabalenguas, retahílas, endechas, y cuentecillos primorosos de los de nunca acabar:
─ TIENE LA TARARA/ un vestido blanco/ que solo se pone/ en el Jueves Santo
¿Quién es esa Tarara, me pregunto, que siempre me conmueve en tempo de “allegro”, como me imagino que a Federico emocionó a las teclas de un piano? La imagino, igual que tú, graciosilla y divertida, moviendo rítmicamente su cintura para “los muchachos de las aceitunas”:
─ ¡A LA FERIA! / Un duro nos queda. / No te pongas seria, / y vente a la feria.
Compra una oveja: / Si no la quieres blanca/ Cómprala negra.
Compra un borrico: / Si no lo quieres grande / Cómpralo chico.
Compra una bota: / Si no la quieres nueva/ Cómprala rota.
Compra un capacho: / Sombrerito de niña/ O de muchacho.
Hacen muy bien las chicas en no comprometerse y ennoviarse, para así no tener que poner caritas de serias, y para no tener que aguantar las formalidades del noviazgo, o los pisotones de un patoso que no aprenderá nunca a bailar:
─ MARÍA, cuando te sientas/ Con tu novio en el corral/ Pareces una cereza/ Cogida del cerezal.
─ LA POLOLA no baila con Manuel/ porque dice que tiene sabañones.
La Polola no baila con Manuel, / porque tiene sabañones en los pies.
¡Baila, Manuel, baila con la Polola!/ ¡Baila, Manuel, baila con los pies!
Me pregunto las razones por las que prima en la pintura la figura de mujer, o por las que el tema amoroso está tan presente en canciones destinadas a ser cantadas por niños:
─ CALABAZAS ME HAN DADO/ de tres maneras: / calabaza Barbate / blanca, y roteña.
Y esa calabacita / yo no la quiero, / porque dicen que tiene/ amores nuevos.
Amores nuevos, niña, / te han regalado: / te han vuelto la carita/ al otro lado.
Probablemente estos melódicos juegos, que sufren del contagio de la mirada de los adultos, son una forma de iniciación festiva en una sociedad reglada por la exactitud del número entero, y de lo que de accidental tiene todo lo que se supondría del más estricto control:
─ AMIGAS, BUENAS TARDES, / Me voy a retirar.
Espérate un poquito / Que vamos a jugar.
Por hoy me es imposible. / ¿Pues qué tienes que hacer?
Lo que mi buena madre / Se sirva disponer.
Me ha dicho que sin falta/ en casa esté a las seis.
La causa dinos, niña/ Si tú sabes cuál es.
No quise averiguarlo / Pues solo es mi deber
A mi madre del alma/ Poderla complacer.
Razón tienes de sobra/ Niña, sin vacilar
Nosotras aplaudimos / Tu modo de pensar.
Desconocen los mayores que son hijos del azar, y que hasta el simple vuelo de una mariposa podría perturbar la exactitud de una estación climática, o la fría percepción de un número.
Por eso, “ahora que tenemos tiempo”, y que nadie va a poner trabas a que Pinocho pesque con la nariz”, o a que una niña caprichosa quiera ser “tan alta como la luna”, propongo decir mentiras, y contar contigo mil sabrosos disparates:
─ AHORA QUE TENEMOS TIEMPO, / vamos a contar mentiras, tralará.
Por el mar corren las liebres, / por el monte, las sardinas, tralará.
Al salir del campamento, / con hambre de seis semanas,
Me encontré con un ciruelo / cargadito de manzanas, tralará.
Empecé a tirarle piedras, / y cayeron avellanas.
Al ruido de las nueces, / salió el amo del peral, tralará.
Niños, no tiradle piedras, / que no es mío el melonar.
Que es de una pobre señora / que me lo mandó cuidar, tralará.
Qué placer para la lengua cantar canciones construidas sobre la simplicidad; decir frases faltas de sentido común sin que nadie tenga que poner un pero y rectificarnos; lanzar piropos y expresiones de cortesía a todo el mundo mundial, ahora que está prohibido cortejar a las chicas; soñar con ricos tesoros, como nos enseñó el pueblo árabe; tener amistad con las mariposas, las cucarachas, las arañas y los mosquitos, aunque en ocasiones nos piquen; hacer ritmo con los ruiditos, como fórmula tradicional de estos viejos “raperos” que nunca mueren:
─ LA ESPADA DEL REY DE CUBA, / dicen que la tengo yo.
La tiene una amiga mía/ clavada en el corazón.
El día que yo me muera, / me encierran en un cajón,
Saqué la manita fuera / y me la pilló un ratón.
Ay, mamá que me pica la araña, / ay, mamá, que me vuelve a picar.
Ay, mamá, qué cansada se pone./ Ay, mamá, mátala, mátala.
─ MI ABUELO, QUE EN PAZ DESCANSE, / era cazador de ranas,
Amigo de los mosquitos, / y amo de las cucarachas.
Yo me comí un rano frito, / y una cucaracha asá,
Y para quitarme el gusto, / una chinche colorá.
─ TIPI, TAPE, TIPI TAPE / Tipi, tape, tipitón.
Tipi, tape, zapa, zapa/ Zapatero remendón.
Tipi, tape, todo el día/ Todo el año, tipitón.
Tipi, tape, macha, macha/ Machacando en su rincón.
Ay, tus suela, zapa, zapa / Zapatero remendón.
Ay tus suelas, tipi, tape/ Duran menos que el cartón.
Tipi, tape, tipi, tape/ Tipi, tape, tipitón.
Y, como no podía ser de otra forma, me marcho a jugar con mi aro, mi tira chinas, mi pasesmisí, mi osito Pimpón, mis canicas, mis retahílas, y una monedita al aire para sacar cara o cruz.
Espero que otro día me invitéis los niños y las niñas de mi edad a saltar a la goma, a dar palmas formando pasillo, y a buscar en el día de Pascuas la flor del romero, de quien predica la copla que “quien por romero pasa, / y de éste no coge/ del mal que le venga / que no se enoje”.
Es tan solo un sueño que me gustaría compartir alguna vez con mis amigos del pueblo, o con esos peñarriblenses tan lanzados, que se reúnen en Santa Susana para ensayar en fraternal armonía ese gracioso baile del trenecito.