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31 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Ay, mamá Inés…

─ "AY, MAMÁ INÉS, TODOS LOS NEGROS TOMAMOS CAFÉ..."

Ay, mamá Inés…
En el siglo XVIII se hace referencia a una fábula que explica el descubrimiento casual de las propiedades de las semillas del café por parte de unas cabras.
Al parecer, unos pastores etíopes se quejaron al imán de que sus cabras permanecían despiertas, dos o tres noches por semana, tras ingerir las bayas de un arbusto.
No dudó el imán en tomar las semillas hervidas con agua, para comprobar su efecto.
Y así fue que entre los siglos VI y IX el invento prosperó, y la planta fue abriéndose camino desde Etiopía hasta la península arábica, a donde las tribus etíopes llevaron esa extraña costumbre de masticar granos de café crudo, o bien de tomar “qhashwah”, una especie de zumo obtenido de la fermentación de las bayas maduras del café.
Tan mágica poción, capaz de levantar el más apocado de los ánimos, tuvo una gran difusión en el interior de las mezquitas, donde los imanes aprovecharon para fomentar la piedad religiosa, ofreciéndolo obsequiosamente a los fieles.
La gran idea de comercializar el producto llegaría hasta Turquia, donde los dueños de estos establecimientos se ayudarían de hermosos muchachitos para atraer a la clientela.
Y pronto en aquellos locales se impondría la costumbre de jugar a las cartas, al backgammon, y al ajedrez, mientras el cliente disfrutaba de su humeante taza de café ─ que solía acompañar de pipas de melón y dátiles─, de una olorosa pipa de narghile, o de un alucinante cigarrillo de hashish.
Tan productivo negocio no pasaría desapercibido al olfato de un holandés que, tras robar unas de aquellas semillas, propagaría su cultivo en las colonias holandesas de Java, Sumatra, y Timor, hasta llegar a constituir la Compañía Holandesa de las Indias Orientales.
Y fue así que una sociedad recelosa llegaría a mirar con ceño adusto la inclinación de sus hijos hacia esta nueva costumbre del café, como en 1734 recogió el músico Bach en “La cantata del café”.
Poco después los españoles, que hasta entonces se pirraban por los efluvios del chocolate, y sus vecinos portugueses, terminaron adaptándose a los nuevos tiempos con la ayuda eficacísima de una mano de obra esclava, de la que no se prescindiría hasta un siglo después.
A partir de ahí las distintas clases de café ─ entre los más destacados el Kopi Luwak, obtenido en los excrementos de civeta─, sus diferentes nominaciones (solo, con leche, cortado, manchado, carajillo, torero, Belmonte, irlandés,…), y los métodos de obtención de tan energético producto (cazo, jarra napolitana, cafetera a presión, ibrik turco, máquina de filtro, etc…).
La vivienda en la España del siglo XIX, objeto de preocupación y de estudio por parte de médico higienistas, y de etnólogos, hizo del café el lugar de conjunción de la vida pública y privada, el espacio de reunión entre amigos y vecinos, el punto de encuentro donde compartir información, o donde hablar de nimiedades, en las que la conversación no alcanzase una seriedad o trascendencia que pudiese ofender a nadie.
Es de subrayar la proyección que alcanzaron los cafés literarios en toda Europa: en París, el Café de Flore, el Café de la Paix, o el Café Deus Magots, visitados por Jean Paul Sartre, por los Verlaine y Rimbauds, y por tantos otros artistas y escritores; en Roma, el Café Greco, frecuentado por la malagueña María Zambrano, y por nuestro Luis Javier Ruiz; en Sevilla, el Café Suizo; en Madrid, el Café Pombo, el Suizo, el Lyon, el Fornos, y el Gijón…; el Café Alameda, en Granada; en Málaga, el Café de Chinitas; en Viena, el Café Central; A Brasileira, en Lisboa; etc…
A D. Benito Pérez Galdós ya le dio, desde sus primeras obras, por tratar del ambiente de los cafés y de sus más habituales parroquianos. Lo mismo sucederá con algunas obras y relatos del gallego Camilo José Cela.
El consumo de bebidas espiritosas como la absenta, o ajenjo ─ también llamada “Hada Verde”, por sus efectos perniciosos─ entre la bohemia modernista española, es tema que merece un espacio aparte.
Al pincel del madrileño José Gutiérrez Solana se debe el excelente lienzo que retrata la tertulia de “El Café de Pombo”; y también cinco anécdotas referidas al Café de Levante, y al Café Candelas, de Madrid; amén de aquella otra que describe “Un café de Haro”, referida a un café de tan importante población vinatera de La Rioja, que bien podría ser también uno de esos óleos capaz de diseccionar en unos simples trazos la profunda realidad de un país:

─ El cabo de la Guardia Civil juega al tute con otros guardias, y hay unos viejos de pueblo, con una boina uno y el pelo blanco y otro con boina y largo delantal: debajo de la mesa se ven sus piernas, marcándose mucho bajo el pantalón su forma picuda. Otros viejos, don Juan y don Pedro, toman café y hablan de política. Y unos jóvenes, con caras nada recomendables de bigotes negros y rubios y pañuelo al cuello, hablan fuerte, con voz canallesca y ronca y con lenguaje obsceno y sucio, de los intereses del pueblo y del obrero que es una bestia de carga; y hablan mal de los santurrones, de los ateos, de los republicanos, del proletariado, de los arquitectos… Estos son los caciques del pueblo. Todo lo ensucian al pasar por sus lenguas sucias, por su lengua de taberna, mezclando nombres: Marcelo, Juan, Diego…, gentes conocidas en el pueblo. El médico viejo, con chistera de tubo, la cara huesuda, la nariz avanzada sobre la boca rugosa, está afeitado y tiene las orejas muy grandes; lee el periódico, con los lentes en una de las manos huesosas muy cerca de la mesa y encorvando el cuerpo, haciendo gestos nerviosos y enseñando el único colmillo que le queda en la boca destartalada.
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