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28 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Una historia interminable

Una historia interminable
De entre los romances y coplas allegados por mis alumnos hay uno que tiene un aire especial para mí, porque ya en sus principios menciona el nombre de mi pueblo.
Fue recogido en la comarca de “las Marismas”, y según he podido comprobar no figura entre los compilados por los hermanos Mora, ni en la más reciente antología sobre “El Romancero de hoy en el Aljarafe”, a cargo de José Pedro López Sánchez.
El tema de que trata es el de la fidelidad en el amor; y el lirismo de sus versos finales semeja el de una copla, que nos recuerda en lo infortunado del amor a aquel otro recogido por Agustín Durán, en su “Romancero de romances”, en el que se habla del túmulo levantado a una doncella “que de amores ha finado”, y que fija la atención del lector por una “salida de pata de banco” de gran tensión emocional:

─ Que ninguno se atreviese, ni nadie no fuese osado,
De estar en su enterramiento si no fuese enamorado.

La lectura de este romance, o canción de tono para─ romancístico, que para el caso es lo mismo, nos lleva a la conclusión de que el amor de verdad supera toda clase de obstáculos:

Al pasar por Peñarroya una carta recibí,
Una carta de mi novia, y me tuve que volver.
Al entrar en el portal una vocecita oí:
─ ¡Entra, Francisco del alma! ¡Qué pena, me voy a morir!
Tengo la fiebre amarilla y me voy a morir de pena,
Que a quien muere de este mal hasta las ropas le queman.
Tú hablaste con mis padres, y te dijeron que no.
Yo como te quería tanto te entregué mi corazón.
Ya la llevan a enterrar por las calles de Toledo,
Y él la iba acompañando hasta el mismo cementerio.
Hasta el propio enterrador tiró la pala y el pico:
─ ¡A ésta no la entierro yo!
El pañuelo que llevaba por la cara se lo eché.
Pa´que tierra no tragara la boquita le besé.

Pero si hay una historia que, amén de su parecido con la anterior, muestre la constancia del amor más allá incluso de la muerte, ésa ha de ser la del Conde Niño, que traemos en una de las muchas versiones recogidas por D. Manuel Alvar:

Conde Niño por amores es niño y pasó a la mar;
a dar agua a su caballo la mañana de San Juan.
Mientras el caballo bebe él canta dulce cantar;
todas las aves del cielo se paraban a escuchar,
caminante que camina olvida su caminar,
navegante que navega la nave vuelve hacia allá.
La reina estaba labrando, su hija durmiendo está:
─ Levantáos, Albaniña, de vuestro dulce folgar,
sentiréis cantar hermoso la sirenita del mar.
─ No es la, sirenita, madre, la de tan bello cantar,
sino es el Conde Niño que por mí quiere finar.
¡Quién le pudiese valer en su tan triste penar!
─ Si por tus amores pena, ¡oh, malhaya su cantar!
y porque nunca los goce yo le mandaré matar.
─ Si le manda matar, madre, juntos nos han de enterrar.
Él murió a la medianoche, ella a los gallos cantar;
a ella como hija de reyes la entierran en el altar,
a él como hijo de condes unos pasos más atrás.
De ella nació un rosal blanco, de él nació un espino albar;
crece el uno, crece el otro los dos se van a juntar;
las ramitas que se alcanzan fuertes abrazos se dan,
y las que no se alcanzaban no dejan de suspirar.
La reina, llena de envidia, ambos los mandó cortar;
el galán que los cortaba no cesaba de llorar.
De ella naciera una garza, de él un fuerte gavilán,
juntos vuelan por el cielo, juntos vuelan par a par.


Amén de su lirismo, el romance plantea al lector interrogantes tales como que el caballo se complazca en beber el agua del mar, más salada que las lágrimas; que la voz del conde tenga tantísimo ascendiente que concite la atención de los marineros y de las aves; que la madre de Albaniña sienta envidia del amor de los jóvenes, y se complazca en cortarlo; y que la muerte se resuelva en una continua y permanente metamorfosis, en una mitología que transforma a Narciso y Jacinto en flores, a Dafne en laurel, a Mirra en árbol, a Siringa en caña, a Cipariso en ciprés, a Aglauro y Fineo en piedras, y a Eco en una sombra del sonido.
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