12 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La Partida
“MUCHAS SON LAS MARAVILLAS DEL MUNDO, PERO NINGUNA MAYOR QUE EL HOMBRE"
PARA MIS PAISANOS PEÑARRIBLENSES REUNIDOS EN EL DÍA DE HOY EN SANTA SUSANA, BARCELONA, CON TODO MI CARIÑO
Esbozando un desperezo de agua fría, los ojos bien abiertos al gran ventanal de la vida, y los poros del alma dilatados en aromas de limón, el niño acudía puntual a su cita:
─ “Muchas son las maravillas del mundo,
Pero ninguna mayor que el hombre.
Puede cruzar los procelosos mares,
Puede hablar y pensar más rápido que el viento.”
El fantástico reino del revés le reservaba, como cada día, un asiento en el umbral de su casa, desde donde podía observar las continuas evoluciones de un mundo real y mágico a la vez, que sólo le es permitido contemplar a los santos inocentes, y a esos seres de luz que son los niños:
─ “Este es el mar que se despierta como el llanto de un niño
El mar abriendo los ojos y buscando el sol con sus pequeñas manos temblorosas
El mar buscando las olas
Sus olas que barajan los destinos.”
Como el principio de todo cuento requiere de largos silencios, su tía le proporcionaba la compañía de unos tebeos, adquiridos en la Papelería de Pepi Navas, al tiempo que le obsequiaba con la promesa de un maná: un cálido manjar que simulaba blancas nubes de algodón, salpicado de naturaleza por unas maravillosas y aterciopeladas gotitas de aceite.
Cumplido aquel ritual el tiempo retrocedía dando paso a los comienzos, como cuando sentada a la sombra de un árbol, Alicia cayó en una oscura madriguera, tan profunda que pensó que llegaría a las antípodas, frustrada la posibilidad de perderse en un cuento, y volver de nuevo a la magia de un mundo real.
Como ante el ventanal de un viejo vagón de tercera el niño veía mil y una sombras correr, al paso, al trote y al galope de su corazón desbocado: el señorial vuelo de una cometa, las deliciosas ilustraciones que adquirían vida en las nacaradas páginas de un libro, los caballitos de cartón de un alegre carrusel, y los floridos penachos de plumas que lucían sobre la cabeza de Yuki “el Temerario”, adquirían allí carta de naturaleza en la soledad y pequeñez de su isla.
De entre todos los días que conforman las semanas, los meses, los años, los lustros, los siglos, los milenios y las eras, aquél había de ser especial para el niño: uno de esos segundos inolvidables, forjado como el pedernal en los contrastes del agua y del fuego, del frío y el calor, de la luz y la oscuridad.
Como negro era el coche que aparcó, lento y ostentoso, a la puerta de su vecino Serafín, el “Chinana bueno” de los niños de la calle de la Montera: un lustroso “haiga”, de los que probablemente lucirían sus felices propietarios en las bodas de postín, para poner los dientes largos a la envidia, y para demostrarle al mundo que tan amplias escalinatas no eran solo un lujo en las mansiones de los ricos.
En su parte delantera semejaba el oscuro coche un panzudo galeón, afinada su anatomía en la figura triangular de cisne, o de una afilada cizalla destinada a cortar los aires, a navegar su solemnidad por el mar de los recuerdos.
Como simbólico era el andar parsimonioso de aquel joven de semblante aguerrido como un Cid, al que sus veían partir de su casa los vecinos, con la misma expresión que alguien se imaginaría en un severísimo juez, o en el hijo de doña Angustias, aquella figura de hombre a la que el pueblo bautizó con el nombre de “Manolete”:
─ Andar es muy fácil / Lo difícil es andar sin premura.
Pasear por el miedo del ruedo / grave y con figura.
Cuando un cordobés es torero / su capa es la túnica.
Esencia y decencia: / las dos cosas juntas.
¿Quién no ha visto, si no es entre sueños, / la estatua segura,
Arriscada de gracia, de arte y de celo, / crispada de angustia,
Caminar paso a paso despacio, / buscándole sitio a su tumba?
Tras la puerta de la casa, abierta de par en par, encerrada bajo siete llaves la amargura, una madre confiaba sus heridas de guerra a la oración y a la protección de un altar repleto de velas y de estampas de santos.
La mañana estaba en calma. Tras las rejas de las ventanas, las vecinas musitaban una oración.
En la tranquilidad de su rincón el niño susurró para sus adentros un animado cántico que tal vez interpretaran junto a él otros niños, o tal vez las alegres voces de sus maravillosos vecinos de la calle de la Montera:
¡Chinana! ¡Chinana bueno..!
Parecía un desierto la calle. Se oyó el ruido de un poderoso motor…
Esa misma tarde la plaza de toros de Belmez fue testigo de cómo un torero de arrozales y de marismas, un hombre sencillo y bueno, plantaba cara al destino:
─ “Dolor: qué dulce me sabes,
Después de haberte sufrido…
De no herirme tan profundo
No te hubiera conocido.”