3 de marzo de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Andalucía en Leganés
─ CÓMO RELUCE, CÓMO RELUCE. LA GRAN CALLE DE ALCALÁ, CÓMO RELUCE, CUANDO SUBEN Y BAJAN LOS ANDALUCES. (CARACOLES)
Normalmente las guías turísticas ilustran sobre anécdotas, leyendas y lugares comunes que el turista debería conocer cuando visita por vez primera una ciudad; pero plasmar en unos trazos caligráficos la coherencia entre el alma y la fisonomía de un pueblo resulta de una dificultad tan extrema como expresar la belleza que encierra un cuadro, un edificio, un paisaje, o una persona,...
Madrid no es solo un oso, un madroño, un chotis, una constelación de estrellas, los tesoros del Museo del Prado, o las celebradas tertulias del café Gijón; Madrid es también el azul límpido de sus cielos, el ocaso dorado y ocre de sus nubes, el pujante verdor de sus parques naturales, la rebeldía rocosa de sus sierras, la blancura de la nieve en La Peñota y Los Molinos, y un revuelo de personas del más colorido plumaje que plantó sus reales allí:
─ Caballero, ¿no le apetece un buen caldo para combatir estos fríos? En “Hacuna Matata” la cocina es casera, y el “sancojo” tan apetitoso que volverá a repetir.
Quien se expresaba así era el angelical sonido de una campana que repicaba con aires de fiesta en el ajetreo bullicioso de una esquina de la Gran Vía madrileña.
Trinidad, que así se llamaba, era una de esas flores del Sur que no precisan de galas para lucir la fragancia que a cada instante se nos hacía presente en un gesto o en una mirada cordial.
─ Aquí me ata el trabajo, pero mis amores están en el Sur; en Sanlúcar, concretamente: donde muere el Guadalquivir y donde, gracias a lo benigno del clima, la gente soporta mejor esa forma de indignidad que es el paro. Allí me espera mi madre, con los brazos bien abiertos, y la pasión de vivir que para mí es el flamenco, al que ofrezco mi corazón y todo mi tiempo libre.
Para compartir con Trinidad ese gusto a mar salado que destila la verdad, no se me ocurrió mejor cosa que cantarle “por lo bajini” un precioso poema que Manuel Machado tituló “La Lola se fue a los Puertos”.
Y allí lloramos los dos la gran pérdida de Alhama ─ ella por fuera y yo por dentro, para llevar el compás─ como borrachos que comparten la negra que llaman soledad, o el desgarro de una canción que habla de los sinsabores del penal del Puerto.
Todo un pálpito de emoción de esa blancura de almendros que cada día florece en el Parque Polvoranca, o en la Casa de Andalucía, en Leganés, cuando el macareno Juan Luis Cáceres, ajustada su chaquetilla para cantar por flamenco, lanza al aire unos “seseos” que para qué voy a contar.
Leganés, villa de señorío que en tiempos fuese escenario de los juegos infantiles de “Jeromín”, es hoy una moderna ciudad de 189.000 habitantes que regala a los andaluces con una preciosa plaza, y con una cruz de forja que recuerda la de la plaza que da nombre al sevillano barrio de Santa Cruz.
Hasta las inmediaciones del Butarque llegó, a principio de los 50, una estimable población de extremeños y andaluces, de esos de los que decía Miguel Gila que dormían todos en la misma cama, comían del mismo plato y con la misma cuchara, usaban de un mismo cepillo de dientes, y nunca se bañaban por separado “porque bañarse por separado da sensación de desconfianza entre los miembros que componen una familia”.
De modo muy similar, pero con mucha menos guasa, lo refiere Isabel Caballero:
─ Mi familia es natural de Hinojosa del Duque. Muchas veces Antonio Manuel, su hermana Rosa, mi hermano Pablo, y yo, recordamos aquellos tiempos en que la palabra tuyo y mío no estaban presentes en nuestro vocabulario. Pasábamos las horas y los días juntos en torno a la Casa de Andalucía. Salíamos de paseo, y de vacaciones, en pandilla…
Este Antonio Manuel Ramírez Balsera, del que Isabel habla en un tono tan cercano, es un ejemplar de “Camborio” peñarriblense, que asumió la presidencia de la Casa de Andalucía allá por el mes de septiembre, de manos de su amigo y “hermano” Pablo Caballero.
El morenito Ramírez es el buen decir de un tertuliano, la armonía de la música, el toque de discreción, el cariño de su madre, y el retrato redivivo de un padre que murió siendo muy joven.
En sus manos tiene ahora el arte de birlibirloque de todo buen director de orquesta: la difícil responsabilidad de moldear un grupo humano, tan heterogéneo pero tan lleno de vitalidad que aunque no tenga la tan necesaria ayuda oficial de la Junta, tampoco hay un puntal que sobre.
Allí Rafael Jurado ─ la serena elegancia y el buen hacer de los años─, Javier Luque, Miguel Ángel Gutiérrez ─ de discurso fácil y sentimental, y el espíritu de Pedroche─, Rafael Cortés, Manuel Sánchez, Curro González, Juan Trillo, cordobés de Almedinilla:
─ Caminábamos mi mujer y yo sin rumbo fijo, poco hechos a la ciudad, y repitiéndonos continuamente “¿Qué hacemos nosotros aquí?”, cuando vimos el cartel que anunciaba la Casa de Andalucía. Entramos allí los dos y, desde ese mismo día, nuestra vida dio un giro de ciento ochenta grados al recuperar las raíces que ya creíamos perdidas. Con decir que cuando se casó mi hija el cincuenta por ciento de los asistentes era gente de aquí…
Y más allá una hermosa “troupe” de mujeres jóvenes, de clara estirpe andaluza, y sobradamente preparadas: Gema, la presentadora de “voz aterciopelada”; Inma, la vicepresidenta con “risa de cascabel”; “Sabelita”, la profe ─niña que aún gusta de compartir el afecto de abuelos, tíos y primos adoptivos que saben acariciar su nombre como nadie, y que son un referente en su forma de pensar y en su manera de sentir.
Me pondría a escribir sobre ellos y jamás acabaría sin recurrir a la ayuda de ese extraño memorión que titula como Manuel Montes Mira, y que es de esa clase de personas que domina bien los tercios, y a quien brindé la faena del primer toro, como maestro de lidia.
El acto al que me animó a participar mi paisano no fue precisamente una corrida: fue una charla que esbocé con la intención de subrayar las “marcas” de personalidad de esta tierra, desde ese fondo de saco que es el corazón de un hijo.
Por ello le puse el título de “Andalucía en el sentimiento”; porque convendrás conmigo en que cuando a un andaluz se nos viene encima la alegría, o la tristeza, como mejor la expresamos es mirando hacia los adentros, y cantando “por lo bajini”:
─ Toda la noche me tienes/ Ar sereno y ar rosío,
Y luego al amanecer/ Me pagas con un sirbío.
Durante siglos Andalucía no tuvo una clara conciencia de pueblo, hasta que a mediados del XIX ─ y gracias a la labor de D. Antonio Machado Álvarez, entre otros─ se produjo “el primer descubrimiento consciente de la etnicidad andaluza”, mediante el conocimiento y estudio de nuestro cante flamenco.
El arabista y musicólogo Julián Ribera sostiene que en la letra y música de nuestras canciones queda de manifiesto todo un riquísimo patrimonio poético-musical que trasmina su impronta al resto de España:
─ “(…) España, cuyas escuelas musicales de la Edad Media son tan desconocidas, poseía, notada ya desde el siglo XIII, la colección más rica de música popular de que ningún pueblo del mundo puede envanecerse; y la música que ahora tienen como propia todas las regiones de la península procede de un fondo común, hechura de un sistema artístico genuinamente español, producto del poderoso e incomparable ingenio andaluz. En las Cantigas están no solo las melismáticas y tristes melodías del cante hondo, soleares, playeras, polos, etc., de Andalucía actual, sino también las varoniles y vibrantes de la jota, los aires tiernos y melancólicos de la muñeira (…), infinidad de motivos melódicos que conserva la música popular de muchas naciones de habla española, como son las habaneras y otras danzas americanas, y aún las de muchos países europeos a los que llegó en otros tiempos la influencia del arte musical español”.
En palabras del antropólogo sevillano Isidoro Moreno “el gigantesco fenómeno colectivo de la emigración andaluza en los años sesenta y primeros setenta supuso el gran catalizador contemporáneo que impulsó la extensión de la autoconciencia de identidad y generó un amplio sentimiento, sólo en parte transformado hoy en conciencia de tipo nacionalista”.
A este empuje colaboró la subida al poder de los socialistas, que trajo consigo la peculiaridad de que nuestros políticos no hicieran ascos a expresarse en neto andaluz, sin ninguna clase de tapujos.
Porque cuando unos leganeses se reúnen para festejar el Día de Andalucía; o cuando un coro de peñarriblenses interpreta la Salve Rociera, como forma de homenaje a la reina Fabiola, lo que están haciendo es renovar simbólicamente la pertenencia a su región mediante un ritual que es un marcador de cultura.
Semejante celebración tiene unos códigos tan interiorizados que si no se viven desde dentro resultan muy difíciles de entender.
Porque a nivel de participación y emocionalidad, continúa diciendo Isidoro Moreno, nuestra fiesta “ha sufrido lo que podríamos llamar un verdadero secuestro interpretativo por parte de instituciones, grupos y clases, generalmente pertenecientes a los poderes políticos e ideológicos dominantes”. Y quienes se escandalizan de la familiaridad con la que los andaluces tratamos a Cristo, o del rapto de la Virgen del Rocío por los vecinos de Almonte, desconocen que la fiesta es un conglomerado de emociones en las que no es fácil profundizar; pero que es nuestra forma de asumir los avatares diarios, y el aleteo de la vida, con toda su carga de espiritualidad; que como diría la canción:
− El barquito de vapor/ está hecho con la idea/
que en echándole carbón/ navegue contra marea.
…
Cuando mi querido amigo Cándido Bonilla Fernández, o la guapa sevillana Toñi Zarapico, o el superclase belmezano Daniel Solano Sújar, llegaron por vez primera a Madrid, todo fue un abrir de boca para que alguien les reafirmase en su condición de andaluz; que no es otra, sino la constatación de una forma de ser, de una manera de hablar, y de toda una serie de elementos culturales “que actúan como marcadores de diferenciación respecto a otros grupos”.
Y recordarán que pensaron entonces en que amén de pertenecer a una cultura Andalucía era para ellos un sentimiento grabado en el corazón; y que cualquier rinconcito de sus casas bastaba para soñar con su luz, con la fresca fragancia de sus campos, con la leña quemada de sus espetos, y hasta con el sonido metálico de sus campanas, ya fueran de la Mezquita; o la Blanca Paloma, la San José, la Virgen del Rocío y El Salvador, que son las cuatro que más suenan por la marisma huelvana.
Que desde un sillón de esa Casa de Andalucía en Leganés, alguno incluso soñaría con las aguas del Río Grande, desde su nacimiento en Jaén, hasta su desembocadura en las fértiles tierras de Sanlúcar.
Y allí un tesoro nazarí, de casas encaladas y estrechos adarves; y un patio cuajado de flores, en el barrio del Alcázar, que horada el hueso hasta los tuétanos, y que alaga los sentidos, en los arrullos del agua, o en la sugerente música de los Turina, Albéniz, Granados, y Falla...
─ Manuel de Falla, Manuel… / de Cádiz y de Sevilla.
Manuel de la “seguirilla”, / de la almendra y del clavel…
Sólo él, / hizo en el mundo sonar
y al mundo entero admirar / lo que entendíamos pocos,
amantes sabios y locos / de poesía popular.
¡Ay, noches del Albaicín, / de luna desparramada…!
¡Ay, ponientes de Granada, / de caramelo y carmín…!
¡Ay, jardín, / milagro de sombra y flor,
del saber y del sabor / de toda mi Andalucía…
que sin ti no se sabría,/ Manuel, supremo cantor!”.
Y más allá del compás por bulerías de una fuente, la alegría presentida como cruce de caminos, y punto ideal de encuentro donde confluyen tres mundos ─ el latino, el americano, y el árabe─, y dos grandes masas de agua.
Y en todas partes la huella de una cultura que es más vieja aún que la de Grecia y de Roma. Tan sutil que supo amoldarse como un junco al embate de los vientos, y atrapar en un guiño los ardores del conquistador. Una cultura que, más allá de las apariencias, es necesario entender, como así lo indica el madrileño D. José Ortega y Gasset:
─ “Uno de los datos imprescindibles para entender el alma andaluza es el de su vejez. No se olvide. Es, por ventura, Andalucía, que no ha mostrado nunca pujos ni petulancias de particularismos, que no ha pretendido nunca ser un Estado aparte, es, de todas las regiones españolas, la que posee una cultura más radicalmente suya”.
Una cultura que reluce como la gran calle de Alcalá, o las plazas de Leganés, cuando en el mástil del Ayuntamiento ondea la bandera verde y blanca, y cuando por ellas pasea la gracia y la luz de los andaluces, sin ningún tapujo a la hora de gritar:
─ ¡Sea por Andalucía libre España y la Humanidad!