17 de febrero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La niña, el jilguero, y la rosa
"PÚRPURA DEL JARDÍN, POMPA DEL PRADO. GEMA DE PRIMAVERA, OJO DE ABRIL..."
─ Y EL ÁNGEL TOCÓ EL ÓRGANO INMENSO DE LOS CIELOS, DONDE DUERMEN TODAS LAS MELODÍAS POSIBLES, UN ECO DE SOLEDADES ANDALUZAS, UN ACORDE DEL MISERERE DE PALESTRINA Y UN SUSPIRO DE BELLINI. (EMILIO CASTELAR)
Mejor conversador que Eustaquio Gordillo ni conoció ni conocerá la Madre Naturaleza.
Todo su espíritu se resumía en unos grandes ojos azules, y en un agudísimo oído, prestos a regodearse en el más sutil de los silencios, a dialogar pausadamente con los colores del atardecer, con el aura de las flores, con el murmullo del agua que corre con dulcísona armonía, con la música del viento que susurra entre los árboles, con la sencillez arquitectónica de un nido, o con el trino de las aves y su parlero lenguaje.
Quizás porque sus condiscípulos le apreciaban y conocían más de lo que se pensaban, aquella mañana la clase se sentía extraña sin él; e incluso el profesor de Filosofía no daba el justo sentido a sus explicaciones, que tenían en la vitalidad de aquel joven su muro de las lamentaciones, o la constatación implacable de que la Madre Naturaleza enseña con más profundo sentido que la más avanzada de las pedagogías.
Cercana la hora del ángelus la algarabía de un berbiquí rasgó la seda del aire para perforar de un plumazo tan sólida monotonía.
Era el canto dorado de un canario que, como el almuédano en su torre, recitaba una oración.
A continuación seguían unos tonos más roncos y asilvestrados. Tal vez el canto de una perdiz, el arrullo de una tórtola, o la flauta melodiosa de un mirlo.
El semblante de aquellos chicos al instante se iluminó y acudió a ellos la distendida y plácida sonrisa de Monna Lisa, o el gritito nervioso y desacompasado de una fémina, parecido al aleteo de la primavera en los brotes de un jazmín, o a la “pequeña epilepsia” de que hablaba el galeno Hipócrates.
El efecto se notó sobremanera en la cara de Rosita, en el carmín nacarado de sus mejillas, en el resplandor irisado de aquellos ojillos garzos que semejaban columpiarse en la tela de araña de la ensoñación.
Tras desabrocharse el último botón de la camisa y aflojarse el nudo torcido de la corbata, don Miguel preguntó pasándose la mano por el cogote:
─ ¿Sabéis algunos de ustedes si Gordillo se tomó el lunes libre para echar la red, y para ponerse a volar con sus pajaritos?
…
A la mañana siguiente, y a poco de entrar en clase, Gordillo se percató de que tan bulliciosa sonatina había tenido una gran repercusión en el temario de Filosofía y que, sin proponérselo él, se había convertido en el pedagogo de moda en el instituto.
Durante el transcurso de la semana las explicaciones versaron sobre temas que a él le resultaban muy queridos.
Su profesor de Filosofía les habló de la simbología de la abubilla, del búho, del petirrojo, del pelícano y del Ave Fénix, entre otras muchas aves.
La primera, según él, tenía fama de ave sucia, y voz desgraciada y triste, por más que luciese unas plumas levantadas a modo de precioso celaje. El segundo gustaba de la soledad y solía ser mensajero de las peores noticias; el diminuto petirrojo, a quien tan familiar resultaba el bandido Robin Hood, había tenido el valor de arrancar una dolorosa espina de la corona de Cristo; el cuarto lucía en el pecho una cicatriz por la herida que se hizo para poder alimentar a sus hijitos; y el último era ave sagrada, que sólo se veía en pinturas, y que cada quinientos años volvía a su patria de Egipto con el cadáver de su padre envuelto en mirra, para enterrarlo en el Templo del Sol.
Otro día les ilustró sobre El lenguaje de los pájaros, y sobre el contenido de ese extraño libro escrito por el perfumista Farid Uddin Attar, místico de origen persa que narra en sus leyendas la peregrinación de los pájaros que, al mando de la abubilla, emprenden un largo viaje en busca de su rey Simorg, animal mitológico que resume en su complicada figura los cuatro elementos esenciales.
El jueves y el viernes leyeron unos poemitas sefardíes que hablaban de amorosos mirlos; preciosísimas leyendas, como las de San Francisco de Asís, “La flor del granado”, o “El príncipe del Generalife”; descripciones de un Paraíso soñado por la humildad de Berceo; églogas del poeta─ guerrero, que versaban sobre el triste canto con que el ruiseñor se queja “entre las hojas escondido”; el Romance del Prisionero que ni sabía si era de día, ni menos cuando hacía sol “si no por una avecilla” que le cantaba al albor; de las golondrinas de Bécquer, y de su entusiasta aleteo; de las armonías que gobiernan la naturaleza, y de su secreta simbología en San Juan de la Cruz, y que sólo la mente de un sabio, o la lucidez de un artista de la talla de Homero, Dante, o Giambattista Marino, están capacitadas para desvelar:
─ Una mujer ha puesto en una copa una rosa amarilla; el hombre murmura los versos inevitables que a él mismo, para hablar con sinceridad, ya lo hastían un poco:
"Púrpura del jardín, pompa del prado.
Gema de primavera, ojo de abril..."
Entonces ocurrió la revelación. Marino vio la rosa como Adán pudo verla en el paraíso y sintió que ella estaba en su eternidad y no en sus palabras, y que podemos mencionar o aludir, pero no expresar, y que los altos y soberbios volúmenes que formaban en un ángulo de la sala una penumbra de oro no eran (como su vanidad soñó) un espejo del mundo, sino una cosa más agregada al mundo.
…
Aquella mañana de lunes Gordillo no fue al campo, como en él era habitual, a echarles la red a los pájaros fringílidos: pensó que cantarían igual de bien desde las brillantes páginas de un libro; amén de que tenía dos encargos muy importantes que hacer: el primer, llevarle una simbólica rosa amarilla a su amada Rosita: el segundo, regalarle un colorido jilguero al bueno de don Miguel.