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9 de febrero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Un ruiseñor en El Alamillo

Un ruiseñor en El Alamillo
Dentro de pocas fechas se cumplirá el ciento ochenta aniversario del nacimiento de un poeta, periodista y escritor, con cuyo nombre de batalla se han escrito las más bellas páginas de nuestra literatura patria.
Un 17 de febrero de 1836, en el número 18 de la calle Conde de Barajas, del sevillano barrio de San Lorenzo, nace Gustavo Adolfo Domínguez Bastida, el segundo de los hijos del matrimonio formado por la cordobesa Joaquina Bastida Vargas, y por el sevillano José María Domínguez Insausti.
En enero del 41, con solo treinta y seis años de edad, falleció el padre de familia de aquella numerosa prole de ocho hijos, conocido pintor costumbrista que adoptara como nombre de batalla el de Bécquer, apellido evocador de sus ascendientes flamencos.
Seis años más tarde, y para echar leña al fuego de la calamidad, fallece Joaquina.
Hasta aquí la ascensión, y posterior caída, del matrimonio apadrinado por Antonio María de Esquivel y Suárez de Urbina, destacado pintor romántico a quien la oportuna generosidad de los suyos salvó de un suicidio en las aguas del rio Guadalquivir.
Es de entender que, a partir de tan triste momento, y con motivo de la llegada del ferrocarril hasta Plaza de Armas, el escenario de los juegos y correrías infantiles del segundo de los Bécquer, el espacio que va desde la Puerta de Triana hasta la Barqueta, quedaría clausurado para la ocasión.
Cuántas veces el progreso está llamado a desleír, cual azúcar en el café, los recuerdos del individuo, y la identidad de los pueblos.
Acogido por Manuela Monahay, hija de un perfumista francés, y discípula de las clases de pintura que impartía su padre, Gustavo Adolfo se empapa en la lectura de los numerosos libros que posee la biblioteca de su generosa madrina.
Son años de estudio en la Escuela de San Telmo, donde conocerá a profesores como Rodríguez Zapata, y a compañeros de aventuras literarias de la talla de Narciso Campillo, y Julio Nombela, entre otros. Años de amores soñados, como el de una niña del barrio de San Lorenzo, o el de la novia siempre fiel: Julia Cabrera.
El lunes, 23 de febrero de 1852, y con motivo de estrenarse el Puente de Triana, el jovencísimo enamorado ha vuelto a ver a su vecinita de la calle Santa Clara, confundida en la multitud. Deja escrito en su Diario:
─ Todo el día me he estado acordando de ella. Ha vuelto a despertarse en mí el antiguo amor, semejante al fuego que, después de apagada la llama, basta un ligero soplo para inflamarlo con más fuerza: a mi ya casi olvidado amor bastó su vista, una nueva mirada, para hacerla resucitar con más fuerza.
Cuando con sólo dieciocho años el aprendiz de poeta tome una diligencia con dirección a Madrid, llevará grabado a fuego el perfume de su pueblo, la gracia de su arquitectura, la singularidad de un paisaje ─las huertas de la Macarena, la “torre árabe” de la Giralda, su barrio de San Lorenzo, el convento de Santa Inés (donde, en versos de Cano y Cueto, ya figuraba escrita la mágica leyenda de Maese Pérez, el organista), las calles de Culebras y Chicarreros, la Venta de los Gatos, la Puerta de la Carne…─, el folclore de su gente, y la devoción a las imágenes de la Virgen del Amparo, y del señor del Gran Poder.
Desde las sierras madrileñas, hasta la sin par Toledo, y la machadiana Soria, o en los fríos aragoneses del monasterio de Veruela, Bécquer no dejará nunca de respirar el perfume de su tierra.
Ya jamás regresará a Sevilla, hasta después de su muerte, “y sin embargo, yo había vuelto a respirar la tibia atmósfera de mi querida ciudad, yo había sentido el beso vivificador de sus brisas cargadas de perfumes, su sol de fuego había deslumbrado mis ojos al trasponer las verdes lomas sobre la que se asienta el convento de Aznalfarache”.
En el número III de las “Cartas desde mi celda”, el poeta da por pensar en “aquellos vastos almacenes de la muerte” que son los cementerios, y apetece descansar en uno de esos “escondidos rincones, último albergue de los ignorados campesinos”, donde nada perturba el descanso de la muerte.
Y como válvula de escape, su feliz imaginación le lleva a desechar un letrero donde nunca figure la leyenda de “Esta casa se alquila”, ni tengan que desalojar sus huesos por impago de habitación; allá por las huertas de El Alamillo, desde donde divisar pueda las aguas del Rio Grande, y la alegre espadaña del cercano convento de San Jerónimo:

─ En Sevilla, y en la margen del Guadalquivir que conduce al convento de San Jerónimo, hay cerca del agua una especie de remanso que fertiliza un valle en miniatura formado por el corte natural de la ribera, que en aquel lugar es bien alta y tiene un rápido declive. Dos o tres álamos blancos, corpulentos y frondosos, entretejiendo sus copas, defienden aquel sitio de los rayos del Sol, que rara vez logra deslizarse entre las ramas, cuyas hojas producen un ruido manso y agradable cuando el viento las agita y las hace parecer ya plateadas, ya verdes: según del lado que las empuja. Un sauce baña sus raíces en la corriente del río, hacia el que se inclina como agobiado de un peso invisible, y a su alrededor crecen multitud de juncos y de esos lirios amarillos y grandes que nacen espontáneos al borde de los arroyos y las fuentes. Cuando yo tenía catorce o quince años, y mi alma estaba henchida de deseos sin nombre, de pensamientos puros y de esa esperanza sin límites que es la más preciada joya de la juventud; cuando yo me juzgaba poeta; cuando mi imaginación estaba llena de esas risueñas fábulas del mundo clásico, y Rioja en sus silvas a las flores, Herrera en sus tiernas elegías y todos mis cantores sevillanos, dioses penates de mi especial literatura, me hablaban de continuo del Betis majestuoso, el río de las ninfas, de las náyades y los poetas, que corre al Océano escapándose de un ánfora de cristal, coronado de espadañas y laureles, ¡cuántos días, absorto en la contemplación de mis sueños de niño, fui a sentarme en su ribera, y allí, donde los álamos me protegían con su sombra, daba rienda suelta a mis pensamientos y forjaba una de esas historias imposibles en las que hasta el esqueleto de la muerte se vestía a mis ojos con galas fascinadoras y espléndidas! Yo soñaba entonces una vida independiente y dichosa, semejante a la del pájaro, que nace para cantar y Dios le procura de comer; soñaba esa vida tranquila del poeta que irradia con suave luz de una en otra generación; soñaba que la ciudad que me vio nacer se enorgulleciese con mi nombre, añadiéndolo al brillante catálogo de sus ilustres hijos; y cuando la muerte pusiera un término a mi existencia, me colocasen para dormir el sueño de oro de la inmortalidad a la orilla del Betis, al que yo habría cantado en odas magníficas, y en aquel mismo punto donde iba tantas veces a oír el suave murmullo de sus ondas. Una piedra blanca con una cruz y mi nombre, serían todo el monumento.
Los álamos blancos, balanceándose día y noche sobre mi sepultura, parecerían rezar por mi alma con el susurro de sus hojas plateadas y verdes, entre las que vendrían a refugiarse los pájaros para cantar al amanecer un himno alegre a la resurrección del espíritu a regiones más serenas; el sauce, cubriendo aquel lugar de una flotante sombra, le prestaría su vaga tristeza, inclinándose y derramando en derredor sus ramas desmayadas y flexibles como para proteger y acariciar mis despojos; y hasta el río, que en las horas de creciente casi vendría a besar el borde de la losa cercada de juncos, arrullaría mi sueño con una música agradable. Pasado algún tiempo, y después que la losa comenzara a cubrirse de manchas de musgo, una mata de campanillas, de esas campanillas azules con un disco de carmín en el fondo que tanto me gustaban, crecería a su lado enredándose por entre sus grietas y vistiéndola con sus hojas anchas y transparentes, que no sé por qué misterio tienen la forma de un corazón: los insectos de oro con alas de luz, cuyo zumbido convida a dormir en la calurosa siesta, vendrían a revolotear en torno de sus cálices; para leer mi nombre, ya borroso por la acción de la humedad y los años, sería preciso descorrer un cortinaje de verdura.
Hace tan solo unos días eché un paseo hasta allí, donde la generosidad del pueblo le dio pábulo a un deseo, y evoqué en mi memoria una sencilla oración, con letra y música de Bécquer:
─ Si al resonar confuso a tus espaldas/ vago rumor,
crees que por tu nombre te ha llamado/ lejana voz,
sabe que entre las sombras que te cercan/ te llamo yo.
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