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25 de enero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Carnaval, Carnaval...

“HOY QUE TODO SE HA MEZCLADO EN LA BABEL SOCIAL, EL VERDADERO CHISTE CONSISTIRÁ EN PODERNOS CONOCER UNOS A OTROS SIQUIERA UN PAR DE DÍAS AL AÑO.” (G. A. BÉCQUER)

Carnaval, Carnaval...
Una gran parte de las actuaciones humanas se rigen por un ritual; así las ceremonias del bautismo, de la comunión, de la puesta de largo, del casamiento, o de la muerte, forman parte de esa ficción que es nuestra vida diaria, y en la que cada uno de nosotros representa su papel.
La mayor parte de estos ritos están basados en fábulas a tono con la espiritualidad y las creencias del hombre, que varían con las circunstancias históricas, la época, y el país…
Maridado con las demás bellas artes─ música, danza, pintura,…─ el teatro hunde sus raíces en la mitología y, desde su etapa más primitiva el individuo ha dedicado sus energías a estas representaciones de carácter ritual.
Los orígenes y evolución del teatro han sido objeto de consideración por parte de una rama de la Filosofía, la Estética, encargada de estudiar “los problemas del arte y lo bello”.
Procedente de la voz griega “theatrón”, que significa "mirar", el teatro tiene su más radical expresión en la Grecia clásica, donde ya en el año 534 a. C. queda documentado que Tespis, un poeta que hacía teatro ambulante a bordo de un carro, obtenía la asignación de un coro y un actor por parte del Estado.
Dos veces al año, y durante el transcurso de una semana, en Grecia se suspendían todas las actividades para dar paso al teatro. El Estado pagaba a los actores, y la producción corría a cargo de un rico ciudadano.
Al principio el espectáculo era gratuito, pero después la entrada se gestionaría mediante un sistema de boletaje, en el que se obsequiaba con pases a quienes no podían pagar.
En el s. V, con Pericles, el teatro alcanzará su máximo esplendor con el desarrollo de la tragedia, la comedia y el drama satírico.
Derivada de tragos ─"piel de macho cabrío"─, la tragedia era un himno dedicado en honor de Baco, el dios del vino, en el tiempo de la vendimia. Era una pieza en la que la desgracia o la felicidad del actor estaba condicionada por unas fuerzas superiores (el Destino, la Fortuna...); y su única finalidad era la de provocar una catarsis en el espectador.
Al parecer, durante el culto los cantantes se disfrazaban de sátiros con patas de cabra y, para semejar dioses o héroes, usaban “coturnos” ─zapatos con suela alta─, y máscaras de madera con megáfonos incorporados. La púrpura y la corona eran dos de los atributos que explicaban la personalidad del héroe, o la del rey. Y la necesidad de tener una gran potencia de voz, explicaba de algún modo, que los actores hombres asumieran el rol de mujer.
En el campo, los actores se hacían su propia careta, o “personata”, restregándose la cara con los fangos del vino, con las hojas de las plantas, o con la corteza de los árboles.
A las máscaras que representaban las caras humanas al natural los griegos las llamaban “prosopopeyas”; “gorgoneyas”, las que representaban las furias, y las que inspiraban terror; “marmoligneya” las encargadas de representar las sombras de los muertos, etc…
Procedente de la voz griega “cosmos”, y con el significado de "fiesta", o de "procesión de máscaras", la comedia tenía una misión diferente: la de entretener, y representar de forma satírica las costumbres sociales, los vicios, y las distintas situaciones vividas en sociedad.
Se dice que fue un esclavo griego el primero en representar una pantomima sobre la escena romana, y que si la tragedia tuvo en Grecia su más genial plasmación, no sucederá así en Roma donde el espectáculo superará a la palabra, y donde la comedia alcanzará su máxima expresión.
Desde el escenario semicircular de Epidauro, y tras asentarse en Roma, el teatro encontró acomodo en Europa a través de las legiones romanas que, aprovechando las hondonadas de las colinas, no tardarán en ofrecernos el legado de dos musas: Talía y Melpómene.
A partir de ahí Europa entera asistirá a las representaciones de las Danzas de la Muerte; a las sátira que el pueblo dedica a D. Carnal y a Doña Cuaresma; al ir y venir de las “compañías”, que viajan por media Europa, e improvisan parlamentos bajo la máscara de Arlequín, Colombina, Rosaura, Doctor, Brighella, Polichinela, Capitán Spaventa, o Pantalón; a la representación de mascaradas, en los jardines de un palacio; a las pomposas carrozas y comitivas que recorrían las calles de la ciudad el día del Corpus, o al ingenuo teatro de figurillas ─punch, petrushka, guignol, cristobitas, kasperle, etc…─ que un titiritero moverá en la sombra, mediante unos hilos.
En palabras del antropólogo vasco Julio Caro Baroja:
─ “El hecho fundamental de poder enmascararse le ha permitido al ser humano, hombre o mujer, cambiar de carácter durante unos días o unas horas…, a veces hasta cambiar de sexo. Inversiones de todas clases, “introspecciones”, proyecciones y otros hechos turbios, de los que nos hablan hoy los psicólogos y psicoanalistas, podrían ser ilustrados probablemente a la luz de las licencias carnavalescas.”
La dominación romana de España, la ingeniosa “labia” del “gadita”, y la situación estratégica de Cádiz, la ciudad más antigua de Occidente, son tres de las varias razones que explican el protagonismo de “la tacita de plata” como foco irradiador de esta forma de cultura que es el Carnaval, a partir de la que expresa unas maneras democráticas, de la más clásica raíz.
Allí Séneca, el tarambana, la costurera, y el senador, riñen y a un tiempo se abrazan en una amena tertulia; que “tertuliano”, en la visión exagerada de un individuo del Sur, es ser tres veces un Marco Tulio Cicerón, un Segismundo Moret, un Emilio Castelar, o cualquier otro orador de fama.
Allí en las aguas de la Bahía, por donde se mueve el rapidísimo atún, el pescador, el calafate, el carpintero de ribera, y hasta el capitán de navío, sueltan su lastre diario en esa especie de happening, o psicodrama, en el que se compendia una vida; y adornan sus penas y sus alegrías con las bombas que tiran los fanfarrones, o con la alegre melodía de una canción:
─ Hay quien dice que Cádiz no tiene fiestas/ ni feria que aventaje a otras capitales (…)
pero es castizo/ desde Puerta de Tierra hasta el Hospicio.
Si no saben lucir/ el traje de montar/ es porque a los de aquí
no les sirve el caballo para ir a pescar.
Comprendo que es de maravilla/ tener la jaca “enjaezá”/ pero yo tengo una barquilla
con una gracia en la quilla/ que “pa” que te voy a contar.
Por eso Cádiz tiene un sello/ de noble fino y señorial. / Aquí se puso el Non Plus Ultra
que traducido resulta/después de Cádiz/ ¡ni hablar!
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