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13 de enero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez

La piel azul

PARA MARÍA LUISA DÍAZ- VILLASEÑOR TODO EL AFECTO DE SUS ALUMNOS

La piel azul
Acabo de leer uno de esos relatos que a cualquiera le apetecería leer y que, en lo que toca a la fibra sensible, para la alegre muchachada de otros tiempos vendría a ser como esa flor disecada que conservamos aún entre las amarillentas páginas de un calendario, como la banda sonora de un quiosco de la música que trasmina mil nostalgia y emociones, como la historia jamás contada que a aquéllos les sugirió el sonido metálico de una sirena, las ranitas de cerámica de un parque, el camino hacia la fábrica de una bandada de palomas, las tiernas figuras de barro de un belén, que la tradición ubicó en los huecos de un trozo de escoria, o en “una lámpara olvidada que quizás ella misma había también olvidado que el destino de las lámparas es fundirse alguna vez.”

“La piel azul”, obra escrita por el académico peñarriblense D. Alberto Díaz─ Villaseñor, es una novela de misterio ambientada en un pueblo minero en aquellos años de crisis, entre los sesenta y los ochenta, que dieron al traste con un modo de vida, y que propiciaron el dilema de una huida que nunca nos hemos dejado de reprochar:

─ “Porque no sé qué es peor o más triste, si, conociendo las oportunidades que te ofrece la vida, despreciarlas y apartarlas de tu camino por haber elegido una rutina estéril y sin ambiciones, o, por el contrario, sufrir cada minuto por la carencia de esas oportunidades.”

El acertado título de la obra corresponde pues a la ropa de trabajo de los mineros, “el mono de tela azul oscuro, y la sensación de que nunca te abandona”, que acabará siendo para ellos como una segunda piel.

La historia está escrita a manera de confesión, y de modo retrospectivo, por un narrador omnisciente, protagonista de la historia, convertido a través de sus elucubraciones en correlato de las ideas y experiencias del propio escritor:

─ “La vida sin saber nada y sin libertad es llevadera, confortable y fácil: lo duro y lo difícil es saber y tener capacidad para administrar la propia vida y los recuerdos.”

De haber sido una pintura al óleo, el libro estaría planteado a modo de tríptico: un primer cuadro, de brochazos seguros y amables, que atrapan la atención del lector mediante la oportuna descripción de los personajes y del ambiente: un cuadro intermedio, que empieza en el capítulo siete, que se abre cual ventana al exterior, en el que se incluye una galería de retratos que relaja la tensión de los anteriores capítulos; y un tercer cuadro, en que el lector busca con premura los dos últimos capítulos, para no distraer el hilo de la trama, y para satisfacer cuanto antes la solución del enigma propuesto desde el capítulo uno.

El personaje colectivo de la historia es un grupo de amigos, mineros de profesión, atrapados por el extraordinario carisma de Ricardo, “el rey poderoso” ─ y aquí el simbolismo de los nombres─, hombre culto, hijo de familia acomodada residente en Tánger, y principal impulsor de una serie de reivindicaciones, poco explicitadas en la narración.

La manipulación de que hace objeto a sus compañeros de viaje, y una presumible complicidad con los jefes serán los pilares de humo que llevarán a la pérdida de los objetivos perseguidos, a la frustración de sus amigos por la imposibilidad de “encontrarse a sí mismos”, al rechazo de los mineros, y a una muerte accidental que al parecer no se produce de manera fortuita, y que se convierte en el principal “leitmotiv” de la referida confesión.

La condición social y la sicología de esos personajes las diseca el narrador con sus propias palabras, sin que las vaya deduciendo el lector a través de una paulatina progresión de las actitudes y de los caracteres; y en el caso de El Yunque, por ejemplo, respondería a la tipología de un hombre simple, analfabeto y parco en palabras, como queda resumido en una simple frase: “Y yunque sé…”.

Son muchos los aciertos del escritor, y las reflexiones que sus palabras despiertan; principalmente para quienes hayan leído a los Delibes, Buero Vallejo, Juan Carlos Onetti, y demás clásicos de nuestras letras; o para quienes hayan vivido en sus propias carnes el opresivo ambiente de los pueblos, y la ruina que impregna el esqueleto metálico de una decadente arquitectura industrial; así, los inevitables dilemas y contradicciones, la pérdida de una identidad propia, la soberbia, la murmuración, la apatía, el desarraigo, la nostalgia y la virtud, que han dejado en esos personajes las distintas circunstancias, los inexorables giros del Tiempo, y los caprichos de la diosa Fortuna. Aciertos hay en el léxico empleado─ las frases hechas, los tecnicismos mineros, la presencia de vulgarismos, o la expresión coloquial, revelan las capacidades de un reconocido lingüista ─, en los niveles poéticos que alcanza la narración, y en la anecdótica gracia con que se adoban las más variadas historias.

Olvidos también los hay. Quién que haya observado la tristeza de un minero sentado ante un vaso de vino, o ensimismado en la lectura de una novela del Oeste, podría desconocer las terribles enfermedades de la mina: el miedo y la tuberculosis, entre otras. Es una realidad que va pegada a “la piel azul” del minero, y que tiene su más extrema plasmación en relatos como “El Modorro”, obra de Joaquín Dicenta, referida a un minero de las minas de Almadén.

Y lo que algunos lectores tacharíamos de desaciertos, e incluso de anacronismos, no pasarían de ser simples detalles de percepción que más bien tendrían que ver con la experiencia de cada uno.

Suponer que una mujer, Córdula, sea capaz de desnudar a la mujer del farmacéutico, para “restregarle por todo el sexo la guindilla molida y la pimienta negra que había sacado con rapidez de sus refajos”, y así vengar, en un santiamén, la deshonra de su señora, para mí sería mucho suponer, aunque la realidad me contradiga; o hacer partícipes al grupito de mineros del rescate de un tesoro escondido en las sierras de Jalisco; o presentar a los referidos amigos, allá en la gran explanada de la Feria del Libro de México, interesados en una lista de autores de novela negra, o en las elucubraciones de un escritor acerca de la edición de libros, se me figuran un mero motivo para el lucimiento del escritor, o bien para que manifieste sus refinados gustos músico─ literarios, sus conocimientos geográficos de México, o su competencia en la retórica sindicalista, que no añadirían nada nuevo a la trama, pero que vendrían a plantear la naturaleza abominable del esquirol, y el conocido tema de la Institución Libre de Enseñanza, y del anarquismo teórico del XIX, de la feliz redención del obrero a través de la cultura, y de la regeneración social de los hábitos y costumbres que conforman la rutina, y que facilitan la dominación del más fuerte sobre el débil.

En el desarrollo de un libro de tantas páginas como éste estoy con los que piensan que “menos es más”, y no me habría parecido mal que el escritor aligerara algún trozo a partir del capítulo XIV; pero ésa es tan solo una opinión más de alguien que es un simple lector, que un grano no hace granero, y a un servidor se le ocurre que podando algún detalle este libro quedaría convertido en una magnífica pieza teatral, o en un estupendísimo guión para una película de cine, retrato de una sociedad y un tiempo, y en la línea ya trazada por “Entre costuras”, o por “Palmeras en la nieve”.

Y como colofón a mi comentario, el agradecimiento siempre al arte y dedicación que derrocha mi paisano Alberto.

Y la recomendación final de que se hagan con uno de esos ejemplares, que me imagino que habrá en cualquier biblioteca que se precie, para que conformen ustedes su propia opinión. No se arrepentirán de haberlo hecho, ni se reprocharán el tiempo que han recuperado con la lectura. Cuanto menos habrán tenido la oportunidad de hacer un cursillo rápido de expertos en minas, y de “peritos en lunas”.
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