2 de enero de 2016 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Efemérides

─ “SU ALMA ADOLESCENTE NO DESCONOCÍA NINGUNO DE LOS MIL PUDORES QUE HACEN DEL JOVEN UN SER APARTE CUYO CORAZÓN REBOSA FELICIDAD, POESÍA, ESPERANZAS VÍRGENES, DÉBILES A LOS OJOS DE LA GENTE QUE SE CREE DE VUELTAS DE TODO, PERO PROFUNDOS PORQUE SON SENCILLOS.”
El 27 de abril de 1958, en el campo de fútbol de Casablanca, un forzudo que aparentaba ser todo un émulo del legendario Sansón, hizo la proeza de arrastrar un camión con la fuerza de sus cabellos.
Aquella mañana el niño caminaba hacia su casa por la cuesta de los Leones.
Se detuvo ante la zapatería regentada por un íntimo de su abuelo. Venía de hacer un encargo y el canturreo armonioso de un canario atrajo su atención.
Como aquel niño se llamaba Ángel el músico Pan aprovechó la ocasión para atrapar entre sus redes a tan ingenuo volátil:
─ Señor Díez,… ¿ese canario es suyo?
─ ¿De quién iba a ser si no..? ¿Te gusta lo bien que canta..?
─ ¡Más que los polos de fresa que vende don Pedro en su carrito de los helados!
Y echando la cabeza hacia atrás, como para tomar un trago de aire:
─ Señor Díez,… ¿me lo vende?
─ Tuyo es por cien pesetas. Nos damos la mano y se acabó. Pero… ¿cómo piensas pagarlo?
─ No tenga cuidado en ello. Mi padre nunca me ha dejado mal, que él no faltó a su palabra…
─ Pues no hay nada más que hablar. Tuyo es el canario. Cuando vuelvas te lo doy…
Cumplido el ritual del estrechamiento de manos, Angelito no dudó de la honestidad del vendedor.
Echó a correr por la cuesta arriba para decir a su padre que el cielo no podía esperar; y que estaba “empeñado” en un trato que, para colmo de emociones, resultaba trascendental.
Su progenitor no le reprochó que asumiera tales riesgos; al fin y al cabo todo es fruto del azar, y había que echar una mano al chiquillo, que ya empezaba a destacar en el mundo de los negocios.
Y con la alegría en el semblante, y con un billete de cien pesetas entre las manos, el niño más que correr voló:
─ Señor Díez… mi parte del trato…Ahora le toca cumplir a usted.
─ ¡Vaya por Dios, Angelito! ¿Quién me lo había de decir? Acababas tú de salir por la puerta, y el pájaro que voló.
Había ido mi hijo a echarle alpiste y, como él no está acostumbrado a hacerlo… ¡Pum! El canario alzó el vuelo y se fue.
Un gesto de frustración se dibujó en la cara de aquel angelote de pelo rizado, tan negro como un tizón. Y el simpático comerciante siguió dándole las debidas explicaciones:
─ Tú no te preocupes, Ángel. Ya habrá mejor ocasión. Los canarios son pájaros muy delicados, y muy sensibles al calor. Necesitan mucho cuidado. Habría sido un auténtico engorro para ti.
No sabía el Sr. Díez que el corazón de un niño es muy sabio a las razones; y que cualquier fruslería adquiere tanto valor para él como un soplo de aire fresco para un moribundo, o una mirada pudorosa para un joven atrapado en las redes del amor.
Y el niño serio, muy serio, como quien lanza una imprecación contra el Sr. Díez y sus cajas de zapatos, señalaba a la trastienda:
─ ¡El pájaro no voló, Sr. Díez, que lo tiene usted por ahí! ¡Lo que usted ha perdido es su palabra, y no el pájaro! ¡Señor Díez, usted no tiene ni una pizca de formalidad..!
Y volviendo la espalda a su interlocutor lo dejó a dos velas, plantado como un ciprés, atónito, y sin saber qué contestar.
De vuelta a casa el niño iba pensando que la hombría no era una simple cuestión de edad, y que de haber tenido una librería el Sr. Díez bien podía asegurar que no le volvería a comprar ni una sola libreta, ni un libro, ni un tebeo del “Coyote” que tanto le gustaba a él, ni un bolígrafo “Bic”, ni una goma blanda de borrar… así le fuese la vida en ello.
Cuando, días después, se comentó el incidente en familia, como una anécdota más, el abuelo Pablo, orondo como un sultán ante la buena pinta de su harén, encareció el atrevimiento del niño como un rasgo de carácter, como un legado familiar que lo hacía apto para el trato.
(¡Quién lo había de decir del angelito aquél, con lo inocente y noblote que era!).