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30 de diciembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Caras, y máscaras

CARA, CARETA, CARÁCTER, MÁSCARA, ROSTRO, PERSONAJE, PERSONA Y PERSONALIDAD SON TÉRMINOS QUE COMPARTEN UN SIGNIFICADO EN COMÚN, Y QUE ENTRECRUZAN SUS ETIMOLOGÍAS

Caras, y máscaras
En “El retrato de Dorian Gray” el inglés Óscar Wilde cuenta la historia de un hombre obsesionado por el retrato que de él hace un amigo pintor. Piensa el joven que en el transcurso de los años está llamado a envejecer, y a contradecir la belleza reflejada en aquel cuadro. Tan penosa obsesión le lleva a guardar el cuadro bajo llave, al tiempo que observa cómo se desfigura su imagen a medida que comete abusos, y crímenes contra la sociedad. Cansado de aquella estúpida manera de vivir no duda en destrozar el retrato.
Un servidor de la casa asiste impresionado a la tragedia: en el suelo yace un viejo, con toda la fealdad del mundo reflejada en su cara; junto a él, la armonía de una juvenil imagen reflejada en el lienzo.
Una historia semejante leí, siendo yo niño aún, en uno de aquellos tebeos de época. Explicaba la belleza de la Virgen, y la fealdad física de las brujas, en razón de sus virtudes.
Como la Virgen proyecta bondad sobre el prójimo es lógico que, por efecto de la reflexión, también ella resulte beneficiada por su propia gracia.
Por el contrario, la fealdad y la mala sombra de las brujas es producto de un mal deseo que en ellas misma nació.
No es mi interés definir los rasgos y cualidades que proclaman el triunfo de la belleza. Y menos aún en un tipo de sociedad donde la indefinición es norma, y donde los ideales estéticos se ponen en manos de un cirujano, o en las reducidas tallas de unas prendas de vestir.
Más bien quería incidir en el sentido de aquellas metáforas que dicen que la cara es “un libro abierto”, que “es el espejo del alma”, que aquél tiene “mal careto”, que ése tiene “doble cara”, que aquel tipo es un actor que suele “poner caritas”, y que aquel otro es un enreda “que no suele dar la cara”.
Conocido es de todos el cuentecillo, del que es autor Rodríguez Marín, que lleva por título “El abate Marchena frenólogo”.
Cuando, a principios del XIX, los ilustres asistentes a la tertulia nocturna de don Felipe de Cepeda supieron que el Abate Marchena había recalado en su ciudad, no dudaron ni un momento en invitarle a exponer sus conocimientos sobre la Frenología, ciencia que relaciona la conformación anatómica del cerebro y los caracteres psíquicos del individuo.
Tras un examen previo del cráneo de los presentes, el revolucionario de marras daba su particular visión de cada uno:
─ “¡Éste, juzgando por las líneas de su rostro y por la formación de su cabeza, era hombre iracundo, con un genio de todos los diablos y capaz de llegar hasta el crimen por quita allá esas pajas; (…) El otro, canónigo de la Colegiata, no es que hubiera errado la vocación; pero habría sido un esposo de los inmejorables. (…) El tercero propendía a la ahorrativa, cualidad muy digna de elogio”.
Llegado el turno del anfitrión el Abate Marchena se abstuvo de emitir cualquier clase de pronóstico; si bien, y a requerimientos del propio interesado, se vio en la disyuntiva de tener que decir:
─ “¡Ea, pues! Ya que usted lo quiere, sea. Lo diré en dos palabras y para que todos me entiendan. El carácter de mi señor don Felipe está total y enteramente caracterizado por... la característica ausencia de todo carácter”.
...

Cara, careta, carácter, máscara, rostro, personaje, persona y personalidad son términos que comparten un significado en común, y que entrecruzan sus etimologías.

La personalidad y el carácter son estigmas o “sellos” que nuestro habitual comportamiento imprime en nosotros; que observan los que nos rodean en la expresión de nuestro rostro, o en el brillo de una mirada. Personalidad es lo que “resuena” en el interior de la máscara.

Para destacados retratistas lo que “suena” en el interior de algunas máscaras es nuestro espíritu atávico y primitivo; y es por ello que “animalizan” a sus personajes, poniéndoles cara de gato, de gallina, de búho, o de perro.

El peligro de volver hacia atrás la mirada ─ como hiciera la mujer de Lot─, el de cruzar la mirada con alguien, el de sostenerla en señal de provocación, o bien el amor, la pasión, la compasión y el odio, tienen por ventana nuestros ojos.

Tal vez por esa razón la cultura funeraria evitó en otros tiempos que a la muerte se le viese la cara, tapando el rostro del difunto con un pañuelo; o que en las fiestas del “Chigualó”, según refiere el ecuatoriano Justino Cornejo, se le cubran los ojos al Niño “Manuelito” para que no vea el espectáculo de desmadre y desenfreno que tiene lugar a su alrededor.

Ocultar nuestra apariencia a los espejos, o no permitir que encierren nuestra alma en una foto ─ como es propio de algunas culturas─ es parte de esa tradicional dicotomía entre materia y espíritu, entre cuerpo y alma.
Algo que debieran de tener en cuenta los gestores sanitarios, que en función de la rapidez y de la eficacia obligan al médico a no apartar la vista del ordenador, hurtando su mirada al paciente que, en el colmo de la confusión, sólo acierta a decir cuando recibe el dictamen oficial de la receta:
─ ¡Pero si no me ha mirado ni una vez siquiera a los ojos..!

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