16 de diciembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
"De un Villancico de Peñarroya Pueblonuevo"
Cercanas las elecciones los políticos españoles se prodigan en programas televisivos de entretenimiento, y en amorosos debates de cafetería; Canal Sur está de fiesta con la Copla, porque llegó Navidad; y la copla está que se cae, de repetida sosería, en lo que ya es celebrado como un hito de la nueva “revolución cultural” del encumbrado Marina.
Los pueblos de Cádiz celebran, en la alegre y desenfadada algarabía de la “Zambombá”, el nacimiento del Niño Manuel.
Y, como en las fiestas de Carnaval, es que quitarse el sombrero ante tal derroche de creatividad, y tanta capacidad de improvisación.
¿Y cuál es pues la diferencia entre los bellos poemas de Rafael de León, escritos en un tiempo relativamente cercano, y aquellos otros que forman parte ya de la cultura oral de todo el ámbito hispano─ americano?
¿En qué difieren, pues, un villancico jerezano, o el precioso romance aquél de “Madre, en la puerta hay un niño”, y “La bien pagá” que tan magníficamente interpreta Miguel de Molina?
La oposición la explicita Menéndez y Pidal en una conferencia que lleva por título: “Poesía popular y poesía tradicional en la literatura española”:
─ El pueblo escucha o repite estas poesías sin alterarlas o rehacerlas; tiene conciencia de que son obra ajena, y como ajena hay que respetarla al repetirla. Pero existe otra clase de poesía más encarnada en la tradición, más arraigada en la memoria de todos, de recuerdo más extendido y más reiterado; el pueblo la ha recibido como suya, la toma como propia de su tesoro intelectual, y al repetirla, no lo hace fielmente de un modo casi pasivo como en los casos precitados, sino que sintiéndola suya, hallándola incorporada en su propia imaginación, la reproduce emotiva e imaginativamente y, por lo tanto, la rehace en más o en menos, considerándose él como una parte de su autor. Esta poesía que se rehace en cada repetición, que se refunde en cada una de sus variantes, las cuales viven y se propagan en ondas de carácter colectivo, a través de un grupo humano y sobre un territorio determinado es la poesía propiamente tradicional, bien distinta de la otra meramente popular.
Un villancico de aquellos que el “villano” hace y rehace a su gusto, oí cantar a mi padre, natural, como yo, de Peñarroya─ Pueblonuevo.
Por desgracia, desde entonces, ya no lo he vuelto a escuchar.
La melodía y el ritmo poético los toma prestados de la conocida composición “Campana sobre campana”; y las variantes vienen dadas tan solo en algunas estrofas, en particular en el estribillo. Y dice así:
─Ventana sobre ventana/ Y sobre ventana tres. / Asómate a la ventana/ Verás al Niño Manuel.
Por lo bien que te quiero, olé ya/ Por lo bien que te adoro, échale.
Échale la capilla al toro/ Y dile: “¡Torillo, je, je, gurugú!”/ Llámale con el capotillo, llámale”.
Bajo mi infundada opinión hay unos “marcadores étnicos” que revelan los claros orígenes de lesta copla tradicional.
En primer lugar los “metidillos” con que se adorna ─ los “olé ya”, “échale”, “gurugú”─, que constituyen la principal distinción entre la seguidilla andaluza, y la seguidilla manchega.
En segundo lugar la temática, tan propia de los juegos practicados por nuestros antepasados, según el folclorista sevillano D. Luis Montoto y Rautenstrauch.
Y en tercer lugar el término “Manuel” con el que se designa al Niño Dios en esta tierra de la “gracia”, que de la “malafollá” y del mal humor también, donde a María se le dicen requiebros amorosos, y el calificativo de “niña”; y donde el pueblo se divide, básicamente, en tres categorías: los no- creyentes, que se apiadan de todo Cristo y que se ponen debajo de un paso de palio, o de las andas de una cruz; los creyentes, que cultivan su huerto interior, y llevan sin alharacas su propio calvario; y los puntillosos de la nada, capillitas de medalla, gomina de ritual, y pasión de vara de mando.
Modos tan “irrespetuosos” también los podemos encontrar en la cultura oral de los pueblos de Sudamérica. Concretamente, en Ecuador, el académico Justino Cornejo lo subraya en estos términos en su libro “Chigualito, Chigualó”.
Estas fiestas campesinas, en que se rinde homenaje al nacimiento de un niño, no dejan de ser celebraciones paganas en que se canta a la vida, con la feliz incorporación del villancico y del romance español.
De hecho en ellas son imprescindibles los bailes de rueda, los juegos de corro, el cortejo de los enamorados, las risas, la chicha de maíz y la mistela, el alfajor, el “corviche”, y las galletas de almidón…
Y curiosamente, como en Argentina y Bolivia, al Niño también se le dice “Manuelito”:
─ Manuelito lindo/ Manuel Trinidad / bonito naciste/ día de Navidad
─ De todos los ramos/ más me gusta el verde/ porque Manuelito/ solito se duerme.
─ A María le gustan/ todos los Manueles/ porque su hijo se llama/ Manuel de los Reyes
Estrofas de cuatro versos de arte menor, dispuestas como cuartetas o redondillas.
Coplas de montubio cuyos claros orígenes están en la cultura española tradicional; y más concretamente en ese otro “talante” que distingue al andaluz de otros pueblos, y que nos lleva a una forma de expresión en el baile que nada tiene que ver con la salsa, la bachata, el vals, o los desmadejados pasos de claqué que con tanto arte publicitaron los Fred Astaire, Eleanor Powel, o Ginger Rogers.