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5 de diciembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Barrio Maravilla

Barrio Maravilla
El conferenciante trató sobre el concepto de ciudad en “Jacinto Ilusión”, nombre con el que los sevillanos conocen a José Mª Izquierdo, creador de la Cabalgata de los Reyes Magos del Ateneo de Sevilla, y autor de Divagando por la ciudad de la gracia.
Uno de los que conformaban la mesa se durmió dejando entre los asistentes el vivo retrato que Antonio Machado ya pintó en “Del pasado efímero”, y la sensación de que las cosas gustosas hay que hacerlas por amor, y no para cultivar las vanas apariencias…
En el debate entre arquitectos seguidores de la torre Pelli y “El Parasol”, y partidarios de “esa famosa giganta de Sevilla llamada la Giralda”, sólo se pusieron de acuerdo en decir que en aquella Sevilla de los huertos es probable que tuvieran cabida las casas ajardinadas de Heliópolis, “la ciudad del sol”, pero no así el Polígono Sur, y otros barrios construidos en la etapa febril de los setenta por unos auténticos majaras del ladrillo y del hormigón.
Entre los barrios citados supongo yo que figuraría el mío, que no es preciso ser un sabio, o un experto, para ver que está mal hecho.
Hace tres décadas ya que vivo en mi barrio, y compruebo, a día de hoy, que no quisiera irme de él. Tan integrado estoy entre mis vecinos.
Por las fechas en que llegué hasta aquí mi pasión era la música; y la manera de celebrar que, por fin tenía un techo donde refugiarme, fue invitar a casa a los amigos, y hacerme con ellos unos cantes de esos en los que baila de puntitas el corazón.
Al día siguiente mi vecina Lola, la número uno en cordialidad, no dejó de mostrarme una sonrisa, al tiempo de felicitarme por los bien que cantaba, y por el recital que soportó hasta altas horas de la noche.
Rápidamente capté la indirecta, y hasta la presente no se me ha ocurrido volverla a molestar.
Otro día salí a pasear con una sillita de inválidos y de la mano de mi madre. Como la calle estaba en obras nos vimos forzados a pasar sobre una tabla, de poco más de un metro de anchura.
En ese mismo momento campeaba por allí una manifestación de trabajadores que, en su ardor revolucionario, no nos permitía pasar a los lentos ni a los inválidos.
Fue entonces que un joven hijo del barrio se asentó en el otro extremo de la tabla, como un auténtico machote, y contuvo aquel torpe empuje del mogollón con su palabra y sus brazos, para dejar el paso expedito a una anciana, que caminaba orgullosa del bracete de su hijo. Jamás podré agradecer el gesto.
Cada mañana, cuando salgo a por el pan, Vicente me recibe con una sonrisa y con un “Rayego”, que no sé de dónde se habrá sacado, pero que me hace recordar a mis alumnos, y a mis amigos del colegio, que siempre me llamaron así.
Y lo agradezco en el alma.
Me siento feliz en mi barrio, en la orilla trianera de este Guadalquivir, “donde se fueron los moros/ que no se quisieron ir”, al que todos los días saludo, tirándole besitos.
Y me encuentro como en casa rodeado de viejos, de gente educada y cordial, de antiguos funcionarios a los que no les llega el pan de cada día, y hasta de sudamericanos que se paran a conversar como si fuera yo uno más de su familia.
Entiendo bien que en este barrio habrá de todo, como en la viña del Señor, que habrá Alayas, Guerreros, Juan Lanzas, “el almuerzo desnudo”, Robin Hood, ERES pecaminosos, y hasta un Carlos Henrique Raposo, el futbolista que, sin saber jugar al balón, se convirtió en el mayor estafador de la historia del fútbol.
Pero yo sólo veo pasar junto a mí a gente sencilla y de bien ─ el panadero, el pintor, el profesor, el cartero, el parado, el jubilado, el tendero, etc…─ que saludan a mis hijas, y que me ayudan a vivir.


En el pueblo en el que viví siendo joven, también los recuerdos eran felices. Más nostálgicos ahora, pero plenos de buenas vibraciones.
Allí mis vecinos vivían para trabajar en la mina, para poder pagar una casita, reducida toda ella a un pequeño comedor, del que salían dos pequeñas habitaciones que en lugar de puertas tenían cortinas. Como retrete un cubo de cinc con tierra en la base, cuyas deposiciones se vertían a una cloaca, por donde las aguas residuales fluían por debajo de la calle, dejándose ver.
Subían recias mujeres por la cuesta de los Leones ─como hoy se puede ver aún en algunas ciudades de Marruecos─, llevando el cántaro de agua prendido a la cintura, o haciendo equilibrio en un "roete" que les protegía la cabeza.
Qué pocas cosas se precisan cuando tu mundo es pobre, pero te sientes feliz; cuando uno mismo se cree pájaro libre, a pesar de la enorme dificultad que entraña el vuelo.
Cuando jóvenes, emperrados en la conversación, nos movíamos por la Plaza de las Ranas, por el Campo de Fútbol, por el Llano, o por donde se moviera el viento. En animada cháchara nos lo pasábamos genial con el amigo de turno. Y nos daban “las diez y las once, las doce, la una…” Y como nadie llevaba teléfonos móviles, ni se preocupaba por ello; tan sólo veías que a nuestro paso iban echando las persianas los últimos bares y que no había un alma para pedirle fuego, o para podérselo ofrecer.
Por eso, cuando un buen día miro al otro lado de mi ventana, y veo venir por Internet a los amigos de mi viejo barrio, ése del pan con aceite y azúcar y las rayas azules o rojas de mi babi de colegial, ese día se me viste el corazón de fiesta y me salgo feliz a la calle, para paladear mucho mejor los mil y un matices con los que este barrio que me acoge me regala a diario con su luz.
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