22 de octubre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
A la flor del romero…
Suenan la flauta y el tamboril. El sol asoma su caricia sonrosada entre las copas de los pinos. El romero, el lentisco y la jara le prestan su perfume al aire. Por el camino, cubierto de arena, avanza el cortejo de bueyes, de centauros y carretas, que van dejando alegres jirones prendidos en la suave modorra del atardecer:
─ Dios está azul. La flauta y el tambor/ anuncian ya la cruz de primavera.
¡Vivan las rosas, las rosas del amor,/ entre el verdor con sol de la pradera!
Vámonos al campo por romero,/vámonos, vámonos/ por romero y por amor…
No sabemos si será fiable el dicho aquél de que "Todos los caminos conducen a Roma"; pero lo que sí es evidente es que, incluso por el más deshilachado de los senderos, los boyeros de esta parte del Sur siempre encaminan a sus bueyes hacia el Rocío.
La llegada de las carretas hasta la puerta de la ermita será, según dicen los que entienden, una extensión de la ofrenda que realiza el agricultor en honor de la diosa Ceres, y una forma de oración hilvanada de renovadas esperanzas, y de fraternales recuerdos.
Para verlos pasar por allí es por lo que un grupo de amigos se desplazó, desde horas muy tempranas, hasta los pinares de Aznalcázar.
A poquito de llegar, Manolo encontró un gazapo, y lo mostró a la compaña con exquisita delicadeza y mimo, para que todos lo vieran y pudieran disfrutar de la ternura de esos ojos tan humanizados que no les van a la zaga a los de un tímido cervatillo. Después lo ocultó a la curiosidad de las miradas y lo volvió a dejar encamado en el sitio en que lo encontró.
El ángel del medio día sorprendía a más de uno cogiendo trocitos de ramas secas, para animar la barbacoa, cuando se oyeron venir las tesoneras esquilas de los bueyes que tiraban de la blanca carreta del Simpecado.
Antonio se apresuró a salir al paso de los peregrinos que, por mor de la casualidad, resultaron ser paisanos y amigos del cercano pueblo de Aznalcázar. Tras la correspondiente presentación se trataron como viejos conocidos, invitándonos a los presentes a compartir unas fotos y unas cervezas bien fresquitas:
─ Ser en la vida romero, /romero sólo que cruza siempre por caminos nuevos. /Ser en la vida romero, /sin más oficio, sin otro nombre y sin pueblo./ Ser en la vida romero, romero..., sólo romero. /Que no hagan callo las cosas ni en el alma ni en el cuerpo, / pasar por todo una vez, una vez sólo y ligero,/ligero, siempre ligero.
Después del almuerzo- barbacoa, a base de chuletas de cerdo, ensalada, pan de pueblo y sardinas,salieron los amigos, en animada procesión, a patear los caminos.
Fernando amenizaba el paseo con chistes sobre palabras con doble sentido:
─ ¿Qué es una "chinchilla"?
─ La auchenchia de un lugar para chentarte,...
Al volver al "campamento" Ana invitó a café, para que el personal disfrutase de un amistoso estímulo y de una larga conversación, en la que nadie pensaría en morderse la lengua, y en la que todos se habrían de dar por bien servidos.
Después se sentaron juntos,alrededor de una pequeña fogata, para cantar y bailar unas alegres sevillanas: la historia convertida en costumbre, la música de un corazón que se expresa en la voz antigua de sus ancestros, a ritmo de guitarra, caña, flauta, palmas y tamboril.
Cuando ya entraba la noche y la luna llena hacía de confidente de sus congéneres femeninos, ellas se pusieron a ensayar la danza del vientre, con el sinuoso "camello" pasándoselo la mar de bien.
Ya no quedaba ni un alma en el campo cuando aquel grupo de amigos echó a andar por el camino que conduce hasta la finca de Quema, rodeados de la sombras de los pinos y llevando como dosel el mágico resplandor de las estrellas y la blancura de cera de la luna, que parecían hacerles guiños para que les dedicasen una entusiasta coplilla:
─ Estrella, deja que cante/ deja que quiera/ como yo sé…
En algún lugar lejano de la constelación de Orión, quizás por el Escudo, o bien por el Anillo, se oía la música acordada de la flauta y el tamboril, el "frufru" de una bata de cola y el eco insondable de una luz, la de la gigante roja, que a todos quita el sentido:
─ Sensibles a todo viento/ y bajo todos los cielos,/ poetas, nunca cantemos la vida de un mismo pueblo/ni la flor de un solo huerto. Que sean todos los pueblos/ y todos los huertos nuestros.
Y fue en un instante mágico como ése en el que alguien evocó la confidencia que, en otro tiempo, le hiciese un ángel de luz:
─ Si en alguna ocasión te encuentras solo no te vengas abajo, ni te preocupes. Mira hacia la estrella que más reluce, que allí me tendrás a mí.
…..
─ Ya están ahí las carretas.../ (Lo han dicho el pinar y el viento,/
lo ha dicho la luna de oro,/ lo han dicho el humo y el eco...)
¡Cómo lloran las carretas,/ camino de Pueblo Nuevo!
De aquella otra romería que cada año se celebraba en su pueblo aún conservaba el peregrino el más entrañable de los recuerdos.
Como siempre solía ocurrir aquel día, de hacía ya tantísimos años, sus padres no le pudieron llevara aquella deliciosa reunión “de familia” en los “Huertos Familiares”.
Pero ese día lloró y protestó, como estaba obligado a hacer, porque no quería quedarse huérfano de la alegría de sus vecinos.
Su padre, que siempre fue comprensivo con él, le dio el día libre a José para que le acompañase.
Con una pequeña garrafa de agua y unos apetitosos bocadillos se fueron los dos, caballeros en una flamante y reluciente bicicleta “Orbea”, para ver cómo disfrutaban sus paisanos, acomodados bajo los chaparros, sin puertas ni paredes, ni ganancia alguna que vigilar.
Lo pasaron de lujo en ver cómo los más mayores se divertían de ver divertirse a los demás:
Las familias conversaban de una a otra encina; los niños disfrutaban de los columpios que habían dispuesto sus padres con artesana habilidad; y los jóvenes aprovechaban para conversar entre ellos, y para tomarse de la mano en esos juegos que ahora llaman “de animación sociocultural”:
─ A la flor del romero, romero verde/ Si el romero se seca, ya no florece…
Y como sabido es que los recuerdos de familia despiertan en el individuo el más nostálgico interés, aquella noche estrellada, de vuelta por los caminos que conducen hasta Quema, y colmado de emociones, el peregrino entonaba aquella vieja canción del romero florecido.
Disfrutaba con soñar que, aunque sin su bicicleta, y mucho más viejo que antes, su buen amigo José ejercía aún de romero ─"sensible a todos los vientos / y bajo todos los cielos"─, por los caminos de la vida.