A su paso por Triana el río Guadalquivir es un remanso metálico de gelatina donde, a cada instante, se amalgama un nuevo color, a tono con los reflejos del cielo, de los edificios, de los árboles que pueblan sus orillas, de las animadas nubes que prestan su particular impronta al paisaje…
A ratos el paseante tiene la impresión de estar asistiendo a la representación de un titirimundi; como cuando de pequeño, sentado en el umbral de su casa, ojeaba un libro escrito del revés o tomaba entre sus manos una tostada de pan, aceite y azúcar, para dejarse llevar por un caleidoscopio de figuras evanescentes que le hacían uno con su alrededor.
Y en ese anticipo mañanero de una deliciosa representación del espíritu y de la carne el caminante desemboca en la calle Arjona, en dirección a la parada del autobús que le había de llevar hasta la cercana población de Camas, con la premonición de que un nuevo día le habría de sorprender en el juego de la ruleta rusa que es la vida.
Aún quedaba tiempo para que el vehículo llegara y el ensimismado viajero ya se estaba despidiendo de la grácil torre de Santa Ana, del recio castillo de San Jorge─ cuna, en otro tiempo, de la Inquisición─, del edificio industrial del Barranco, y de los amigos de la noche, que buscaban con paso vacilante un rincón acogedor en el que delegar el pesado fardo de su cuerpo.
De improviso un pertinaz y erótico gimoteo acaparó su atención. A pocos metros de donde estaba él un individuo de aspecto sano, y de mediana edad, se desgañitaba entresuspiros:
─ ¡Mi Curro!, ¡Mi Curro! ¡Qué dolor..!
Pensando en consolar al triste, que es una de las obras de misericordia de todo creyente que se precie, el hombre no escatimó en ofrecer unas balsámicas palabras de alivio a tan doliente enamorado:
─ ¿Le pasa a usted algo, amigo? Si le puedo ayudar…
─ Mire usted, si no estoy llorando por gusto: yo lloro de indignación; por lo mala que es la gente.
Que dicen que mi Curro es un mojón, que para él los toros cuanto más lejos mejor; y que en eso de “tomar el olivo” es como “El Gallo”, que no le importa correr cuando ve a un morlaco “encampanarse”, o cuando barrunta el peligro.
¡Caballero, poner en duda el valor de mi Curro es una falta de consideración para los buenos aficionados..!
─ Pero si usted disfruta viendo torear a su ídolo no debe tomárselo así. ¿Qué daño le puede hacer la poca consideración que merezcaa los no aficionados su arte?
─ ¡Es que no es justo lo que dicen!
¡Sies que mi Paco y mi Curro ya tenían buenos cochazos cuando otros no tenían ni pa´ migar un mal café de aquellos de “pucherete”!
¡Fíjese usted si no van a ser unos primerísimos espadas con tantísimos billetes que tienen! ¡Y que por algo será, digo yo..!
¡Pa´ que luego me salgan a mí con ese fiero“derrote” de que les falta valor!¡Vamos, si es que hay cosas que claman al cielo..!
¿No me voy a sofocar, si somos del mismo pueblo, y les conozco desde que eran así de chiquitos…?
El oyente asintió con un movimiento pendular de la cabeza como si asistiera a la exposición de un axioma, o como si recitara una sura, evitando la más mínima tensión en el corazón de aquel atribulado feligrés, necesitado de una sólida columna capaz de aliviar el peso de tamaño desconsuelo.
Y cuando llegó la hora de coger el bus se apresuró a despedirse de tan buen aficionado, y a ocupar el único asiento individual que había, con el ánimo pedagógico de rumiar lo vivido y de contar a sus alumnos una nueva experiencia vital, convertida por obra y gracia del arte de Curro Cúchares en singularísima lección de sociología.
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