7 de octubre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El jardinero infiel
“LOS TONTOS SON CON FRECUENCIA MALOS, DESCONFIADOS E IMPENETRABLES”
Para aquellos que lo conocen, la finca de “Las Acacias” vendría a representar la acepción más utópica y brillante de lo que significa la palabra amistad. Un buen día un grupo de amigos,procedentes de las cuatro costuras del mapa y a quienes reunió el azar, plantó sus reales allí,con la idea de integrarse, ellos mismos y en familia, a un nuevo tipo de sociedad llamada a favorecer el futuro de sus hijos.
En los tiempos de que hablamos los hombres se veían con los amigos en el bar, o en el casino, y no eran nada frecuente las reuniones de parejas, un proyecto de tertulia entre gente de intereses parecidos, o el habitual disfrute del campo, en amor y compañía de familiares y amigos.
Aún no se había puesto coto, en los lugares cerrados, a la insana moda del tabaco; ni la medicina recetaba la benéfica costumbre de respirar aire puro, oel saludable ejercicio de pasear al aire libre. Todo lo más lejos que un buen andarín se atrevía a llegar, en su paseo extraordinario de los domingos, era hasta el campo de fútbol, o a dar diez vueltas al Llano.
Acostumbrados que estaban,en sus lugares de procedencia, a sus habituales salidas al campo, aquel grupito de amigos persistía en su afición.
Como, por “h” o por “i” se les habían ido cerrando los lugares de reunión ─ rotulados como cotos de caza, o vallados de cultivo─ aquellos antiguos emigrantes, acostumbrados a verse delante de una colorida paella o de una contundente barbacoa en el lujuriante verdor de Guinea, o en los agrestes paisajes de Marruecos, decidieron meterse en la aventura de comprarse a cómodos plazos una hermosura de campito.
Y quiso la casualidad que encontraran su más preciado aljarafe: un suelo mullido y rojo donde no sería difícil que prosperase toda clase de cultivo, incluidas la lechuga y el delicioso tomate, e incluso el árbol del pan.
Lo primero en construirse fue un local comunal, para que a nadie le faltara un techo donde cobijarse, unos servicios, y un ámbito de reunión. Lo demás fue viniendo poco a poco.
El primero que se construyó una vivienda fue el mayor de todos ellos, el que por mor del trabajo tenía más saneada su hacienda, y disfrutaba de un destino en el seno de la administración.
Los fines de semana y las temporadas de verano las pasaban en sus tiendas de campaña, hasta que acabaron de construirse un hogar en su parcela; algunos sin recurrir a los de fuera, ni siquiera ala ayuda de un albañil.
Fueron tiempos de espera, de generoso esfuerzo en común, de cultivo de la amistad, y de convivencia en familia, donde el apoyo de los hijos se recibía con grandes muestras de cariño y de admiración.
El sentimiento del campo fue creciendo entre todos, como la florida poesía de Ovidio.
Un cielo cuajado de estrellas era el mayor legado que un hijo podía tener; y los nocturnos de Federico García Lorca, o de Chopin, eran simples metáforas de una realidad que allí se gozaba con los cinco sentidos.
“La verdura del prado, la olor de las flores/ Las sombras de los árboles de tempranos sabores…”, se les representaba a aquéllos como algo más que una mera licencia poética, constituyéndose así en un nuevo modo de vida.
Con los años, y entre muy diversos proyectos, fue creciendo un espíritu de unidad que se había de convertir en costumbre. Las mujeres solían jugar a las cartas y al voleibol; ellos al tenis, a las cartas y a la labia, a la que solían recurrir con la sana intención de arreglar el mundo y sus conflictos, y sin la interesada intención de influir en el ánimo de los demás contertulios.
Para concurrir a tan ilustrada reunión, a la que pronto bautizaron con el nombre de “La Postura” ─ denominación que aportó un comunero jiennense─ los hombres solían llevar un plato de comida de casa, y una botella de buen vino, para ayudar a la digestión. Alguno de ellos acabó, en su día, empotrado en un seto por obra y gracia de la confusa resaca.
Y como se iban haciendo mayores y todo lo bueno se solía compartir con generosidad, acabaron siendo los abuelos adoptivos de toda la chavalería, que fue creciendo en alegre comunión con aquella naturaleza, que a todos se encargaba de mimar.
Pequeños burgueses de vida sencilla y austera, asentados en los territorios de la justicia, del trabajo, de la dignidad, y de la más noble de las virtudes, que es la de la empatía hacia nuestro próximo.
Es indudable que, como en cualquier historia, no todo se traduce en armonía. Pero sirvió la intención. La intención y un bonito ejemplo de vida, cuyo lema consistía en “vive en paz, deja vivir y quiere bien a tus vecinos”.
Y para que ningún detalle faltara en aquel paraíso terrenal allí estaba Francisco “Malos Pelos”, el mejor pegamento para un desastre casero, la mejor herramienta posible para desarraigar un tocón, el conglomerado más flamenco de anarquista y de cristiano, el hombre de corazón y de ideas fijas cuando le daba por beber, que era una, o dos veces al día.
Para un franciscano como aquél el amor a la bebida era una simple expansión de la fidelidad que mostraba a sus amigos de “Las Acacias”, a tanta gente que le apreciaba y quería, y al zumo de la uva en particular.
Cuando llegó el momento de jubilarse “Malos Pelos” se marchó con una buena propina, no sin lágrimas de cariño, o un efusivo achuchón de aquellos que le tenían por uno más de su familia.
Para llenar este hueco insondable fue entonces que llegó en su lugar Juan “Miserias”, una de esa clase de personas a quien, nada más conocer, se piensa como enemigo, porque a su mirada torcida asoman la falsedad y el engaño como fórmulas para medrar.
A “Miserias” el apodo le vendría del relato que solía hacer de las tristezas del convento. Muy joven aún, y prestado el servicio militar a la patria, Juan recurrió al trabajo que encontró más a mano: el que le proporcionó una hermana suya, priora en el convento de Santa Rufina.
Allí, como aquel que dice, vivió de la chapuza y de la sopa boba, hasta encontrar un trabajo más acorde con su nueva situación de casado, y en el que se podría decir que cumplió con nota alta, llegando a ser encargado de personal, y el Jacob que compró los derechos de progenitura por el plato de lentejas de la delación de sus más eficientes compañeros.
Como los tiempos cambiaron, y como la manía de lo nuevo impidió al nuevo empresario valorar su trabajo, Juan optó por darle un giro a su vida, y autoproclamarse jardinero y operario de chapuzas.
Y fue en ese peregrinar de ofrecer tarjetas absurdas como encontró un trabajo, y la posibilidad de fardar de listo ante sus atribulados compañeros.
Ni con una nariz postiza le habría dado mejor resultado el invento, y no tardó mucho tiempo en adquirir un rango ficticio con el que impunemente engañar a tan atildados señoritingos.
Su expresión de escepticismo fatalista se convertiría pronto en sus señas de identidad ante sus complacientes jefes, a quienes la edad, las desiguales contribuciones sociales, y la falta de trabajo entre sus hijos,irían apartando hasta un rincón, sin conseguir arrebatarles ni un punto la ilusión de compartir:
─ Eso les pasa a quienes tienen dinero, y presumen de propietarios. Que a mí me dan igual los políticos, y los bancos. ¿Qué me pueden sacar de la cartilla, si no tengo en ella ni un euro? Para dos días que vivimos, lo que gano me lo fundo en un suspiro.
A mí me entran en casa tres jornales, gracias a que me lo trabajo, y a las prestaciones de paro de mi mujer y de mi hijo; y eso me da para un coche y para un crédito. Lo que le pase a los demás no va a quitarme el sueño…
Y así, de esta torpe manera de despreocuparse de la situación de los marcianos, a Juan no le podía entrar en la cabeza que, ante la nueva realidad económica, aquellos “extras” que él tenía a bien prestar podían prescindir de él, y de sus exageradas insinuaciones:
─ A mí no me condiciona nadie. El trabajo es mío, y el sueldo lo pongo yo, no lo que disponga uno que nada sabe.
¡Qué confundido que estaba!
Fue así que, poquito a poco, y ante el miedo escénico de los comuneros a defraudar tan elevada autoestima, fueron descendiendo sus ingresos, y bajó su tasación hasta el punto de faltar, con mentiras, a su trabajo para compensar su economía con la venta de chatarra, y con pequeños hurtos en los alrededores del pueblo y dela urbanización.
Como todo el que se lanza a esta clase de actividades,Juan no podía tener la absoluta certeza de si, de la noche a la mañana, se había convertido en topo, en espadista, en “encalomo”, en descuidero, en carterista o en avisador. O si era todas aquellas ocupaciones a la vez.
Lo que su pueblo sí supo es que no era el julay, ni la persona que pedía una pizquita de sal al vecino; y que lo malo de una nariz postiza es que si se cae aparece la monstruosa nariz de Pinocho.
Cierto día un grupo de asaltantes entró a robar en “Las Acacias”, amparados en la falta de vigilantes y en la soledad de la finca.
Desde un principio se sospechó del jardinero, y el espejo de las apariencias pareció dar la razón a un vecino que, dirigiéndose a aquél le reclamó, no sin dureza y descaro, las llaves de su casa. “Se me han perdido”, dijo Juan con evidente falta de aplomo.
En los siguientes días las evidencias las confirmó otro vecino, receptor de una amenaza velada del citado individuo.
Y no es que haya que desconfiar de aquellos nuevos vecinos, que incorporados a las labores de jardineros se ofrecen para compensar las deudas contraídas, pero si fuese cierta tan grave denuncia por qué no advirtió del problema,en su debido momento. ¿Algún secreto que ocultar?
Hace tan solo unas fechas que la comunidad de “Las Acacias” prescindió de su poco recomendable jardinero, amparada en la ley, y en su edad de jubilación.
Desde entonces aquellos insignificantes burgueses, a quienes sólo les dio por trabajar para engrosar la billetera de asaltantes y corruptos, están con el miedo en el cuerpo y la inseguridad de ser secuestrados por nuevos y oscuros individuos, y por viejas y decrépitas leyes, que han hecho de la vida al aire libre un auténtico sin vivir.