26 de septiembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
El amor de los gatos
“LOS GATOS LIBRES NUNCA COMPRARÍAN EL PRECIO DE UNA PRISIÓN, SUS MENUDENCIAS Y SU COJÍN DE PLUMAS” (E. Zola, “El paraíso de los gatos”)
En otros tiempos doña Amelia de Techau, catedrática de Griego, habría entrado a formar parte del Olimpo de los dioses, o figurado en innumerables esculturas y grabados como la encarnación del espíritu protector de la casa, tal era su serenidad, la penetración de su mirada, y la disposición de su figura.
Ella misma aseguraba que había tenido que ser, en una vida pasada, la reencarnación del gato, como venía a corroborar su amor por este animal, y la fisonomía de su cara redonda, de pómulos anchos, naricita respingona, grandes ojos claros y boquita de piñón, pequeña, muy pequeña, y perfilada hábilmente con una buena porción de pintura roja, al estilo de las chicas pin- ups.
Y no le faltaban razones para sostener esta opinión pues, por su cutis sonrosado, y por sus felinos andares, era la genuina representación de una rubicunda gatita romana, cuya erótica mirada pareciera diseñada para extasiar al micifuz más varonil.
Un suave ronroneo, un maullido acompasado (¡Miauuu!, ¡Miaoooo!,¡Miaoo!...), y la caza fugitiva se embutía en su red como ratón anestesiado. Y es que como se le metiera entre cejas no había macho que saliera a pasear que no cayera rendido a sus encantos, como ya quedó demostrado en más de una ocasión.
El día del cumpleaños de la Techau su novio Josemi, solícito como el primer día al más pueril de sus deseos, se disfrazó de Cupido y se coló en un armario de la sala de profesores. Y tras ajustar su oído al ritmo de aquellas pisadas que él conocía a la perfección, salió de su cubil con un ramo de rosas y ¡zas!, sin pretenderlo, lo plantó en la solapa de aquel gallardo y bigotudo Inspector.
No estaba previsto tan amoroso recibimiento, pero el bueno de D. Rafael acabó comprendiendo lo de la inmersión cultural en los nuevos planes de enseñanza, y aquí paz y después gloria.
A doña Meli, como la llamaban sus alumnos, aquella expresión pública de cariño le pareció la mar de requetebién, que ella no estaba dispuesta a dejarse ganar por el aburrimiento, ni a convertirse en víctima de uno de esos verdugos que llevan pintado en su escudo el yugo de un buey y la cerviz de una mujer; amén de que, por su ascendiente gatuno, gustaba del arrumaco y de la caricia.
Y no es que le disgustase la rutina, si la historiase adornaba de un toque de imaginación; así, cuando dejaba su pisito limpio como los chorros del oro, ella gustaba de desperdigar por el suelo unas madejas de hilo, para dar la impresión de que allí se vivía la vida a tope, sin la menor mácula de obsesión por la limpieza o cualquier otro trastorno de bipolaridad. Que como dice el refrán: “El oficio del gato, matar el rato”
Y así aprovechaba para darle a la casa un toque de poesía visual; y homenajear, de paso, a don Juan Ramón Jiménez, el del burrito Platero, “que se diría todo de algodón”, cual si fuese su pisito de peluche…
Aunque últimamente dudaba de que todo el mundo estuviera capacitado para entender su creatividad ella siempre lo intentaba, alimentando su autoestima con una jícara de exquisito chocolate “Valor”.
Esta misma mañana explicaba a sus alumnos algunos temas de familia que afectaban a su propia identidad: el mundo greco- romano, donde sus gatunos ancestros eran tenidos como el “non plus ultra” de la buena suerte.
Les decía a tan aventajados discípulos que Urano había cometido incesto con su madre Gea, y que uno de sus hijos recibió una hoz, por parte de “La Madre Tierra”, con la que cortó a su padre las prendas de su virilidad.
Luego Cronos, que así se llamaba el hijo vengador, terminó casándose con su propia hermana.
Y en este folletín estaba cuando vio que Jonathan la miraba con fijeza a los ojos, sin el menor atisbo de que le estuviera prestando ni un ápice de atención.
Y ya no pudo remediarlo. Como todo el mundo sabe, el espíritu gatuno se caracteriza por sus grandes contrastesde humor: yel meloso ronroneo de doña Meli se convirtió en un maullido aterrador; porque aunque no era la madre de aquel joven descarado, su voluntad rechazaba tener un micifuz así…
Y aquel pobre ratoncillo aturrullado, sin hueco por donde salir, rechinaba su miedo entre dientes:
─ Profe, que yo la estaba atendiendo. No se ponga usted así.
Y la minina, con el vello encrespado, el objetivo irisado de sus grandes ojoscambiante, y en un tris de saltar sobre la asustada presa:
─ ¡Que por Dios Jonathan, que sabes cómo está la vida!, ¡que hoy en día hace falta sacar un título hasta para trabajar de limpiador!, ¡y que qué vas a hacer tú el día de mañana..!
Y como el triste roedor se sintiera cada vez más acorralado, volvió a concederse a sí mismo una segunda, y definitiva oportunidad:
─ Que no se preocupe usted, profe, que ya tengo decidida mi profesión…
Y como “gato que no caza, qué pinta en casa” doña Meli, felina, pero con un ligero atisbo de esperanza en la cara, y un mayor control de su voz:
─ ¿Y puedes compartir con nosotros el secreto de tu vocación, Jonathan?
Y el ratoncito aquel, crecido como por arte de birlibirloque, con ese engreimiento que da el tener la sartén por el mango; y silabeando, para dar mayor contenido a su expresión:
─ Profesora, yo quiero ser… actor porno.
Y terminó redondeando la frase y componiendo ese gesto de felicidad del que está dispuesto a tratar de tú a los propios dioses del Olimpo, incluida doña Amelia de Techau, a quien la sinceridad de su alumno le había venido a confirmar un dicho muy conocido:
“El amor de los gatos, a voces y por los tejados”.