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21 de septiembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

En el banco de la paciencia

“UN VIENTO GRANDE VINO DE HACIA EL DESIERTO, E HIRIÓ EN LOS CUATRO CANTONES DE LA CASA”

El niño enfermo
Tras años de compromisos, y de fidelidad a su trabajo, hacía solo unas semanas que Mariano Coronado había alcanzado la meta de su jubilación, objetivo por el que había apostado, dada la precariedad del país.
Gozando de las mieles estaba cuando, como a la lechera del cuento, un resbalón inoportuno echó por tierra sus planes; y de verse encima del burro, pasó a estar amarrado al banco, que todos llaman “de la paciencia” sin saber realmente el porqué.
Tras la constatación inicial de la patología ─ palabra que está en la raíz de la ya referida “paciencia”─ todo se reducía a asimilar tan novedosa situación, ya no carecer de aguante, según encarecen las religiones del Libroen la persona de Job:
─ “Este es el primer azote que recibió Job por voluntad de Dios y por manos del demonio, que no solo le quitó cuanto pudo, sino quitóselo todo junto en un día, y por la más cruel manera asolándolo”.
La tan traída y llevada sillita de ruedas, y un esforzado conductor, serían en adelante sus amigos inseparables que le habían de acompañar en tan ignoto periplo por las salas y pasillos de tan inhóspito hospital.
El primer día de su calvario ya iba pidiéndole a Dios no topar con conocidos, para no tener que ofrecer una tediosa explicación, cuando hete aquí que se le pone al paso una pareja de tortolitos,que cualquiera diría sacados de esa cursilada inglesa de “Mujer con clavicordio”:
─ Hola, Mariano. Cuánto tiempo sin verte. ¿Qué te pasa, cómo estás..?
─ ¡Hola, Antonio!, contestó el jubiloso, como si pretendiera hacer un quiebro al vocablo“¡Jodido!” que lo retrataba mejor.
Como avispa soliviantado, el cursi rectificó:
─ ¡Que soy Ricardo! ¿Es que no te acuerdas de mí..? ¡Soy yo, tu asesor personal, en el bancosolidario del BBVA!
─ Perdona, hombre ─ se justificó Coronado, señalando a un tiempo a la escayola, como si fuera ésta una tabla de salvación contra sus lapsus de memoria:
─ Y qué chalé tan precioso te gastas: en pleno paseo de Las Palmeras, nada menos... Así da gusto de trabajar, tunante…
─ Pues siento mucho decirte que aquí vamos a durar bien poco, porque no sé si sabrás que dentro de una semana nos engloba el Santander, y salimos echando leches…
─ No hay que tomárselo así, hombre de Dios. ¡Ten paciencia, queeres joven, y te espera un gran porvenir!; amén de que con ese terno tan bonito seguro que acabarán dándote un cargo de muy alta responsabilidad…
El joven, que estaba llegado al punto de sonarse la pena con la camisa, se rehízo animosamente, se planchó la chaqueta con ambas manos y, complacido, con aire de bailaor que se ajusta una mano en el talle, no dudó en sacar a flote su sonrisa más gentil; y puestas las cosas en este punto acabaron los dos deseándose suerte, y que todo les fuera bien en su nueva y penosa situación.
Desde su posición de agachado el lisiado observó que el color blanco de cal de las paredes y el color verde de la grama imprimía una cierta elegancia a aquel soberbio edificio, mientras que el rosa palo, el rosa té y el amarillo de las rosas, competían en desventaja con el butano artificioso de las flores de madera, que simbolizan la primavera en ING Direct.
Luego, ya en el pasillo de Trauma, recibió el extraordinario gesto de bienvenida.
Tendría el “saluda” aquél unos treinta años de no simulada alegría, y una barba negra muy cerrada. Por lo efusivo del trato se diría que había mantenido una buena relación con él,pero, para su desgracia, no había quedado ni un mal recuerdo que le viniera a auxiliar. Al presentarse el individuo tan estupendo Mariano le arreó un par de besos y, a continuación,le dio un golpecito amistoso en el hombro, que resultaría ser el afectado por tan artera lesión.
─¡Vaya por Dios, perdona, hombre, qué malafollá he tenido..!
Tras unas palabras de reconocimiento el joven se retiró sin afectar disimulo y Coronado, desde su asiento especial, se dispuso a comprobar si tenía a manos toda una relación de pertenencias: las gafas, el paraguas, la botellita de agua, el chaquetón, y el libro de crucigramas.
Al poco se situó a su altura un individuo, que hacía malabares con el carrito. Se paró frente al cuarto de baño, giró varias veces sobre las ruedas traseras y se lanzó como una flecha hacia su objetivo. A todos les pareció evidente que tenía una gran necesidad de dar riendas sueltas al grifo.
Los pacientes se miraron como si asistieran por vez primera a un circo, y no hubiera compromiso alguno enpagar.
Cuando salió del retrete el individuo volvió a regalarles con nuevos giros, que no acabaron en olés porque el público aquel no estaba para malabares, y aún seguía meditando si el tipo no sería un conocido motorista, un deportista de riesgo, un hábil rejoneador, o un famoso de la tele.
Un grupito de corianos ─ gentilicio con el que nombra a los descendientes de un valiente samurái, venidos a menos─, se atrevió a romper el silencio. En una consulta de Otorrino aquel murmullo no se habría tomado a mal, pero se hacía evidente que no era aquél el lugar más oportuno para las voces de Plácido Domingo, o para igualar el do de pecho de la Caballé:
─ ¡Mi marío ha sío más malo..! ¡Y aquí me tienes, ya ves..! ¡Lo que una ha tenido que sufrir con este bicho!
Y dirigiéndosea un acompañante, con un resoplido de aire:
─ ¿Tú sabes de dónde son estas galletas, Ventura?
Ante el gesto acrítico del interfecto marido, el más vociferante del grupo se lanzó contra el frágil sobrecito, aventurándose a leer tan pequeñísimas letras:
─ Estas galletas ─ se atrevió a diagnosticar Ventura ─ son de un hotel… ─ Pues créetelo: son de cuando estuvimos en Marbella. ¿Te acuerdas? ─ Mujer, de eso hace ya mucho tiempo. Fue la primera vez que hicimos un viaje con el Inserso.
¿Y a que no sabes de qué fecha? ¡Del siete de julio de dos mil siete!
Una de las asociadas al grupo, como temiéndose lo peor, se apresuró a decir:
─ ¿Y cómo es que le das eso a tu marido, Dolores? ¡ Si esas galletas están caducadas desde hace seis años, o más..! ¿No pretenderás matarlo?
─ Pues ya me dirás qué hago, si es lo único que le apetece tomar en el desayuno. ¿Qué puede hacer una con un hombre así? Y a todo esto que dice que me va a dejar, y que se va a contratar a una cuidadora, que está muy jartito de mí.
El que aparentaba ser más joven, aprovechó la ocasión para meter leña en candela, en el renegrido pecho del interesado en divorciarse:
─ Lo mejor que puede hacer usted es que sea una jovencita, Antonio… Antonio se llama, ¿no?
─ ¡Manolito! ¡Se llama Manolito!…, le rectificó la afectada por el comentario, sin poner coto a su resabio.
─ Manolito, ¿y cómo es que lleva usted puesto el chándal del Betis? ¡Hombre, por favor, que así no hay quien gane ni a las chapas..!
─ Si es que el pobre ha estaotoa la noche con la tensión alta, matizó la de las galletas. ¡A punto de no venir..!
─ Pues usted siga echándole cuenta al Betis. Ya verá los disgustos que le da. ¡Déjese usted de galletas, hombre! ¿No le gusta a usted más una poleá con chicharrones..?
─ ¿Y qué me cuentan ustedes de un buen sopeao? ¿Y de un gazpacho andaluz, qué me dice?, terció otro de los conocidos que pasaba por allí
─ ¡Y qué me gustaría ver venirpor el pasillo unos tomatitos con sal! Si a mí me entran más ganas de comer ahora que en invierno. Las habas dicen que son para tiempo de los muertos, y el tomate,que en el tiempo del albur…¡A mí igual me da el tiempo que se haga en la calle, en tratándose de comer!
─ ¡Qué ricos están los albures, señores! ¡Que algunos no hemos desayunaotodavía y estamos haciendo ganas…!¡No sean ustedes así..!
De improviso, en un teléfono móvil, se oyó el trino fuerte y sostenido de una especie de pájaro loco, y el más vocinglero del grupo se sintió partícipe musical de tan conocida canción:
─ Ayayayay, qué pena me da, que se me ha muerto el canario…
A continuación, con pose de seriedad tras el ensayo de karaoke,el referido cantante adoptó el aire reflexivo de la másfamosa escultura de Rodin:
─Estoy reinando una cosa, Manolito: que antes que acabe el mandato de Rajoy tengo que atrincá dos peonás más.
El grupito de paisanos, implicado en la cháchara hasta las sucesivas llamadas del rehabilitador fue, poco a poco, debilitándose.
De tanto en cuanto un auxiliar pasaba hablando entre dientes, acomodando el paso a un imaginario bote de balón y saludando al personal con un gesto de su dedo índice, hacia arriba y hacia abajo, como el que suelen hacer los jugadores de baloncesto cuando saltan a la cancha con ánimos de ganar.
Otra auxiliar, de talla pequeña, y bien adaptada al tamaño de la camilla, tomaba por blanco a las mujeres, distraídas con el punto de cruz:
─ No te digo yo, María… si este pasillo es el club de las labores. Y todo el mundo reía, saludando cada vez que alguien pasaba por allí.
Los más viejos no podían por menos que recordar que antiguamente la situación era talmente surrealista en esto de los traumas de guerra: con el culo a la altura del suelo recorría la población un hombre sin piernas, reforzados los muñones por un soporte de caucho, a quien por nombre llamaban “Garbancito” ─como el protagonista del cuento, que iba siempre en el estribillo del “¡Tachín, tachíntachín / a Garbancito no piséis..!”─, el increíble enanito que vivía peligrosamente en un mundo de gente “normal”.
Una jovencita de melena muy rizada, que hacía de la cabeza almohadón, parecía ensimismada en la lectura de una de esas novelas- río que para la gente mayor, que seguía su interés por la lectura con el rabillo del ojo, era como si se debatiera en un terrible dilema: “O me amargo la vida escuchando al personal, o me gano un estimulante premio a la dedicación”.
Aquí, en este cerrado ambiente, la gente se hacía ecléctica en cuestiones de moda, dedujo el bueno de Mariano, quien en algún momento mágico se contempló a sí mismo como un conocido teórico de la Antropología Social.
Observó que uno de aquellos mutilados solía llevar a la consulta un pantalón gris, a rayas oscuras, y muy planchado; y que cuando volvía de la rehabilitación ya traía el pantalón por un lado y los muñones por otro; y lo mejor: el muy cuco se agarraba al carrito de un compañero para que le arrastrase por el pasillo…
Probablemente ─pensaba─ este señor esté de vuelta de lo que en otro tiempo significaron para él las palabras “moda” y “dignidad”. ¿O hay algún diseñador que ha prescrito una moda para los enfermos de los hospitales?
A decir verdad pululaban por allí toda clase de modelos, capaces de dar contento a toda clase de gusto, se contestó: los había tocados de sombrerito de fieltro; con gorra de golf; con gafas terciadas sobre la calva, al estilo aviador; con mantita y cojín, a la manera de casa; con chándal de mercadillo; con fonendo al cuello, como quien dice “¡ Míreme usted y no me toque!¡Soy toda una institución!”; con auriculares en las orejas con una impronta de autismo, de los que se van moviendo al son de “¡Marcha, marcha..!”; con el patinete en una mano y la mochila a la espalda, etc…
─ ¡Así me quería ver yo!¡Corriendo con los patines, como ese tipo!
El que esta frase dijo llevaba la pernera izquierda del pantalón amarrada a la cintura. De su cuello colgaba un voluminoso IPAD, y de los bolsillos del chándal un cargamento de ropas y de adminículos, entre los que se distinguían una zapatilla deportiva y un cargador de batería de móvil.
Pasado un rato el individuo volvía a recalar por allí: esta vez más ligero de equipaje, con la camiseta y el pantalón del Sevilla C. F., y una barra de acero articulada encajada en la zapatilla, que hacía la doble función de pierna y de pie:
─ ¡Cucha, el Barsa ganó anoche!¡Cinco a cero! ─tras unos segundos de seriedad el gracioso se dispuso a rectificar entre ahogos y risas─ ¡Tres a cero perdió..!¡Y decía el locutor que todavía quedaba tiempo para la remontada...!
Unos metros detrás pasaba el rehabilitador, de andares simiescos y de un moreno albañil, que se extendía por su calva, contrastando con su indumentaria de un blanco nuclear. Curro, que así le llamaban, era por su impoluta apariencia, todo un foco de atención para el paciente, que acostumbra a encarecer su prestancia, gallardía, y don de gente.
Por su aspecto a Coronado le recordaba a un compañero de instituto, del que las alumnas decían que era un hombre de veras, un hombre de pelo en pecho y no un niñato, por la espectacular pelambrera que lucía, al modo de la cabra barbada de la legión.
Supuso él que no sería el tal Curro la imagen idealizada aquel grupito de estudiantes, encantado con su look, y que marchaba a saltitos, como quien se mueve por el interior de una voluminosa burbuja.
Ya se disponía nuestro hombre a seguir tan gallardos movimientos cuando le salió al paso una voz, a tan solo dos asientos de distancia:
─ No la entiendo bien, señora. ¿Qué es lo que me dice usted?
─Nada. Perdone, buen hombre. Es que estaba hablando en voz alta. Que digo que tengo un hijo que es un caso patológico, que le da vergüenza hasta de preguntarle al médico…
De improviso un sonoro portazo dejaba en suspenso toda clase de comunicación. Enmudecieron los que hablaban para fijar su atención en lo que había pasado, o en lo que estaba a punto de pasar. Sobre el blanco galáctico de la puerta de “Logoterapia” todas las miradas enfilaron hacia una llamativa Diana, muy bien plantada a pesar de los embates de la edad; alguien acababa de dejar un “possit”, de color amarillo fosforito, escrito a mano, como en los mejores tiempos de la buena caligrafía, cual si alguien pretendiera impartir una lección de comportamiento al personal:
“¡SILENCIO!, ESCUELA DE VOZ. PASE SIN QUE SE LE LLAME”
 

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