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14 de septiembre de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

El sargento pimienta

El sargento pimienta
A Emilito Pajuelo la incorporación a filas le había cogido entre pajas, y con el paso cambiado, como se suele decir en la jerga militar.
Cuando expiró la prórroga por estudiosno le quedó más remedio que echar un pasito al frente y cargar con el petate de tan noble condición: “de estado viril”.
O, tal vez hermafrodita, si tenemos que atenernos al más estricto código militar, que figura, en letras de molde, escrito en un tablón:
─ “Aquí no valen ni razones, ni cojones; sólo valen los galones”.
El periodo de Instrucción le habría de dar a Emilito aquella presencia de ánimos exigible a todo buen campeador, que no “paseante de campo”, que ya la palabra en sí encierra toda una filosofía marcial. Ningún miedo debería amargarle el trámite de salir de allí hecho un hombrecito, que es para lo que supuestamente sirve el servicio militar.
─ ¡Cabo, dé una patada a ese vago, para que se levante! ¡Corra, coño, que nadie se ha de morir porque vomite!
Para el sargento Pimienta el vómito y el tumor no eran un simple accidente que sucedieran sin más; antes bien, era una defensa del organismo que avisaba de la necesidad de expulsar del cuerpo aquellas sustancias molestas; de ahí los beneficios del ejercicio físico, y de la fuerza vital que emplea cada individuo en el proceso de sanación.
A Emillito Pajuelo tamañas amonestaciones le sentaban como un golpe en el hígado, y le invitaban a la reflexión de que, en gente como aquella, toda enfermedad es posible, se curara o no comiendo ajo, o con una saludable infusión de cebolla.
─ “¡Agua y ajo! ¡A aguantarse, y a joderse!”, que decía la gente del común.
Las distintas variantes y formaciones en grupo, el manejo de fusil y las clases teóricas llenaban su tiempo libre desde la diana hasta la retreta – que de retreta a diana todo se iba en dormir−, y le venían a confirmar que la vida militar se podía resumir en una sola consigna: “Obedecer”.
Fue con tan buena actitud que poquito a poco Emilito fue entrando en razones, y supo del significado de los toques de corneta, de la leyenda de honor que tremolaba en su bandera, del grado de autoridad de cada galón de mando, de la letra y los acordes de aquel himno tan marcial que, por mor de una patria “temida y honrada”, le invita a inmolarse.
Y después de confusas arengas de sus más inmediatos hasta se ofreció a escribir unos versos por el Día de la Paz.
Pensó que si no existieran las guerras aquellos profesionales tan bien cualificados no tendrían la necesidad de matar, y fue entonces que escribió con la intención de eximirles de tan ingrata obligación.
Confiado en sus latines, el esmeradísimo autor escogió por título “Memento”, una invitación a considerar los desastres de la guerra.
Comenzaba el poema con una copla, en versos de arte menor, con la que pretendía aligerar la España negra de Goya de aquel tono tremendista que socaba el ánimo del más rudo espectador:
─ La paz en la orilla/ Rueca cercenada/ Flaco Rocinante/ Luna espatarrada.
A falta de una música “ad hoc” capaz de impresionar al espíritu menos sensible, cualquier lector debería entender el alcance de aquella simbología: la orilla es el río de la vida, la laguna Estigia por la que el barquero Caronte condujo las almas en su tránsito de muerte; la rueca, el sutil engaño de Penélope, la tradición, el tejido que envuelve el regalo de la vida; Rocinante, la estéril fragilidad de la locura; la luna, la madona confidente de los enamorados, luminoso símbolo de un romanticismo soñador…
Lo que a continuación venía era una imaginería que no todo el mundo sabe valorar; pero que no por ello había de tener reparo alguno en escribir.
La percepción romántica de la luna, rota por una visión surrealista y daliniana; el adjetivo “sangrante”, aplicado a la grama, y todos aquellos dislates, fueron calificados por el jurado de auténtica estupidez, de torpe y oscura intención; más aún si se comparaba con el relato ganador, ajustado a toda clase de derecho, y a una percepción más racional y documentada de la tropa: la transcripción literal de un diario, encontrado por un novato en su taquilla, en que su predecesor encarecía la amistad, los valores del ejército y su espíritu redentor, constituía un emotivo cartel, y unencomiable canto a la varonil y guerrera Esparta.
La constatación del desencuentro que aquellos impertinentes versos provocaron en la cordial relación del recluta con los mandos se hizo explícita en toda su dimensión cuando Pajuelo escuchó la entonación floreada de su mullido y risueño capitán. Éste le comentó, en tono festivo, que había sido solicitado como declarante en un proceso de separación y que debía mostrar sus dotes poéticas ante el Tribunal de la Rota, allá en la calle del Nuncio, donde se le tomaría la pertinente declaración.
Lo más significativo fue el deje que aquel chistoso galónusaba para despedirle:
─ Y no olvide, señor Pajuelo: “¡ Dis-tri-to Pa-la-cio!”, que como usted es de pueblo, no vaya a perderse en Madrid, y no sepa volver después.
Dejando a un lado estos pasillos de dudosa comicidad donde Emilito encontró el mejor material para sus reflexiones antropológicas fue en su destino en Carros, sección: Morteros; allí se afanaba en calcular senos y cosenos, grados de deriva y ángulos de tiro, compartiendo responsabilidad con el recluta Osés, otro licenciado en Letras que también llegó a cavilar, como él, en librarse de la mili.
En menos de media hora el licenciado Pajuelo se hizo con el manejo del arma letal. Y no es que fuera moco de pavo: aquel destino suponía la tremenda de acertar al enemigo o de mandar un pepino contra objetivo civil, que de esas consecuencias bien sabía su predecesor.
Pero para incidentes civiles el que era una bomba de racimo era el sargento Pimienta, el murciano camandulero que presumía ante la tropa de “tirar de pistola” a la menor ocasión.
Que había un accidente de tráfico y alguien mostraba empeño en discutir, Pimienta salía diciendo que a ver quién era más tío; que había que defender a una señora, como sucedió en tan celebrada ocasión, pues se tiraba de pipa y “¡ Me cago en lo que se mueve!”; para después contraer los músculos y salir pitando del burdel sin perder la cara a nadie, como Robert Taylor en sus películas de vaqueros, apuntando con el rabillo del ojo las taimadas rotaciones del dueño del club, del chulo, y del tahúr de la timba. Que para eso los tíos nos matamos pordefender nuestra bien ganada reputación.
Gracias a la intuición de aquel lince, que captaba de un vistazo la valía de los suyos, Emilito se vio degradado a una función de menor relevancia: la de profesor, a tiempo parcial, de uno de los hijos del brigada, simultaneada con la de proveedor de alfalfa, de dientes de león y de yerbas aromáticas, destinadas todas ellas a adobar las entrañas de una camada de conejos, cuya carne había de poner gusto al arroz caldoso, por el que el capitán, el sargento, el brigada, y hasta el hombre más pacífico, serían capaces de matar.
Tan sólo una espinita perturbaba la soledad de Pajuelo: la tremenda decisión de aquel sargento de quitar el pase de pernocta a dos novatos que le habían esquivado al verle en la calle. Aquella ignominia solamente podían pagarla “chupando garita”, o bien haciendo una redacción que relacionase la salsa de tomates con la lucha de los carros, y con la menstruación de la mujer.
Por primera vez en su vida Emilito Pajuelo se movilizó, por estomagado, en apoyo del más débil, ofreciendo su prosodia en defensa del infractor:
─ ¡Que no, que no me fío de lo que vayas a escribir: que acabarás fastidiándonos el pase “pernota”, y liándola másde lo que está..!
Y como sólo vende quien tiene, y aquellos novatos carecían de argumentosde qué tirar, el simulador de historias esbozó sus alucinaciones sobre los representantes de la salsa de tomates, sobre el engañoso mundo de la Publicidad, sobre los fabricantes de muñecos de Argamboys, y sobre multinacionales de marca, como la Gran Empresa Nacional,…
En días sucesivos, y como movidas por la vara todopoderosa del patriarca Moisés, las aguas volvieron a su cauce y los novatos a hacer uso de su pase de pernocta.
El sargento Pimienta, como quien ensancha el pecho para papar aire, tomó delicadamente por el brazo al recluta Pajuelo, y en ese tonillo bajo que lleva a la confidencialidad, dijo algo que en su boca debía de ser una razón muy poco habitual:
─ Probablemente parezca que no soy nada sensible; pero también, como tú, soy un gran defensor de las causas perdidas. Estoy seguro de que si un día, por desgracia, hay una guerra mundial, te vas a acordar de mí, de quien ahora es tu sargento en tiempos de paz. Y entonces correrás a verme, y a solicitar mi ayuda.
En tan emotivos instantes al recluta Pajuelo no le quedó más remedio que asentir con un rictus en los labios, sin atreverse a decir en voz alta la misma frase que el tío Cándido al estudiante, metamorfoseado en burro por una maldición:
─“¡Quien no te conozca que te compre!”.
 

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