21 de agosto de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Caballo viejo
Benjamin Kraus era la viva imagen de su padre, rubio, de ojos azules y con todo el vigor que debieron tener los cazadores de dragones de que hablan las leyendasde los nibelungos:
─ “Abuelo ¿vienes a jugar conmigo a los polis?”, decía el niño con sofoco mientras se secaba unas gotitas de sudor que le perlaban su frente.
─ No, hijo, ahora estoy leyendo. Cuando descanse un ratito jugaré contigo. Anda y ve con aquel niño, que no tiene con quién jugar.
Domingo Paciencia observaba con evidente satisfacción la vitalidad de su nieto. Era su mejor amigo. Y los cuentos que el niño sabía, y los juegos que tanto le divertían, se los había enseñado él.
En otro tiempo Domingo también vivía de ilusión, como su nieto, como la luz que tamizaba su dorada medianía bajo la frondosa arboleda del parque.
Siempre gustó de volar alto y solo, como las águilas. Amén de múltiples y significativos detalles usaba zapatos rojos, como para resaltar el color de sus sentimientos, y su propia identidad.
Fue uno de esos ciudadanos, cuyo nombre figuraba inscrito en las listas negras de los facinerosos de Léon Degrelle, que en ominoso día del 23─ F no pensó en esconderse bajo un asiento, ni en dar de lado a su país.
Entonces era un enemigo público gracias a su esmerado currículum, a su capacidad de granjearse el afecto de la gente, y a que no tomó ni un sorbito del plato de caracoles de la corrupción.
Después vinieron los resabios, las zancadillas, el clientelismo, el miedo, y la ineptitud. Por todo ello se desangró a borbotones. También por el desamor.
Pensó que una guerra no la gana un soldado, y se retiró desmotivado a la tranquilidad de unsillón.
Por aquellas fechas la depresión ya iba haciendo presa en su mente. De unos años atrás sólo abundaba en el recuerdo de su hija, casada con un hermoso alemán; de aquel angelote rubio que les había nacido; y de la luz mortecina de la lámpara que iluminaba su rincón de lectura.
Escaso bagaje para recuperar su posición. Perdió las riendas, perdió el caballo y perdió a la mujer que siempre gustaba de anudarse a su cintura.
Y por perder, perder, llegó a perder hasta la correa del pantalón.
Se hizo cargo de la casa aquel apuesto ejemplar de Gran Danés, en quien fio la familia: en un santiamén cogió la sartén por el mango, tomó las llaves del coche, el número secreto de sus cuentas de ahorro, y se incautó de tan generosa entrega por parte del personal.
Todo se estaba yendo al garete cuando Domingo Paciencia puso coto a su depresión.
Levantó su legendaria bandera de esperanza y volvió del más allá. Y fue todo por amor. Y fue que supo que la gráfica de su ADN era idéntica a la de un lobo; que estaba dispuesto a morder para defender su dignidad; y que no iba a consentir que nadie pisara las rizadas alasde su angelote.
Dejó aparcado su dolor y se dedicó en cuerpo y alma a reparar las profundas heridas de guerra.
Tomó a su hija del brazo y a su nieto de la mano y salió a la calle a luchar, a espejar de su mirada cualquier sombra de dolor.
Había tomado el mando. Tiempo habría de templar riendas, de saborear el galope de su caballo, de sentir en su ya obesa cintura los amorosos brazos de su mujer.
Ya, de momento, habíahecho temblar al enemigo: los cuentos que Benjamin Kraus sabía, los juegos que tanto le divertían, las canciones que le acunaban, y la alegría de crecer, se los había enseñado él, el más ufano de los abuelos.