14 de agosto de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
“Un cotarro taurino”, de D. Francisco Rodríguez Marín
Es a través de la prensa que el cuento adquiere un gran auge en España a lo largo del s. XIX, en publicaciones como Semanario Pintoresco Español, El Museo de las Familias, La Ilustración, El Entreacto, El Debate, El Cuento Semanal, El Cuento Popular, La Novela Corta, Blanco y Negro…, en secciones que llevan por título “Cuentos del domingo”, “Cuentos propios” y “Cuentos ajenos” (El Liberal), “El artículo de fondo” (El Debate), y otros...
Antes de editarse en formato de libro, algunos de los relatos de D. Francisco Rodríguez Marín (Osuna, 1855 ─ Madrid, 1943), ya habían aparecido sueltos en periódicos y revistas como La Ilustración Española y Americana, Blanco y Negro, ABC, etc., como sucediera con “(...) la mayor parte de los 350 y pico libros de cuentos publicados durante el último decenio del siglo”, los cuales tuvieron “su fuente en los más de 10.000 cuentos publicados en la prensa periódica”.
En este ámbito en que el término “cuento” adquiere múltiples connotaciones, como subraya una rica adjetivación (cuentos anecdóticos, históricos, de costumbres, populares, vulgares, campesinos, ejemplares, morales, etc…), desarrolla el prolífico “Bachiller de Osuna” su labor como cuentista: una rica producción en la que concurren dos facetas, la erudita y la de creación.
En la faceta de creación destacan los Cuentos anecdóticos, un conjunto de narraciones independientes entre sí, inéditas algunas, y recogidas en su mayoría en libros, sobre las que personajes como Mariano Pardo de Figueroa, el celebrado Dr. Thebussem, se expresaron en los términos más elogiosos : “me han encantado los cuentos, por lo clara, galana y magistralmente referidos que se hallan” .
De estos relatos algunos como “El pase de espaldas”, y el que hoy traemos a colación, tienen como protagonista al torero; personaje que no sale bien parado en numerosas obras literarias ─como Cartucherita (1898), de Arturo Reyes─ y que, según las revistas de la época,luce apodos tales como Gallito, Lobito, Lagartijo, Lagartija, Lagartijillo, Machaquito, Periquito, Revertito,Conejo, Cucaracha, Guerrita, etc....
Incluso el propio escritor, reconocidísimo paremiólogo, recoge un dicho que resulta pintiparado para ilustrar el relato: “El mal torero, en la calle mucha planta, y en la plaza mucho miedo”.
La singularidad del cuento reside, a mi parecer, en la gracia que derrocha, en el léxico que utiliza su autor, y en que es todo un estudio sociológico del arte de Curro Cúchares.
Como esa clase de toreros de que habla Rodríguez Marín los hemos tenido algunos por alumnos, titulares en plaza de esa terrible disfunción escolar que da en aparentar y no llegar a nada, que algunos llamaron LOGSE, y que permitió al más “bragao”faltar a sus obligaciones escolares, para curtirse en las tientas y en asuntos “de mayores” ─ que como diría un cansado profesor: “a enemigo que huye, puente de plata”─, en esa especie de “ensoñación” que da en aspirar a ser propietario de unafinca, a la amistad con la gente de “la pasta” y del ladrillo, y a conseguir el amor de Clara Ward, princesa de Caramán- Chimay.
UN COTARRO TAURINO.
Después de dos años de clausura y de algunas semanas de repartos y reformas, iba nuevamente a abrir sus puertas, acicalada como vieja verde, aquella casita esangelá en que sucesivamente se habían arruinado un librero alemán, un óptico francés y un camisero español. Así y todo, el sitio era el mejor de Sevilla, la calle de las Sierpes, frontero del Café Universal, de felicísima recordación para los que frecuentábamos las aulas universitarias hispalenses por los años de 1874 a 1880.
─ ¿Quién querrá naufragar a costa de su dinero? ─ se preguntaban cuantos, al pasar por allí, brujuleaban al través del cañizo de la valla el trajín afanoso en que a un tiempo andaban engolfados albañiles y marmolistas, carpinteros y pintores ─. Yo no me preguntaba tal cosa, porque estaba en el secreto. El que corría peligro de naufragar era el hombre de las pes, Pepe Pardo, un paisano mío, mi condiscípulo en la escuela de primeras letras, únicas que cursó, porque, sentando muy luego plaza de hortera, corrió mundo, midió y pesó corto, sumó y cobró largo, y en tres periquetes juntó dinero, cosa que yo no estaba ni en camino de lograr con mi abogacía, y mucho menos con mi literatura.
Pardo, que acababa de llegar de Valencia, en donde con cuatro maritatas había hecho milagros a medias con un su consocio, separóse de él y tomó, para establecerse solo, la casita de marras. Había oído hablar de su mala sombra; pero aún de ella sacó buen partido, pues logró el alquiler por una friolera, y, amén de esto, fueron de cuenta del propietario todas las reformas y gollerías que el nuevo inquilino tuvo a bien pedir. Y, terminadas las obras, comenzó a desencajonar lindas chilindrinas y gentiles cachivaches; carijas, que no baratijas: preciosidades, en suma, tan vistosas como inútiles, de esas que valen poco, pero cuestan un ojo de la cara. “¡Todo fantasía!– como el mismo Pardo me decía riendo─. ¡Carrera, ésta, y no la tuya! ─agregaba ─. Tú abogarás y escribirás para los discretos, que son muy contados, mientras que yo traigo estas relumbrantes fruslerías para los tontos, y especialmente para las tontas, que son infinitas.”
Mi paisano inauguró su establecimiento con bombo y platillos una agradable noche de fines de marzo. Aquello era un ascua de oro. ¡Qué rebrillar el de las luces sobre tantas y tantas naderías, doradas aquí, nacaradas allá, transparentes acullá, y allá y aquí y por todas partes, de cien colores y matices diversos, que no parecía sino que el iris, hecho mil pedazos, se hubiese desparramado por aquellos lujosos anaqueles y mostradores! Pero donde Pardo derrochó toda su grande habilidad en el arte de manejar los espejuelos para cazar alondras con faldas fue en el magnífico escaparate. ¡Aquello era una tentación! Viéndolo, como él decía, justamente ufano de su obra, había que pararse; y parándose, había que entrar; y entrando, era menester escoger algo; y escogiéndolo, era inevitable aflojar la mosca.
Con todo esto, Pardo había echado la cuenta sin la huéspeda, y cuando lo advirtió, que fue no más tarde que a la siguiente del exitazo, se quedó frío. Porque no bien había mediado la dicha tarde, cuando comenzó a hacer alto ante el escaparate famoso, no ya de cara, sino de espaldas a él, una nube de toreros y torerotescuellientonados, tallicortos, zanquilargos y nalguiceñidos, a quienes maldito lo que importaba toda aquella bibelotería en que fiaba Pardo sus futuras medras.
¿Qué venía a ser aquello? ¿Qué plaga tan mala y peor que las de Egipto mandaba Dios a mi paisano, quizá en castigo de las nada limpias cuentecillas de otros tiempos? ¿Sería casual, o, a lo menos, pasajera, aquella tertulia al aire libre? Porque si era permanente, ¡Adiós negocio! ¿Quién había de pararse a curiosear ante el eclipsado escaparate, ni qué señoras habían de entrar a comprar pasando por junto a aquellos hombres de coleta, los más jóvenes de los cuales solían decir a toda criatura con enaguas, guapa o fea, piropos capaces de arrebolar la cara al giradillo de la catedral?
Y mientras esto pensaba Pardo, los toreretes, apiñados allí en número de ocho o diez, semejaban, por el ruido que metían charlando todos a un tiempo, jabardillo recién salido al aire. Cuando deliberaban juntos, trataban ¡claro está! de re taurina, y mentían más que cazadores, inventando y atribuyéndose cada cual hazañas buenas para dejar tamañito a Hércules, el que estranguló con solas sus manos al famoso león de Nemea y se vistió su piel, más por donaire que por jactancia. ¡Aquello que había hecho Currirri cuando inventó el pase de espaldas en la novillada de Benacazón…! ¡Pues no, que la barbariá que había jecutao Escarabajito (el que lo contaba) comiéndose un toro vivo en la plaza de Pueblo Nuevo del Terrible ..! Y después de conminar todos con banderillas y estocadas de buten , no digo yo al signo Tauro, por llamarse así, sino al Zodiaco entero, el que parecía algo presidente de aquella asamblea, y a quien apodaban Bisteles porque en los cafés, como en desquite de pretéritas hambres, no pedía otra cosa que carne asada, resumía los debates, diciendo:
─ ¡Pa toreros acá: no hay que dayegüertas! Y si no juera porque los miúras ─ ¡Largarto! ¡Largarto!─ son mu retecondenaos y esacreítanarlusero del arba…
Y todos, rápidamente, meneaban desemblantados la mano izquierda, haciendo con los dedos índice y meñique un signo demasiado tauromáquico, y exclamaban:
─ ¡Largarto! ¡Largarto!
Otras veces aquel congreso trabajaba en secciones: dividíase en grupillos de a dos o tres y charlaban, cuál de aventuras amorosas con princesas de Caramán-Chimay , cual de parientes pobres a quienes protegía (porque ─bromas aparte─ eso sí: el corazón del torero es buenísimo), y cuál de lo mal pagados que estaban sus arrojos, cuando cuarquieracantaorsiyo de ópera ganaba mucho más, sin peligro nenguno.
Y a vueltas de estos debates, tosían, y escupían, y tiraban los remascados chicotes para encender otros, y ponían el suelo hecho un asco; y cuando unos toreros se iban, otros llegaban de refresco, como si tuviesen turnos establecidos, hasta las once de la noche.
Pardo estaba inconsolable, y aún más se afligió cuando, al inquirir entre los vecinos, supo que la empecatada tertulia tenía asentados allí sus reales desde tiempo inmemorial, sin faltar sino mientras la ahuyentaron lo saliente de la valla y el polvo de las obras. Y ¿qué hacer en este apuro? ¿Lanzarlos por medio de una queja dada a las autoridades…? ¡Todo menos caer en desgracia con aquella gente que tanta mano tenia! ¿Rogarles que se fueran a otro lado…? No harían caso alguno, porque la calle es del Rey . ¡Oh, si él pudiese echarles un miúra de aquellos cuyo solo nombre les daba escalofríos…!
En esta angustiosa perplejidad encontré a mi paisano cuando, tres o cuatro días después de abierta la tienda, fui a preguntarle qué tal iba su negocio. Contóme sus cuitas: allí estaba, en efecto, el cotarro taurino, que así le llamaba Pardo por no hallarle nombre peor; allí estaban todos, chupeteando sus chicotes y contando sus infundios.
─ Pero ¿no se te ocurre ningún medio para zapear a esa gente? ─le pregunté.
─ ¡Ninguno! ─respondió con desaliento.
─Pues, hombre ─ añadí─, ¡si eso es facilísimo! En poca agua te ahogas. Mañana mismo los echaremos. No me preguntes cómo: ¡Ya lo verás!
Y a la tarde siguiente lo vimos: lo vimos, porque yo fui a recrearme en mi obra.
Manipulando lo poco que fue menester, pusímonos en acecho junto a la puerta interior del muestrario.
A eso de las cinco llegaron los dos más madrugadores, Chicharito y Lentejita II, y se plantaron de espaldas al escaparate. Poco después arribaron, uno tras otro, Pulguita y Camaroncito; que todo era diminuto, y diminutivo además, en la desmedrada torería de aquel entonces. Tampoco pasó nada. Al cabo de un ratejo llegó Lertura, un banderillero al que llamaban así (Lectura) porque presumía de leío y escrebío, y, por lo pronto, se puso a escuchar lo que contaban de cierta contrata para Méjico, por supuesto, sin miúras; mas de allí a poco, algo hubo de llamarle la atención en el escaparate, porque miró con fijeza, entornando un tanto los ojos y poniendo sobre ellos una mano a modo de visera. De pronto exclamó:
─ ¡Cabayeros, bámonos de aquí, yaítamesmo, a la Gran Bretaña! ¡Marditos sean los reaños der menge !
─ Pero ¿qué pasa? Lertura, ¿qué bicho te ha picado? - preguntáronle sus camaradas con extrañeza.
─ Pos ¿no bes esos letreros, home?
Y señaló al escaparate.
Entonces, mascujando y como Dios les dio a entender, silabearon lo que Lertura había leído y exclamaron poco menos que a coro:
─ ¡Mos tenemos que dí de gorpe y sumbío! ¡Pero que es ya! ¡Mala oya sin tosino coma e por bíaersiyetero tío e la tienda!
Y se largaron para no volver.
El milagro se había conseguido con casi nada: con solo repartir en el escaparate unos artículos de viaje y poner acá y allá unas anchas tiras de cartulina con letras bien negras y bien gordas que decían:
“¡MALETAS!”