11 de agosto de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
¡Es el amor que pasa!
La historia número cien, como la número uno, debería ser una historia de aniversario para su autor, que nunca se sabe lo que el futuro nos tiene yareservado.
Como cualquier otra del montón, la número cien es una historia de la que no ha sabido en concreto, y que solo es producto de un momento de imaginación; una de esas repetidas historias que bien podría haber sugerido la lectura de un relato, un cuadro de pintura, una canción, una fugaz impresión, una vieja fotografía… ¡Vete tú a saber el grado de toxicidad del más humilde de los pensamientos!
Sobre las líneas de fuga, proyectadas sobre el infinito, las vías del tren se curvan en un recodo del horizonte; y allí, donde la visión se difumina, y la imaginación del lector se complace en caóticos juicios, nos surgió un pálpito de emoción en que el paisaje se erigía en el más amable de los recuerdos.
Un paisaje desolado, ideal para este cuento, en el que hasta una brizna de hierba era el reflejo gris de la soledad, del fracaso, y de la variación de los vientos, que antaño fueron propicios a quienes vivieron aquí.
Hacía mucho tiempo que habían dejado de pasar trenes por la estación, pero ella aún les oía venir transportando en sus vagonetas las oscuras entrañas del carbón.
“Ella” es el personaje que el escritor imagina, a quien ha dado en llamar Olvido por los poquísimos interesesque la sociedad le devolvió. Una persona elegante ─ que la elegancia, oí decir, es el arte de saber pasar desapercibido─, y un retrato complicado de esbozar, ya que en breves trazos concentra la dulzura de carácter y una fuerte personalidad; el apego al trabajo, y una generosa solicitud de trato para con los demás.
Todos los restantes rasgos los irá trazando el lector conforme imagine la historia, o como la vaya cocinando a su gusto.
Y, con tan escasos aliños, el cuento comienza ya…
Bastantes años atrás, por los caminos de hierro que arañaban la tortuosa orografía del país, habían ido llegando pasajeros que llevaban sus maletas rebosantes de ilusión. Franceses, vascos, portugueses, extremeños…, se prendían cual jirones de carne a aquella su segunda piel; luego, en la década de los sesenta, se les vio partir con la cerviz derrotada de quien no quiere abandonar su patria chica, su tierno y cálido rincón.
La leyenda del judío Ashavero parecía tener en la variable fortuna de aquella gente su mejor plasmación; no obstante, la soledad del paisaje encerraba la nostalgia de un mundo que otrora se soñó feliz. Antaño aquellas casitas lucían en sus fachadas el blancor aséptico de la cal y la gallardía lozana de sus tejados a dos aguas.
En los cálidos atardeceres el jazmín y la rosa perpetraban con los filos de su aroma el más sutil de los asesinatos. En ocasiones el homicida era un compañero de estudios, un ser frágil y lampiño, de mirada ardiente, con quien el corazón se ejercitaba en platónicos diálogos de amor.
En aquel tiempo los jóvenes se sabían, una por una y sin tener que repasar el libro de texto, todas las rimas que Gustavo Adolfo Bécquer había soñado que volaban en alas de golondrinas, o de humilde gorrión.
Nada era igual ahora, en que aquel mismo escenario nos mostraba su ternura más senil: los colores, los duros perfiles, la rectitud de las líneas, se habían ido difuminando, como queriendo regresarse a su natural condición, al negro destino que confiere el ADN del carbón.
Pero Olvido seguía allí, como apresada por la magia de un ensueño a punto de aflorar.
“Se canta lo que se pierde”, sentenciaba un grafiti escrito en la pared con pintura verde y una infamecaligrafía. También ella había caído en el olvido de cantar, de tanto que había perdido. Poco a poco la nostalgia se le había hecho un nudo en la garganta y un vacío en el corazón, y ya el tiempo se le huía en las casposas arrugas del alma, de los ojos, de las manos, de la voz…
En ocasiones así a Olvido se le venía a la mente aquella voz juvenil de la que estuvo locamente enamorada ─ ¿qué habría sido de su amor de las dos emes, su Manolito Martín? ─; el cansino traqueteo de las máquinas a vapor; la humareda densa y negra de las locomotoras; el tránsito apresurado de viajeros; la mirada atenta de su padre, un sencillo factor de la Renfe al que algún demonio travieso tomó el encargo de encadenar de por vida a los raíles de tan deslustrada estación.
Contrariamente a lo que le dictaba su inquietante juventud, ella no dudó ni un solo instante en dar satisfacción a su progenitor, a aquel visionario que le contagió su fe en el progreso y a quien nunca defraudó…
Terminados sus estudios Olvido regresó al pueblo para ejercer su profesión. Al amparo de su falda florecieron varias promociones de jóvenes. Las sentía parte suya, y las amamantó con sus conocimientos, como la cabra Amaltea habría hecho con un dios.
En más de una ocasión le habría gustado, como aquélla, tener el cuerno de la abundancia, para no verles tomar el último tren que los alejara definitivamente de aquel punto de la terminal. Uno de aquellos vagones en el que viera partir a su amor.
Algunos permanecieron en el pueblo, pero les quedó impreso en los ojos la desagradable sombra de haber desaprovechado la ocasión de huir de aquella geografía de la desolación, de aquella profunda oquedad que reinaba en el ambiente y velaba de nostalgia el corazón.
En aquel baldío secarral en que había medrado, como reseca raíz, ya sólo el recuerdo la acompañaba. En los fríos atardeceres gustaba de sentarse a la mesa de camilla, para abrir, con calculada parsimonia, un viejo álbum donde mezclaba amarillentas fotografías y coloridos cromos, sellos y estampas, recortes de periódicos y tickets de viajes, entradas de espectáculos y anuncios de publicidad…
Allí se podía apreciar el retrato de una joven de naricilla respingona, de pelo rizado y corto, y ojos de verde mar, anunciando el café tostado “Mis Nietos”, “un café distinto a todos”, “el mejor de los cafés”.
Unas páginas más allá aún podían verse aquellas elegantes locomotoras, empujadas por recios motores: la número 3, la “Terrible”; la número 7, la “Antolín”…
Precisamente hoy la vendrían a visitar aquellos jóvenes voluntarios que mataban su tiempo libre en una filantrópica Asociación ─“Amigos de los Mayores”─, desde cuyas filas se ofrecían aacompañar a ancianos solitarios, ejerciendo la noble virtud de la caridad.
Y en tan especial momentoella sacaba nuevamente a relucir aquel álbum de recuerdos, para que los chicos tomasen conciencia de aquel pasado que fue; de la grácil arquitectura de los hornos de fundición, donde se trabajaba el plomo; del diseño de los pilares y de la estructura metálica de la nave que servía de almacén.
Mientras daba un último adiós al ocaso, avara de aquel postrer rayo de sol, tonificante de su espíritu cansado, Olvido se percató de un sonido a sus espaldas. Desde el camino le llegaba un rumor antiguo, una voz a la que el tiempo había enriquecido con deshilachados matices y que, como si nunca se hubiera ido, al instante reconoció:
─ Buenas tardes, Olvido. Soy el nuevo voluntario, que la viene a saludar y a compartir un ratito de su charla. Mi nombre es Manuel Martín…
El sol paró un instante su marcha para conocer, ¡indiscreto!, si la historia concluía en un final feliz.
A Olvido le asaltó una brisa con recuerdos de jazmín; y sintió que, de improviso, se le habían volado setenta años de encima, como las hojas secas al plátano de sombra en su periodo invernal.