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25 de julio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Ignacio Osuna Gómez: vivencias de un médico rural

A JUANI, ENTRAÑABLE EN LA AMISTAD

Vivencias de un médico rural
Tengo entre mis manos un libro que luce en su portada sendas fotografías de dos de esos pueblos que conforman una geografía que nos resulta familiar a los lectores de InfoGuadiato, y que aparece resumidaen unas vistas generales de Fuente Obejuna, y Piconcillo.
Es la segunda edición de unaobra publicada en Baena en el año 2005, y escrita por el Dr. D. Ignacio Osuna Gómez (Écija, 1957─ Córdoba, 2006), que lleva por título Vivencias de un médico rural.
El libro consta de veintinueve capítulos, de los cuales los diez primeros tratan de las vivencias personales de un médico rural en la localidad cordobesa de Fuente Obejuna, y en las aldeas limítrofes de La Coronada, Argallón, Cuenca y Piconcillo, donde ejerció su profesión desde 1983 a 1995.
El resto de los capítulos esnada más, y nada menos, la historia de un corazón abierto de par en par a los misterios más simples de la vida: los que tienen como protagonistas al hombre, y los infinitos rostros de Dios:

Al final del camino/ me dirán: /¿has vivido?/ ¿has amado?
Y yo, sin decir nada, / abriré mi corazón/ lleno de nombres.

El primero de los capítulos es la transcripción literal de un delicioso cuentecillo ─ “Nacho. El niño que jugaba con las latillas y las piedras”─ en el que el P. Fernando García Gutiérrez revive en simpatiquísimos trazos la imaginativa cotidianeidad que, desde sus años juveniles, siempre acompañó a “su ahijado” Ignacio en su relación con el medio, y en su vida espiritual.
A mi parecer es un texto muy apropiado, pues tan “en zapatillas” nos presenta al autor de este libro, y de una formatan coherente y tan íntima, que se nos figura aquel niño que en alguna ocasión todos fuimos, que seguía con su mirada las pompitas de jabón, nacaradas sus mejillas de ilusión y de cálidos colores, para luego, cuandoya las volutas se deshacen, componer un rictus de amargura y de nostalgia, como muestra el capítulo dos, que lleva por título “Amar: alegría y tristeza”.
“En mi época de estudiante en el tiempo libre solía realizar actividades de amor fraterno con personas necesitadas de muy diversa índole: niños de barrios marginales, enfermos, ancianos que vivían solos o en residencias, discapacitados físicos o psíquicos, etc…”
En ese tiempo, recuerda el escritor, acompañó al sevillano parque de María Luisa a dos niños del Centro Oncológico: Mari Carmen, que padecía de leucemia, y Miguelito, que sufría de un tumor maligno en una pierna, por lo que tuvieron que amputársela. Junto a ellos vivió unos momentos inolvidables, que compartió, entusiasmado, con la madre naturaleza y con los humildes seres que comparten nuestro día a día:

“Hoy han disfrutado las palomas y los patos al sentir el aliento de estos dos niños sonrientes.
Hoy se han sentido útiles los columpios y las fuentes del parque”.

Pese a tanta armonía, el joven Nacho se lamenta de no haber sido ni paloma, ni pato, ni columpio, ni niño, tras llegara la conclusión que le plantea una pregunta: “Por qué cuando se ama tanto, a la vez también se sufre?”
El tercero de los capítulos ─ “La partera de Piconcillo”─ es un merecidísimo elogioa esa gente abnegada ─ Lale en Argallón, Dolores en Cuenca y Josefa en Piconcillo ─ que hizo de puente de unión entre médico y paciente, y que incluso“prestaban sus propios domicilios para la consulta del médico, recogían los avisos domiciliarios y se encargaban de traer de la farmacia de Fuente Obejuna los medicamentos que el médico prescribía en cada consulta”.
Fue en noviembre de 1983 cuando Ignacio tomóposesión como médico titular de La Coronada, y de otras tres aldeas de Fuente Obejuna: Argallón, Cuenca y Piconcillo.
Allí permaneció durante cuatro intensos años, arropado en su labor por tres generosas mujeres cuya filantrópica actividadconcreta el doctor en la figura de Josefa, personaje entrañable de la aldea de Piconcillo, a quien sus vecinos conocerán con los sobrenombres de “la practicanta”, o “la partera”:
“Como en aquella época no se disponía de personal de enfermería en la aldea, Josefa se hacía cargo de poner inyecciones, hacer curas locales, también administraba la medicación a enfermos impedidos física o mentalmente; incluso, en determinados casos, se encargó por propia iniciativa del aseo y alimentación de ancianos que vivían solos. Pero lo que más me impresionó no era lo que hacía, sino el gran amor que ponía en todo cuanto realizaba.”
Cuando en octubre del 36 el médico marchó del pueblo, con motivo de la guerra, Josefa con sus cortos once añitos no tuvo más remedio que aprender a poner inyecciones, guiada de la necesidad de inyectar insulina a su madre que padecía “de azúcar”; y fue así que, cuando los vecinos se enteraron, la niña se convirtió en alguien imprescindible; e incluso “acompañaba a Fidela, la partera, en todos los partos, pues ella no sabía pinchar”.
En otra ocasión, impelida por su avatar, Josefa hubo de asistir a un parto, tras tener que desplazarse,a lomos de burro, hasta una humilde choza situada a hora y media de la población.
Los años seguían pasando, y el último parto al que asistiría Josefa fue en 1978. Ese mismo año “la partera” salvó a un niño de morir en un incendio, a costa de fracturarse un tobillo, y de quedar imposibilitada para el resto de sus días.
No obstante, y a pesar de los inconvenientes, Josefa solía hacer gala de su legendaria sencillez al contestar a su amigo sobre larazón que la había impulsado a una entrega tan generosa y tan grande:
─ Don Ignacio, mi madre desde pequeñita me enseñó que todos los hombres somos hermanos y que tenemos que querernos unos a otros.
El capítulo IV hace mención a la atención que a D. Ignacio le merecía todo enfermo terminal. Para ello utiliza una frase que en su momento pronunciara el doctor D. Gregorio Marañón:
─ El médico debe intentar curar; si esto no es posible, al menos debe intentar aliviar y si tampoco puede conseguir esto último, es su deber el consolar.
Desde este presupuesto se desarrolla la tarea sanitaria de D. Ignacio, preocupado por los enfermos que sufren, y más concretamente los moribundos:
“En esa época era muy frecuente que los enfermos murieran en sus casas, junto a sus seres queridos y, literalmente, en los brazos de su médico de cabecera, a quien consideraban como un miembro más de la familia.”
Orgulloso de su profesión nuestro hombre no dudaen desplazarse diariamente a Piconcillo, localidad distante a 22 kilómetros de su domicilio, con la única intención de aliviar a Félix, un minero de algo más de 70 años, casado y con varios hijos:
“Nuestra amistad iba creciendo al mismo tiempo que lo hacía la enfermedad: llegó a contarme cosas muy íntimas que yo escuchaba con gran admiración (…)
A Félix, como a tantos otros, no lo pude curar, quizás le alivié un poco el dolor, lo que creo que no le faltó fue el consuelo necesario para ayudarle a morir con dignidad. Al menos ese fue el criterio de tratamiento que creyó oportuno su médico de cabecera.”
El capítulo V está dedicado a “Francisca, una mujer humilde y sencilla”, una de las “coronelas” ─ como son llamadas las mujeres de La Coronada─a la que D. Ignacio tomó un gran afecto, y en la que vio la más fiel representante de esa clase de mujeres que “atiende con esmero a su numerosa familia y comparte lo poco que tiene con quienes le rodean porque posee esa “sabiduría de los humildes” que el Señor le ha revelado.”
En el capítulo VI se deja transparentar la sensibilidad de Juan Francisco Cano Vázquez, un cartero jubilado de más de 80 años de edad, y un perfecto autodidacta, en cuyas epístolas mostraba su esmerada caligrafía y un auténtico derroche de cariñosa educación:
“He releído muchas veces estas cartas que expresan el cariño, la ternura y la educación de una persona entrañable como era mi querido amigo Juan Francisco y nunca he podido evitar que se empañen mis ojos de lágrimas.”
En el capítulo VII se hace alusión a la labor callada de la mujer del médico rural. La idea viene plasmada enla relación de un accidente ocurrido a un cazador. El hombre acude a la casa del médico con la desazón que produce una herida contusa de unos veinte centímetros de longitud, inferida por elafilado colmillo de un jabalí. Tras la correspondiente sutura fue Juani, la esposa del doctor, la encargada de lavar la herida, de colocarle un apósito, y hasta de proporcionarle al herido un pantalón.
Detalles de humanidad todos ellos que el hombre nunca olvidó, y que siempre agradecía con una expresiva frase de saludo: “Dé recuerdos a su mujer: que es muy amable, cariñosa y guapa.”
En los siguientes capítulos se refleja esa convivencia cordial a la que deberían aspirar no solamente los médicos, sino todo el que tenga en sus manos la grata responsabilidad de servir al bien común de sus conciudadanos, y a la contribuir al bienestar de su gente.
“El joven del trasplante” refiere la progresión de la enfermedad en un jovencísimo enfermo de diabetes:el fantasma de la soledad, la terrible depresión, la desesperanza de que no llegue a tiempo un trasplante,el clima de solidaridad que concita un problema tan grave─ “Yo sufría con él, lo tenía todo el día en mi cabeza”─, la noticia tan esperada, e ilusionante…
“Eran las 8 de la mañana de un día de mayo. Sonó el teléfono de mi casa; Juani, mi mujer, atendió la llamada, yo estaba afeitándome. Eran los padres de Alejandro, les habían notificado desde el hospital que había un posible donante y que tenían que irse rápidamente al Hospital Regional. Juani y yo nos pusimos muy contentos y, a la vez, nerviosos. Llamé enseguida a mi compañera de trabajo, la Dra. María Sánchez Hidalgo, para que me pasase la consultay me fui con ellos a la capital de la provincia.
Y hasta la posterior satisfacción de quien se solidariza con los suyos:
“La intervención cursó sin incidencias y finalizó aproximadamente a las ocho de la mañana del día siguiente. Regresé eufórico al pueblo y, aunque no dormí en toda la noche, no estaba cansado. Todos en el pueblo me preguntaban por él; el teléfono de mi casa no dejaba de sonar. La verdad es que durante esos días me encontré muy unido a la gente del pueblo. Se habían volcado con Alejandro y yo me sentía como un representante de todos ellos que hubiesen querido acompañar también a sus padres.
A los pocos días se organizó una Misa de Acción de Gracias en la ermita de la Virgen del Amor (patrona del pueblo) a la que acudieron numerosos vecinos.”
El capítulo X expresa la despedida de un médico agradecido, de la queridísima población que le acogió como uno más de los suyos.Yaquí las palabras de agradecimiento, tan difíciles de expresar por alguien que no sea tan “dependiente” de los otros como lo fue D. Ignacio, alguien capaz“y capataz” de resumir sus cuatro verdades en una sencilla oración:
“Cuando quiera que los otros me comprendan, dame alguien que necesite mi comprensión
Haznos dignos, Señor, de servir a nuestros hermanos, dales a través de nuestras manos,
No solo el pan de cada día, también nuestro amor misericordioso, imagen del tuyo.”
Así sea, y así debiera de ser.
 

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