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7 de julio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

Un hombre de luz: Manuel Molina

Lole y Manuel
Hace más de un mes ya que falleció Manuel Molina Jiménez, cantante del grupo “Smasch”, y componente, junto a Lole Montoya, de un mítico dúo:
─ Saca la red / Hermano saca la red / Que ya ha salido la luna /No la vayas a coger.
Ayer cuando amaneció / Una mariposa blanca / De un lirio se enamoró.
El patriarca de los Molina era todo un filósofo de la vida. No quiso que nadie le llorara en la hora de su despedida, que “la vida empieza en lágrimas y caca”, como decía Quevedo, y bastantes cosas hay ya que ver como para invitar a tan oscuro personaje a nuestro entierro:
─ Que nadie vaya a llorar/ el día que yo me muera
Es más hermoso cantar/ aunque se cante con pena.
Manuel vino al mundo en Ceuta, en el año 48; y falleció la negra madrugada de un martes, día 19 de mayo, en su domicilio de San Juan de Aznalfarache.
En su juventud formó parte de “Los Gitanillos de Triana”, junto al cantante “Chiquetete”, y de una banda pionera del rock andaluz, que tenía entre sus más destacados componentes a músicos de la talla de Julio Matito, Gualberto García y Silvio Fernández; y que llegó a ponerle música a Antígona, obra del Grupo de Teatro Independiente Andaluz “Esperpento”.
Sevilla, junto a Barcelona, eran por aquel tiempo, los dos grandes focos de cultura un país habitado por el desierto. El sevillano, sustentado en la influencia de sus tres grandes vértices: las bases de Rota, de Morón, y la capitalina de San Pablo, donde iba a recalar toda la progresía del momento, ansiosa de paladear las novedades “made in USA”, y la estética flamenca de Fernanda, de Bernarda de Utrera, y de Diego el del Gastor.
Aquella juventud bohemia, que hacía de la psicodelia un instrumento de libertad, tuvo en Gonzalo García Pelayo al más destacado de sus promotores. Y entre sus mejores intérpretes a personalidades de la magia de Jesús de la Rosa (voz), Manolo Rosa (bajo), Silvio (batería), Gualberto (sitar), etc…
Durante un tiempo el ya consagrado Manuel Molina vivió en el piso que ahora piso, si se me permite la redundancia, desde hace ya la friolera de veinte años.
Nos encantaba escuchar, al mediodía y al anochecer, el sonido de un tenedor haciendo ritmos por bulerías, mientras batía unos huevos.
Porque Manuel Molina era, como los Parrillas y los Moraos, uno de esos artistas que forjaron, con el más personalísimo de los sellos, el toque por bulerías.
En Navidades la casa se convertía en un tablao de feria, o mejor, en una de esas alegres cuevas del Sacromonte; alegre, como bien decía Matito, porque “ no se puede hacer música en las cuevas del infortunio”; y porque “hay que abrirse hacia las praderas”, donde los duendes de la botella suspiran por ver la luz.
Nada que ver esta fiesta con esa oscura “pandereta” que, desde antiguo, se vendía al mejor postor.
En el portal de la casa se veía a diario un auténtico desfile de pasarela flamenca: “camborios” de verde luna y de varita de mimbre; de mascota en mano y seriedad de contraluz; gitanas de moño en la nuca, pelo estirado y piel de aceituna; bailaoras de falda negra y ceñida, con andares de postín…
Todas las noches sonaba el rítmico taconeo, el golpe de bastón sobre la loseta, el compás de los dedos sobre la mesa y una repetidísima canción:
─ Madroños al Niño/ no le demos más/ que con los madroños/ se va a emborrachar.
Y todas las noches, mientras el Niño se reía con la juerga montada, quién sabe si con un paño cubriéndole los ojillos, como se suele hacer en Ecuador, se despertaba mi hija con un sonoro sofocón, dolida posiblemente con no haber sido invitada a la fiesta.
Y un buen día, a media mañana, abordaba este payo a Manuel mientras los dos subíamos en el ascensor. Ni siquiera su armónica voz quebrada, curtida por el desgarro de la pasión, o por la pesada nicotina, ni su amistosa sonrisa, pudieron poner coto a una cordial y amistosa declaración:
─ Compadre, todos las noches me despiertas a la niña, provocándole un sofocón que no hay Undivé que lo remedie. Y digo yo que si los gitanos de leyenda cogían su carromato y se aventuraban por los caminos, para no tener que molestar, por qué no lo habías de hacer tú. Desde mañana, si nos molestas, creo que nos vas a tener a mi niña y a mí de invitados en tu casa.
Sin perder por un instante el buen tono, ni esa sonrisa fraternal que le caracterizaba, Manuel se deshizo en disculpas, y prometió no repetir.
Y cuando en alguna ocasión se olvidaba, este payo se ponía a trotar sobre las losetas de su casa, obteniendo un inmediato resultado.
Por todo eso mismo le dolió que mi vecino se me fuera, sin despedirse de alguien a quien supo torear con el capote de la proporción y de la medida; con esa “gracia” natural que poquísimos sabios tienen, y de la que diría el filósofo Voltaire:
─ Cuando la naturaleza formó nuestra especie nos dio unos cuantos instintos: el amor propio para nuestra conservación, la benevolencia para la conservación de los otros, el amor que es común con todas las demás especies y el don inexplicable de combinar más ideas que todos los demás animales juntos; después de habernos dado así nuestro lote, nos dijo: “Ahora arreglaros como podáis”.
Que poniéndonos a día de hoy en su pellejo no habría sido tan difícil de entender la filosofía de vida del “Tío Manuel”, proclamada en aquel “Manifiesto de lo borde”, del que fuera autor el simpar Julio Matito. Que ni uno se puede enrollar con el palo del dogma y la vara chunga; ni es afortunado atarse al palo del dinero y el roneo; ni es aconsejable estar a solas con uno mismo; ni embutido en esa “formalidad”, hecha de manidos lemas, y de falsos prejuicios, que se lleva grabada a fuego, como fiel representación del humo y la carbonilla que atosiga a los individuos y a los pueblos.
 

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