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5 de julio de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez

En alas de gorrión

En alas de gorrión
─ No, Porfirio. Yo no soy columnista. Soy columbario. Cojo las cenizas de mis recuerdos, las esparzo al aire y soplo. Eso es todo. (Rafael Montesinos)

La estridencia del neón parpadeaba en los rótulos informativos del parque advirtiendo a los desprevenidos transeúntes que tampoco habría tregua en el día que acababa de nacer. La ambulancia enfilaba las últimas calles de Córdoba en dirección a uno de los últimos pueblos de la provincia. Inusualmente el vehículo parecía respetar la apatía de ánimos de sus ocupantes y el silencio de la ciudad.
Una dulce eclosión de refulgentes colores y de fragancias suaves, que se percibía incluso a través de los cristales, se mostraba en toda una escala de gradación anunciando de forma prematura la llegada de la primavera.
Ni la monótona rutina de hospital, ni sus desvaídos grises, ni la insana metafísica del dolor que trasmina entre sus muros, habían logrado anestesiar aquel legendario afán por comprender la luz y por captar sus infinitos ecos, proyectados en sombras de variados matices.
La poliédrica mirada de escultor, atrapada en los insondables recodos de la carretera, bosquejaba las cambiantes líneas del paisaje, las insólitas perspectivas de las nubes, las ariscas redondeces de los terrones de tierra, y hasta su tacto y su olor.
En incansable canto, la genista ostentaba su amarillo agreste, el cantueso la pureza de su morado, la lavanda su fragancia en lila, la flor de la jara su dulce e inmaculado blancor, la amapola su encendido rubor…
Las interminables curvas y el repentino traqueteo del motor, que ponía fondo a las reflexiones, parecían hacer una invitación a reanudar aquella antigua conversación, interrumpida tiempo atrás, cuando el joven pasajero abandonó el hogar:
─ Cosas hechas o dichas hace mucho, / O cosas que no hice ni dije
Sino que sólo pensé decir o hacer. / Me agobian, y no pasa un día
Sin que alguna de estas cosas rememore/ Con asombro de mi conciencia y vanidad.

―¿Preferirías que me hubiera quedado en casa contigo, papá?
―Hijo, qué cosas tienes, cómo no me había de gustar. Eras un gurriato que tenía la obligación de buscar su camino, de abrir las alas y de aprender a volar…
―Siempre me quedó la duda de qué habrías hecho tú en mi caso. ¿Te habrías dejado arrastrar por dulces cantos de sirena y habrías dejado atrás a los tuyos? ¿Habrías renunciado a todo por un futuro que porfía en llegar?
― Hiciste bien, no te culpes. ¿No ves cómo cambia el cielo..?, qué no habría de cambiar. Como dice la taranta: “Válgame Dios, tío Rufino, las vueltas que el mundo da”. Y es que, como verás, cambia nuestra realidad y nuestro modo de verla. No me veías de pequeño lo mismo que ahora me ves, ¿verdad?
―Para mí siempre has estado encima de un pedestal. Lo construí con mi alma para darte tu lugar. Sabes que eres mi héroe, y que aquellos trazos de grafito que decidieron mi vocación iban dedicados a ti. Cuando mi profeso los vio saludó al pintor de la clase y comparó aquellos trazos con el de una famosa estela de piedra encontrada en las ruinas de Ategua que él mismo había contemplado en el museo de la capital. Allí la figura del héroe, magnificada por su mayor dimensión, allí el caballo y el perro, allí ...
―La espada, el espejo y el peine... Nada que sea imprescindible, queridisimo gorrión…
Una luz de ternura que dulcificó el rostro del anciano, abotargado por los desmanes del dolor, fue la última expresión de amor que apreciaron los ojos de su acompañante, que estrechó con fuerza aquellas recias manos, antaño curtidas por las labores del campo y ahora abandonadas a la suerte de quien deja de aferrarse a la seguridad de un estrechísimo pretil.
Tras un profundo silencio, un discreto hilo de voz rompió la fragilidad del instante:
―¿Ha fallecido su padre...? Lo siento. Siento mucho su dolor…
Y como corroborando su sentida expresión el conductor paró la ambulancia en un ensanche del arcén. Una agradable brisa acarició el rostro del viajero. En su mirada el paisaje pareció agostarse tras un túnel de difusos espejos.
Como atrapada en el tiempo fue entonces cuando se le hizo presente aquella pintura tanto tiempo presentida en los asépticos pasillos del hospital. Era como uno de esos coloristas grabados decimonónicos con que se ilustran los cuentos: Al fondo de la imagen un caballo acariciaba con su belfo las diminutas florecillas del camino; en el centro un caballero yacente, con su espada, su coraza, su escudo y su puñal; y junto a él un orante, en clara actitud de duelo, que musitaba una oración:
―“Muéstranos la luz de tu rostro, Señor”.
En el místico esplendor del paisaje la blanda tierra, la dura piedra y las esponjosas nubes ofrecían al peregrino su calor. Pequeños fragmentos de mármol, desperdigada memoria de quien fuera todo un emperador, conformaban una deslavazada sinfonía, un mosaico de recuerdos al que ponía contrapunto un eco triste y temblón: “La─ luz─ de─ tu─ ros─ tro─ se─ ñor”.
Una sonora bandada de jilgueros ensayaba el más colorista de los cortejos.
Junto al camino una estela de piedra levantaba su inquebrantable voluntad de vida en la dudosa hora del adiós.
 

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