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18 de junio de 2015 | Joaquín Rayego

José Antonio Pérez ─Robleda: “Mitología Íntima”

"HASTA EN LOS DÍAS MÁS TRISTES LLENABAN LOS PASILLOS DE SONRISAS, DE COLORES, Y DE LAS MÁS CÁLIDAS BROMAS DE LOS REBELDES SIN CAUSA"

José Antonio Pérez ─Robleda: “Mitología Íntima”
─ El vino entra en la boca / Y el amor entra en los ojos;
Esto es todo lo que en verdad conocemos/ Antes de envejecer y morir.
Así llevo el vaso a mi boca, / Y te miro y suspiro. (Yeats)

A José Antonio Pérez─ Robleda, accésit al Premio Adonáis, 2014, con su poemario “Mitología Íntima”, le conocí siendo mi alumno, y yo su afortunado profesor de Lengua, en el IES “Tartessos”, de Camas.
Junto con su amigo y condiscípulo Juan Arjona ─ actor y escritor de relatos infantiles─ José Antonio era de esa clase de jóvenes que, hasta en los días más tristes llenaban los pasillos de sonrisas, de colores, y de las más cálidas bromas de los rebeldes sin causa.
Su amistad nos ayudó a los más a crecer como personas.
Bien es cierto que no fue un brillante “bachiller”; ni un “Bachiller” ilustrado, a la manera de D. Francisco Rodríguez Marín; ni siquiera llegó a ser el típico alumno partidario de la enseñanza institucionalizada, como suelen ser los “empollones”; antes bien, como en D. Antonio Machado, en José Antonio era evidente la alegría de vivir, y una deuda de enamorado, que le llevó a arrojar cualquier otro logro por la borda.
Algún profesor probablemente formularía una de esas afirmaciones apodícticas (“Vale quien sirve”), que aquel aprendiz de poeta corrigió en su tonillo habitual, tan rítmico y delicado:
─ LOS poetas no estaban equivocados:
Sólo se ama una vez y es para siempre,
no hay amor que no dure tras la muerte
ni las almas saben amar en falso. (“Amores desalmados”)
Según la crítica literaria la lírica actual vive en un gran momento, una especie de edad de plata donde tienen cabida los mejores versificadores, el más entendido público, la mayor concentración de lectores, los más destacados premios, y las revistas más boyantes…
Lo subscribe mi maestro, D. Rogelio Reyes Cano, a quien se lo he oído decir en una conferencia dictada en el Ateneo de Sevilla.
Entiendo que un servidor, que tampoco fue merecedor de los galones de “bachiller” destacado, se quedó pillado en su tiempo, en aquellos viejos modos de tanguistas y copleros, de sentimentales boleros, y de viejos culebrones interpretados por las cálidas voces de Matilde Conesa y de Rafael Barón; que poco de lo que escucha le complace, y que no encuentra razones que le inviten a gulusmear los manjares de los más encopetados salones; quizás porque eche de menos los fogones de siempre, y esa tierna declaración de amor de tan maternal cocinera, o la frase musical que le regale, tan sencilla y fraternalmente, un amable “buenos días”.
Hay un exceso de apariencia, de frialdad, de uniformidad en lo que a menudo se escribe. La perfección se repite como el tic tac de un reloj, como los modos del Conejo Blanco de Alicia, sin impresionar ni un ápice las papilas gustativas de “los seres alados”, de los “corazones rotos” y sensibles.
─ “¿Qué opináis de mis versos?”, preguntaba el poeta al maestro, en una de esas gélidas tardes de invierno. Y Bernardo Fontanelle le contestó:
─ Que si hubierais puesto más fuego en vuestros versos o vuestros versos en el fuego no nos moriríamos de frío como nos morimos ahora.
Un solo gesto de Curro, dicen los buenos taurinos, vale más que cien pases de un estandarizado mecano. Un natural de Romero tiene el olor del jazmín, el color de una ramita de yerbabuena y el sabor a punto de caramelo que no proporciona un robot de cocina.
Sin hacer bandera de la ñoñería, ni pecar de falsa intelectualidad ─que eso, en gran parte, es un vicio que delata un pecado de presunción muy habitual entre los menos capaces─ la lírica de Pérez─ Robleda (el guión es una forma de aglutinar dos linajes en un mismo apellido, una alianza de amor familiar) se vistió de grana y oro en la plaza de La Pañoleta, para tomar los trastos de matar de manos de su paisano Curro Romero.
Es cierto que la lectura de esta Mitología Íntima nos recuerda viejas gestas, e innumerables lecturas; tantas como para hacernos pensar que no nacimos ayer; así es de ver la pasión juvenil de Gloria Fuertes, la difícil sencillez de nuestro Romancero, la ágil versificación de Lope, el guiño metafísico de Quevedo, la sensualidad de Góngora, los diálogos con su “yo” de Antonio Machado, la filosofía amorosa de Carmelo Guillén, la espiritualidad de los versos de John Donne, la claridad de conceptos de William Butler Yeats, etc…
Como Alonso de Quijano, el poeta es un amante de los ciento y un rostros de su Dulcinea del Toboso; un caballero que ejerce, con entusiasmo, y no sin una cierta dosis de ironía, el enamorado oficio de galán:

─ CABALLERO medieval/ de edad indefinida/ limpio de armadura/ con torre propia y espada de buen temple/ desesperadamente busca/ joven doncella desvalida/ o en situación de desgracia/ que desee ser protegida del mundo. (“Clasificados”)

Pero nadie se equivoque. Conceptualmente esta poesía es la antítesis de la que lleva al cruel y astuto Ulises a maquinar la muerte de los pretendientes de Penélope, desconocedores de una ley que obliga a la paciente esposa a guardar su reputación, tras veinte años de hilar y de deshilar una espera, y de aguardar, a pie firme, a su marido:

─ DEBISTE haber parado antes/ de deshacer mis jerséis/ de ovillar la madeja/ de dejarme a la intemperie/ de escudriñar los recovecos. / No te enfades si a estas alturas/ ya no me quedan minotauros. (“Ariadna”)

“Porque no todos los amos/ merecen servidumbre”, y porque no hay argumento que apoye la sinrazón, como la que propició que el pueblo troyano tomara partido por el más criminal de sus ciudadanos: el raptor de Helena;

─ COMO un ejército de un solo hombre/ he llegado a tus murallas. /En otro tiempo, / habría dado siete vueltas/ y a mi voz se hubiesen derrumbado. / Hoy, llego exhausto ante tus torres, / sin voz para derruir tu fortaleza/ ni fuerza para escalar sus muros. / Por eso levanto pronto mi asedio/ y te dejo como presente este poema. / En él, he encerrado lo mejor de mi guardia/ por si un día abres la puerta/ y lo metes tú misma en la ciudad/ y me dejas invadirte desde dentro. (“Asedio a una quinta con huerto o jardín”)

El amor no es sólo cuestión de límites: aquí, tú, y aquí, yo; que “no resulta tu amor/ apto para limitantes” y, como diría John Donne: el hombre no es un islote; que es un enorme continente que, en su aparente pequeñez, implica la totalidad:

─ Ningún hombre es una isla, /entera en sí,
Cada hombre es pieza de continente, / parte del total.
Toda muerte me disminuye, / pues estoy con la humanidad
Así no pidas saber por quién dobla la campana;
dobla por ti. (“¿Por quién dobla la campana?”).

Difícil cosa para el enamorado poner cerco a un mapamundi; y menos aún a ese mundo no habitado que tiene por centro el ombligo de la amada:

─ MIS memorias de tu cuerpo/ son paisajes de otros mundos/ no habitados por el hombre, / el decálogo de demonios/ que habita tu sonrisa, / la orografía exacta de tus senos/ poblada de arcángeles, / el océano redondo de tu ombligo, / y más allá, / dragones. / Porque todo aventurero que se precie/ tiene siempre listos/ un barco y una última frontera/ por si acaso. (“Cartografía”)
Ya lo dejó dicho Bécquer: “Los invisibles átomos del aire/ en derredor palpitan y se inflaman”; anudan los corazones enamorados y truecan dos almas en una, a las que ni el más simple cambio puede invadir. Así lo escribió el irlandés John Done, en el poema “Éxtasis”:
─ Rizar así nuestras manos era entonces
el único medio de hacernos uno,

Y José Antonio Pérez─ Robleda, nos lo vuelve a repetir:

─ AL rizar su mano entre mis manos/ me pidió un amor verdadero/ ¡como si existieran amores falsos!
No es el poeta un Tenorio, ni un Giacomo Casanova; pero tampoco un Juan Lanas, o un Juan Nadie, de los que pasan por la vida en puntillas, o de los que, enemigos de la mancha y de la arruga, se inhiben de toda clase de trato:

─ NORMALMENTE, / los delata su caminar lento, / su cara, exenta de sonrisa, / sus manos, siempre hacia sí, / su alma/ impecablemente planchada, / la forma inequívoca en que descubren lo absurdo/ de llevar reloj, en fin, / su escasa capacidad de amar.
De todo esto se desprende/ que nadie los espera nerviosos/ ante una taza de café. / Quizás por ello acostumbran a caminar despacio/ y suelen pararse a mirar los escaparates, / por ocupar en algo las largas horas del día, / como si no hubiese otra cosa/ más que pasear por la vida de puntillas/ siempre ocupados en no dejar en alma alguna, / ni siquiera en la suya, / una arruga chiquitita/ que implique/ algún acto de amor. (“Quídam”)

El ejercicio de caballero implica la ardua labor de hacer frente a los molinos de viento, de arriesgar en las soluciones, de cabalgar por las fronteras del delirio, de aventurarse a hacer camino como simple cuestión de fe:

─ A qué me meto yo en amores de once varas/ si a fuerza de amar no me queda un hueso sano/ A quién voy a engañar si no a mí con mis sandeces/ y mis noestavezserádistinto/ A ver cómo le digo yo ahora a mis amigos/ que me echen un pespunte al corazón/ que otra vez me dio por lo mismo por amarte/ y otra vez me hiciste un siete/ lo mismo se enfadan y me dicen te lo dije/ y es verdad a quién se le ocurre sino a mí/ meterse en amores de once varas/ amarte/ como si nunca me hubieses roto el corazón. (“Amores de once”)

Como una simple excusa, para dejarse inmolar por un clavo ardiendo, Pérez─ Robleda, “sonreidor pasivo” y “alma de gato”, pertenece al grupo de aquéllos que, como el poeta Linière, sería capaz de beberse toda una pila de agua bendita, de sospechar que su amada introdujo en ella sus dedos:

─ NO sé con qué excusa/ me acerqué a preguntarle/ por qué llevaba un clavo ardiendo: / — Pues mire, andaba yo enamorado/ ya sabe aquello de la amada, el amado, / el alma desasida.../ y no encontré otra cosa a qué agarrarme/ que este clavo. Y, claro, no me importó/ que estuviese incandescente; / o, quizás, anduviese yo buscando un clavo/ a falta de otra cosa incandescente/ en qué engancharme para amar, / ya sabe, aquello de la amada, el amado, / el alma desasida.../ No supe qué decir y se marchó. / Más tarde pensé que todo corazón roto/ debería llevar, bien visible, / un clavo ardiendo/ y advertir así/ el riesgo de enganche. (“Riesgo de enganche”)

Como sombra fiel de una ausencia, que altera su pulso y le arrastra:

─ ME encierro, a veces, / a declamar tu nombre,/ tan solo por ver/ cómo se diluye en el silencio./ Cada vez que te convoco,/ mi lengua emprende sin remedio/ el ya manido viaje de tres pasos/ desde el borde justo del paladar./ Pero, a veces,/ la lengua se trabuca entre el lo y el li/ y, en vez de apoyarse al tercero/ en el filo de los dientes,/ se hace morder./ Entonces, elijo el cuarto/ más pequeño de la casa/ y me quedo, hasta tarde,/ a solas con tu ausencia,/ pronunciándote/ como si, al llenar el minúsculo espacio/ con tus tres sílabas,/ persuadiese a las paredes de tu presencia./ A veces, quedo exhausto/ y no puedo seguir clamándote./ Necesito dar tregua al silencio./ Entonces, a veces,/ solo a veces, oigo tu voz, como un eco,/ nombrándome. (“Lo Li Ta”)

He aquí el terrible dilema: “¿Ser o no ser?”. Una pregunta insidiosa que tal vez formulara Quevedo, o quizás el propio Shakespeare; de tan difícil solución que, ante tanta metafísica, es preferible la duda:

─Tal vez fuese débil/ o cobarde. / Es posible que ante el hierro clavado/ en la carne quisiera guardarse, por/ si acaso, un resquicio abierto a lo infinito. / Pero pudo también ser más sencillo: / entre ser/ o no ser el príncipe eligió la “o”/ porque le pareció perverso/ perder/ la posibilidad de serlo todo. (“Elegir la o”)

En un mundo de cinismo donde el dinero, según Quevedo, tiene cara de hereje, y donde la barbarie se antepone a la razón, el filósofo se cuestiona: “¿Cuál es la respuesta?”

─ TRAS la última bomba atómica/ tan solo nos sobrevivirá/ el signo más claro de nuestra demencial inteligencia: / pres any key to continue. (“Holocausto”)

Si la sinrazón nos conduce a tan terrible elección, alguien tendrá que preguntarse qué tirano no violó los más elementales preceptos, en su trono de locura.
Como diría el clérigo John Donne, el amor es una forma de demencia que convierte al fuerte en débil, y al espíritu libre en esclavo:

─ Loco de remate está quien dice/ haber estado una hora enamorado,
mas no es que amor así de pronto mengüe, sino que
puede a diez en menos plazo devorar.
¿Quién me creerá si juro / haber sufrido un año de esta plaga?
¿Quién no se reiría de mí si yo dijera
que vi arder todo un día la pólvora de un frasco?
¡Ay, qué insignificante el corazón, / si llega a caer en manos del amor!

Privándonos del libre albedrío, o alentando a sus invitados a un simple juego de suertes, en el amor toda clase de fortuna es posible:

─ ALLÍ en mitad de la calle/ encontré abandonado/ un beso sin nombre/ Quién sabe si fue puesto/ con dulzura en la mejilla/ o perdido por falso/ o lanzado con prisa/ a un amor que se escapaba/ Era sin duda un beso sin labio, / en él cabían todos los besos del mundo. (“Allí en mitad de la calle”)

La solución a tan variado abanico de emociones nos viene de la mano de Walt Whitman, el escritor que en su poemario “Hojas de hierba” nos enseñó a mirar a nuestro alrededor con la rebeldía de un optimista, a buscar la redención en el amor y el trabajo, a observar las pequeñas cosas bajo un prisma intemporal. El mismo enfoque, y manifiesto, que Pérez─ Robleda desarrolla en “Manifiesto de otoño”, o en “El sacrificio de la hoja”

─CADA hoja desprendida/ es un susurro derramado/ que, poco a poco, / va formando/ un alfombrado vivo/ que cuidadosamente retiran/ laboriosos barrenderos. / Cada hoja que cae, / es un pedazo de muerte que busca fertilizar/ la yerma acera. / En cualquier ciudad civilizada, / la naturaleza subsana/ el sacrificio de la hoja caída/ a base de minúsculas flores/ o pequeñas rebeldías/ que nacen, desafiantes, / en las grietas de la acera.

En resumidas cuentas, en el presente poemario, que Pérez─ Robleda dedica “A las mujeres que he amado”, se plantea en síntesis la historia de un corazón, y de una forma de sentir; se sentiría engañado quien se acercase a estos versos buscando aquello otro a los que hacía referencia el editor de la Aurora roja, la famosísima novela de D. Pío Baroja:

─Este libro se puede leer. Tiene una cubierta atractiva, está bien impreso y bien cosido: tiene buen papel, y tiene, además, colofón.
 

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