7 de mayo de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
La familia y mis circunstancias
Cuántas veces el niño se habrá parado, inquisidor, ante sus mayores, para lanzarles las flechas con las que el emperador Maximiano condenó a morir asaeteado al mártir San Sebastián:
─ Mamá, háblame de ti y de tu familia.
Y cuántas veces el interpelado, sintiéndose atrapado en un tema tan profundo y poco banal, pareció titubear antes de lanzarse al ruedo donde viven mezcladas las palabras y el sueño de una realidad:
─ ¡Bah! Yo era una de esas niñas del montón. Alegre y dicharachera, como son todos los niños…
Mi familia, una de tantas. Como la familia de los demás: honrada y trabajadora.
Aún eran jóvenes mis padres cuando encontraron acomodo en este pueblo; un lugar, para ellos extraño, que les hizo añorar el calor de la familia y el verdor montañés de su País Vasco.
Y un día aciago del año 31, con mis seis añitos recién estrenados, vino a visitar mi casa el “tío” aquél. Probablemente tendría preparado un saco para mi hermano Paulino, que estaba a punto de nacer, y mi madre atenta fue y le protegió entre sus brazos, para hurtarle la presea a tan desconsiderado ladrón.
Así me lo contó el señor Matías, que me llevó a pasear por el campo para hacerme saber lo que él sabía con el más directo de los nombres:
─ Juli, que ha muerto tu madre…
Y yo no lo quería creer, y echaba a correr por no dejarme atropellar por sus torpes comentarios. Y él me devolvía al redil, y una vez más insistía en hacerme conocer que las flores más tiernas y nobles florecen en otros prados…
Un fiebre puerperal la dejó exhausta; y a nosotros sin su presencia; y a mi hermanito con la protesta de quien se sabe injustamente destetado.
No me lo podía creer. Incluso había llegado a pensar que el señor Matías, como casi todos los mayores, desconocía en profundidad el guión de aquel relato.
Una parte de ese mundo de ternuras, que sólo una madre nos puede ofrecer, lo recuperé gracias a la generosidad de mi tía Segunda.
Segunda Ibarra Ureta Maruri y Larrea, fue la segunda en nacer con respecto a sus hermanos.
De su corta biografía personalmente entresaco su bondad y su amor de Dios, cuya mirada descubría en la hora crepuscular en que el huerto se ponía al amparo de los últimos rayos de sol.
No hay comparación posible de lo vivo a lo pintado, pero sí puedo apuntar que ella fue quien remedió nuestra orfandad, aun renunciando a su humilde vocación de monja, y de mujer no casadera.
Y aún hoy la aprieto entre mis brazos, pensando en su borrosa imagen como quien siente caer los últimos arreboles de la tarde, sobre nubes de plomo y algodón:
─ Tía, ¿sabes de qué tengo hambre?
─ ¿De qué tienes hambre, Juli?
─ Tengo ganas de comerme un huevo frito…
─ Hija, ya sabes que no puede ser, que tu padre viene cansado de la Papelera y le tenemos que dar de comer. Que son pocas las gallinas y los huevos son contados…
Y yo la dejaba sola, rumiando su negativa, como la rumió San Pedro; y me iba corriendo por la casa con mi alegría zumbona como loco cascabel, llenando todos los huecos más desangelados, vigilando la fragilidad de mi hermano, haciendo pequeños recados…
─ Juli, Juli…¡Acércate!
Y yo, como humilde gorrión, corría hasta la cocina, de donde venían los sonidos, para contemplar “ de facto” el más hermoso bodegón que lucir pueda una casa de vecinos: un buen trozo de pan blanco y un glorioso huevo frito…
También la familia actual, en sus distintas variantes, nos ofrece humilde mesa para podernos regalar ante un plato de patatas y un par de huevos fritos.
Y también tendrá detractores, cómo no; recalcitrantes, que insisten en negar las ventajas de tan tradicional institución, y teóricos de peso a los que no falten razones con tan solo echar un vistazo a los libros, o a su más cercana realidad
En uno de los viajes que realicé, como en autobús escolar, conocí a una de esas guías turísticas capaz de complementar la visión del paisaje con una detallada explicación sociológica.
La historia cotidiana de esta mujer se regía por el reloj familiar. Gracias a su formación intelectual y a un trabajo desproporcionado malvivía toda una extensa familia de vagos y maleantes, cuya única misión consistía en procurar que trabajase, y en sentarse a la puerta para verlas de venir.
Raptada por Hades, y obligada a ser su esposa tras hacerla consumir unos granos de granada, Perséfone abandonó la inocencia de su cielo para vivir en el peor de los infiernos, junto a un tenebroso acosador.
Cuántos de éstas no vivirán fidelizadas a su marido por algún extraño bebedizo, como el que obnubiló la mente de aquel loco que se pensó que era de vidrio. Cuántas no siguen atadas a un acomplejado Edipo; a un padre maltratador; a una familia improductiva; a un trabajo servil; a un ambiente deprimente y empobrecedor como el que dibuja Chejov:
─ Qué vacía es Tangarov, qué perezosa y aburrida; no hay aquí un solo letrero sin faltas de ortografía…
Cuántas de ellas ─ como la tía Segunda, o “La tía Tula” ─ capaces de echarse a cuestas una casa, para arropar a su cuñado y a sus sobrinos, tras la muerte de su hermana.
Y cuántas, como el pelícano, lucen un callo bermejo en el pecho, para sustentar con su propia sangre a sus hijuelos, y a los que un pájaro cuco les endosó.
Laure Sallambier no tuvo vocación de madre. Cuando se casó con un comisario del ejército─ treinta y dos años mayor que ella─ es probable que dijese ante el altar la consabida frase “hasta que la muerte nos separe”; pero no debió hacer extensible la promesa a su hijo Honoré, a quien abandonó en manos de una mujer durante sus primeros cuatro años de vida, para enviarle a continuación a un internado, donde lo visitó tan solo dos veces en el transcurso de seis años.
No es de extrañar, pues, que en “Le Père Goriot”, el escritor Honoré de Balzac se haga eco del drama de un padre, condenado a la mendicidad por mor de sus insaciables hijas.
Cuántos de estos no habrá que se escriban cartas a su correo personal, o que se regalen con discos dedicados en la radio para no sentir el desgarro de la soledad.
La famille Bélier es una de esas tribus que nos hace añorar la familia que se fue. Una de esas hermosas películas que nos hace llorar, y ocultar nuestras lágrimas a los ojos húmedos del vecino.
El modo de vida de los Bélier es la granja familiar, y la venta de productos agrícolas en el mercado; el paradigma fiel de un tipo de vida marcada por el amor parental, el trabajo, la fluidez en la comunicación y una buena libertad de movimientos entre sus miembros.
A excepción de Paula ─la hija, de tan solo dieciséis años─ los restantes componentes de la familia padecen una disfunción, son sordomudos, y necesitan del apoyo de la niña para que les haga de intérprete, y para la venta de sus productos en el mercado exterior.
Las extraordinarias dotes musicales de ésta, y la posibilidad de obtener una beca en París, marcarán los futuros acontecimientos de un proyecto de historia que es una toda invitación a la esperanza, aunque no se acabe de contar.
Qué alejada esta historia de la que hace unas fechas pude ver ─ La luz con el tiempo dentro, sobre la vida de Juan Ramón Jiménez─ en la que tanto el texto en que se arropa como la gesticulación de Marc Clotet resulta de un envarado academicismo que nada tiene que ver con el pálpito de la vida, con “la luz con el tiempo dentro” que es el arte de vivir.