17 de abril de 2015 | Joaquín Rayego Gutiérrez
Sonríe: yo invito
Como las golondrinas becquerianas, que cada año, por primavera regresan a sus nidos, así se había hecho presente la feria de abril, que en este año de “vacas flacas”, había cogido a muchos cuerpos pintureros de improviso y con el traje de gitana sin reponer.
Las robinias, con sus blancos frutos, habían colonizado todo el paseo de Las Palmeras, y a esa hora mañanera en que se levantaba un poquito de viento dejaban sobre el acerado una auténtica lluvia de flores; de blandas y arracimadas flores que los niños, curiosos y atrevidos como nadie, comían, saboreando sus delicados olores por la boca y la nariz.
La feria había sido tradicionalmente un sitio para hacer negocios; y como ya se decía en los relatos de los Siglos de Oro lo importante era aparentar. Aquellos pícaros, que decían estar saciados, habituados al desvelo de las noches y los días sin haber comido bien, jurarían, si les aprietan, que acababan de comer en “Casa Becerrita” y que aún les quedaba el retrogusto de un excelente vino en el paladar. Y aún los habría que se invitasen a churros, a sabiendas de que no les iba a quedar dinero ni para volver a casa en autobús.
Era entonces cuando más se vivía del aire y cuando mejor se saboreaba la etérea poesía del cambalache, como había dejado escrito el gaditano José María Pemán:
Negocio y poesía: Feria de Jerez
Rumbo y elegancia de esa raza vieja
Que gasta diez duros en vino y almejas
Pa´jasé un trato que no vale tres…
Eran otros tiempos, como cuando al Duque de Osuna se le caía un botón de oro de su levita y no se paraba a recogerlo, porque no pusieran en duda la consabida aristocracia de un caballero español.
Luego vendría quien invitara a fino de Jerez o a una olorosa manzanilla de Sanlúcar con la sana intención de vender una “promoción de pisos”, un lucrativo plan de pensiones, o una báscula de pesar...
En aquellos días de antaño los ocios y los negocios no se gestionaban por la red; ni los “arquitectos” solían estar en el paro, ni se planteaban emigrar a Noruega para hacer casas de madera o bungalows.
Pero en aquel abril “de vacas flacas” el síndrome de la negatividad se había ido colando como una mancha de aceite a través de las noticias de prensa, por las ondas de la radio, por los foros de internet…
Por aquellas fechas las anoréxicas pantallas de plasma no cesaban en su actividad insomne como un antídoto contra la soledad; y el comedor de cada casa pasaba de ser un espacio de reunión a convertirse en una caja negra en permanente estado de deconstrucción, con su sempiterno pañito de croché de la abuela y un regalado sofá, de los que se dejan querer.
Para una mayor inserción en el espíritu familiar los lugares de trabajo se metamorfoseaban en una segunda vivienda con derecho a cocina, cepillo de dientes, cuchilla de afeitar y microondas para calentar el taperware. El personal podía entretener su tiempo libre con la lectura del periódico deportivo “Marca”, un billar y un futbolín; y el bote de lejía convertido, lisa y llanamente, en la mejor opción contra los ácaros, abortaba los continuados brotes de malos olores y cualquier otra explosión demográfica de lesa humanidad.
Y un buen día, y de improviso, así, cual suelen las golondrinas venir desde sus nidos de Egipto, aparecieron por las calles unas pintadas que esbozaban la filosofía de Sevilla en aquel luminoso mes de abril:
─ “Sonríe: yo invito”
Inesperadamente, sin responder a ninguna otra llamada que no fuera la de los geranios, la de los claveles, la de los delicados brotes de azahar, la gente se echó a la calle y olvidó pulsar la tecla del enajenado televisor.
Los dueños de los bares sacaron las mesas a la calle y escribieron con tiza un slogan que lucía orgulloso sobre el tablón:
─ “Se necesitan clientes: Con o sin experiencia”
Se invitaba a disfrutar. A hablar como personas. A estrechar entre las manos esas otras manos gordezuelas que, con una especial ternura, parecían decir:
─ Otro año más, otro año que nos volvemos a ver.
Y la gente se miraba a los ojos y se saludaba, y se dedicaba una sonrisa que infundía fuerzas para aguantar desde los males de ojo a cualquier atisbo de adulteración:
─ La señora Tamariz tiene una graciosa nariz picuda, que creo haber visto entre los irlandeses. La felicito, señora, por sus enormes ganas enormes de vivir y por esos ojos azules que son una preciosidad. ¿Nadie le dijo que tenía usted unos ojillos “enamoradores”?
─ Sí, me lo decía mi papá: “que tenía unos ojillos que endulzaban el café”. Qué cosas dicen los padres.
─ Es que ellos lo saben decir mejor que nadie. También mi padre, cuando quería halagar a mi madre le decía: “¡Julia, eres la gloria mareá!”
─ ¡La gloria! Eso está que ni pintao. Pues para el tiempo que entra le recomiendo yo unas cabrillas, con salsa amarilla para chuparse los dedos. En el bar “El Mono”, de Lebrija. ¡Vamos, como decía su padre: La gloria mareá!
Un original “en bruto” del cocinero Arguiñano se dejaba de venir. Bruto por aquello del ceceo y por la manera tan graciosa de hablar, que no por la falta de fluidez de palabra, ni por la sabiduría que afloraba de sus labios en múltiples peroratas que invitaban a soñar.
Pepe, que así se llamaba el parroquiano, tenía in mente abandonar la feria muy temprano, pues su madre, con cien años, no podía dormirse hasta que no llegase él.
Piluca, su mujer, se tendría que conformar, aunque se sintiera un poquito molesta ─ ¡la pobre, qué va a hacer, si se le va su Pepe!─ y habría de justificar, con los ojillos chispeantes, una airosa salida que regalara los oídos al personal:
─ ¡Yo la mato un día de estos! ¡Palabrita! ¡La tengo que envenenar!
Y todo el mundo reía escuchando “a sotto voce” la radiografía de un crimen. Y hasta el más inocente se atrevía a decir:
─ ¡Escuche usted, Pilar! Si su suegra es tan aficionada a la gastronomía como lo es su hijo ya estoy oyendo las campanas de la catedral sonando a gori gori. ¡ Mejor nos lo cuenta usted el año que viene!¡Que nos dé Dios mucha conformidad..!